Julian Assange, Bradley Manning, Edward Snowden, Francis Haugen, los Panama Papers y los nuevos papeles de Huawei revelados por el Washington Post, entre tantos otros, comparten un denominador común: la exposición pública de secretos. Las razones varían: corregir daños, inconductas de individuos u organizaciones públicas o privadas, incidir en temas de orden público, generar conocimiento sobre cuestiones que nos afectan a todos o buscar un efecto determinado sobre audiencias específicas.
Los secretos son parte de nuestra esencia como seres humanos gregarios. Las sociedades, por más diversas que sean, se han construido administrando una tensión básica: aquella por la cual se ocultan temas porque son considerados “sensibles”, al tiempo que existe un permanente deseo de revelarlos y darlos a conocer tanto por fuerzas internas como externas. Esta situación atañe a todos los ámbitos de decisión, ya sean personales, empresariales o estatales.
Las ventajas en una competencia entre rivales suelen mantenerse en el tiempo gracias a la capacidad de esconder su fuente. El esfuerzo por descubrir secretos es equivalente al que se realiza para ocultarlos. Una vez revelados, la ventaja competitiva que su posesión brinda se reduce sensiblemente o se termina. Además, en numerosos casos, conllevan crisis, tensiones e, inevitablemente, momentos embarazosos. Un claro ejemplo de esto último fue cuando, en plena campaña presidencial de los EE. UU. en 2016, el Departamento Central de Inteligencia de Rusia (GRU), mediante un proxi digital conocido como “osito acogedor” (cozy bear), supuestamente dio a conocer los correos electrónicos de John Podesta, jefe de campaña de Hillary Clinton, con declaraciones poco felices para una audiencia que demanda corrección política. Internacionalmente, las revelaciones que se produjeron con los llamados “Papeles de Afganistán” y los cables del Departamento de Estado afectaron la imagen pública de EE. UU. de una manera que aún hoy no se recupera. El creador de la plataforma y posibilitador de dicha situación, Julian Assange, será finalmente extraditado de Gran Bretaña a EE.UU. para enfrentar cargos por espionaje y una posible sentencia de por vida.
Históricamente, en la dinámica de secretos versus revelaciones, la ventaja solía encontrarse del lado del primero; sin embargo, esta situación parece estar cambiando a favor de la visibilización de todo. De hecho, el mundo digital nos impone aceptar que, en la medida en la que estamos conectados y sin un entrenamiento mínimo, somos “transparentes” para aquel que posea las capacidades adecuadas. El concepto de “persona de interés” se vuelve clave en la dinámica política y económica actual. Además, los problemas de la desinformación justamente toman como activo el hecho de que la percepción general es que existe una abundancia de secretos y acciones por fuera del escrutinio público que son dañinos y que deben ser expuestos, lo que explicaría el reverdecer de las teorías conspirativas.
Finalmente, esta situación tiene su correlato en la discusión sobre el carácter y la naturaleza de los sistemas políticos que compiten en la actualidad. La cumbre de las democracias que llevó a cabo la administración de Biden puso un énfasis particular en la transparencia, dado que ve en las herramientas digitales algo que los sistemas políticos autocráticos temen. El llamado “dilema del dictador” es el resultado del empoderamiento que brindan las herramientas digitales para dejar expuestos sus secretos, lo que acarrea como consecuencia última inestabilidades difíciles de manejar que los obliguen a apelar a medidas represivas. Mientras que cortar el acceso a internet confirma al resto del mundo que suceden cosas que no se quiere que sean vistas y viralizadas, mantener internet abierto pone presión sobre sus propias acciones y abusos.
Por su parte, las democracias toman conciencia del poder que la era digital lanzó. Por un lado, pueden ser más fácilmente tildadas de “hipócritas”, ya que ponen énfasis en la transparencia, aunque también son conscientes de que, en el mundo político y de los negocios, no todo puede transparentarse. La frase “que parezca un accidente” trae cierta tranquilidad a las democracias occidentales, excepto que deseen mandar un mensaje claro. Por algo, todavía mantienen las llamadas operaciones encubiertas, tal como reveló Snowden.
He aquí el dilema de las “democracias”. El extenso programa de “transparentamiento” de secretos ajenos que llevaba a cabo la Agencia de Seguridad Nacional de EE. UU., o lo revelado por Francis Haugen sobre el modelo de negocios de Facebook que nos hizo “transparentes” a todos, a la vez que permitió opacar a “algunos” según conveniencia o pagos, son ejemplos de ello. La discusión actual que se da sobre la privacidad obliga a reflexionar sobre las consecuencias que tiene la capacidad de transparentar todo y los riesgos inherentes para el funcionamiento de todos los sistemas políticos. Además, las democracias también ponen al servicio de socios no tan democráticos –a veces voluntariamente, a veces por la propia proliferación que conlleva el mundo digital– herramientas poderosas de violación a la privacidad o transparencia “forzada”, como es el software Pegasus. Con la llegada del 5G a la discusión pública, debemos tener presente que la carrera por los secretos de todos ha comenzado.
*El autor es profesor de Relaciones Internacionales UBA-UCEMA
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