En estos tiempos destemplados, surgen casi a diario disputas intelectuales y enfrentamientos académicos entre teorías contrapuestas –muchas de ellas refutables–, pero que adquieren una desenfrenada velocidad. Esto ocurre, fundamentalmente, por la simplificación del lenguaje que caracteriza a las redes sociales. Una de esas teorías, que se opone a otra que sostiene exactamente lo contrario, postula que la humanidad se estaría volviendo “más tonta” y que sería comprobable un sostenido descenso del coeficiente intelectual ya desde buena parte del siglo XX.
De seguir ese camino, podrían cumplirse las predicciones de la película de Mike Judge, La idiocracia (2006), donde, a través de un experimento, un individuo absolutamente mediocre es hibernado durante 500 años y, transcurrido ese tiempo, despierta en una sociedad absolutamente idiotizada y pasa a ser el más inteligente del planeta.
Ironías aparte, entre polémicas, cálculos y opiniones científicas de todo calibre, hoy se analiza la posibilidad concreta de detectar cómo progresa la inteligencia entre los humanos. Podríamos detenernos acá mismo y discutir qué entendemos por “inteligencia”, ya que, en el rubro emocional, el progreso ha sido tan pobre como la indigencia misma.
Simplificando la discusión básica, veamos qué dudas surgen en la estandarización de este concepto. Resulta que han empezado a detectarse cambios evidentes vinculados al aumento del coeficiente intelectual –siempre creciente–, que provocaron alarma y generaron múltiples análisis que ponen en discusión a la que se creía que era una “verdad revelada” e indetenible hacia el futuro.
“EFECTO FLYNN”: EL CONSTANTE INCREMENTO DEL COEFICIENTE INTELECTUAL
La teoría de base nace hace casi 40 años, con la investigación del intelectual neozelandés James R. Flynn sobre el sorprendente incremento del coeficiente intelectual a lo largo de docenas de años. Este psicólogo y filósofo de la Universidad de Otago revisó las pruebas de coeficiente intelectual de viejos manuales americanos en 1967, 1992 y 2017, y al compararlas, con 25 años de separación entre una y otra, notó que quienes hacían el test viejo sacaban una nota muy superior al test de un cuarto de siglo antes.
Flynn dedujo entonces que, en cada oportunidad, las pruebas aumentaban el índice de dificultad. A esto se lo denominó posteriormente el “efecto Flynn”. Al mantener un estándar de 100 y aumentar siempre la exigencia, los resultados mostraban que cada generación se volvía más inteligente que la anterior. Es curioso observar que Flynn atribuye este cambio profundo y constante al hecho de que la educación y la propia sociedad lograron salir de lo “concreto” y empezaron a desarrollar lo “abstracto”. Las dificultades que el pragmatismo generaba en aquel entonces impedían establecer hipótesis de cualquier tipo.
En sus charlas TED de 2013, que pueden mirarse en YouTube, Flynn señalaba que el cambio tenía fuerte relación con un factor determinante. En 1900, solo el tres por ciento de los estadounidenses tenían trabajos que exigían esfuerzo intelectual, mientras que, muchos años después, esa cifra trepaba al 35 por ciento.
Flynn y otros especialistas proponen ideas que completan las razones multicausales que la temática tiene. Las mejoras en salud y alimentación, la reducción de los núcleos familiares extendidos, la disponibilidad de mayor tiempo libre y hasta la proliferación de la luz eléctrica en la mayoría de los centros urbanos explican, en cierto sentido, el aumento del coeficiente intelectual durante décadas.
EL CAMBIO DE TENDENCIA: UN GIRO EN U
No obstante, esta afirmación, sustentada en los datos, trajo gran controversia en los últimos tiempos, al corroborarse un detenimiento de la línea creciente en las pruebas de coeficiente intelectual e, incluso, en muchos lugares, una importante caída. La evidencia muestra que esa merma se daba mayormente en los países más desarrollados, allí donde se había iniciado el acelerado crecimiento.
Sin embargo, en países en vías de desarrollo, como Brasil, Libia, Sudán, Argentina y Estonia –incluida España hasta fines del siglo XX–, la curva continúa creciendo, aunque sigue habiendo mucho por hacer en cuanto a procesos educativos. Pese a todo, según qué intelectual lo analice y de qué especialización se trate, esto da motivo a explicaciones casi siempre razonables, pero seguramente incompletas, que merecerán nuevos y más concienzudos análisis a lo largo del tiempo.
Hoy, el efecto Flynn ha dado un giro en U y, de repente, volvemos a la observación vinculada a la ausencia de abstracción, uno de los fenómenos más marcados que reaparecen en nuestra sociedad del siglo XXI. Eso nos vuelve más básicos, elementales y renuentes a resolver cuestiones complejas, que requieren mayor atención y dedicación.
Una de las primeras personas en revelar las causas de este enmarañado problema es Christophe Clavé, profesor parisino y autor de Los caminos de la estrategia. Entre las múltiples causas de este fenómeno, está el empobrecimiento de la lengua y del léxico, no solo del vocabulario, sino de los matices de significado que se necesitan para elaborar pensamientos complejos. Y sin pensamientos –complejos o simples, incluso–, no hay razonamiento crítico.
Pareciera claro –o, por lo menos, más claro en este panorama desalentador– que la pobreza del lenguaje, la falta de variación léxica y de opciones lingüísticas, así como la ausencia de una buena gramática y de una apropiada decodificación de textos –aun cuando sean sencillos–, nos empujan a una pobreza intelectual alarmante.
LAS REDES SOCIALES Y LA AUSENCIA DE UN PENSAMIENTO COMPLEJO
Si las generaciones actuales van por la vida utilizando tan solo 700 a 800 palabras para comunicarse, pocas chances tienen de elaborar algo medianamente complejo. ¿Sutilezas? ¿Ironías? ¿Doble sentido? Desafortunadamente, todas cosas del pasado. Los extensos textos de los “clásicos” de hoy están plagados de letras en mayúscula (la manera que han encontrado de representar los gritos en WhatsApp), del insulto fácil y del emoji que todo lo dice. Mientras tanto, nos quedamos esperando el like de aprobación tan deseado e imprescindible para ser alguien en la vida.
Fedor Dostoievski, Gustave Flaubert, Miguel de Cervantes, Franz Kafka u Oscar Wilde llorarían sin consuelo en este siglo XXI, que nos apabulla con los riesgos y desafíos de los avances tecnológicos y con un mundo nuevo a la vuelta de la esquina, de acá a 2030. La pregunta que inevitablemente surge de todo esto es si entenderemos ese mundo, si sabremos de qué se trata y qué fin tendrán nuestras vidas y las de nuestra descendencia.
Y en cuanto a los líderes que elegimos para gobernarnos, deberíamos confiar en que buscarán soluciones y equilibrio para el futuro. El tema está en que, lamentablemente, la gran mayoría son expertos en política, negocios, empresas o en derecho, pero en lo que respecta al problema crítico del ahora son, seguramente, los que le piden a su hijo que les sincronice Spotify. Un verdadero drama, con consecuencias que aún no podemos cuantificar.
*El autor del texto es el director de Revista DEF
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