La salida de las tropas estadounidenses y de sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) determinó el regreso de los talibanes al poder en Kabul. Sin embargo, cuando parecía que la situación tendía a estabilizarse, la campaña de atentados de la rama local del Estado Islámico echó por tierra cualquier esperanza de paz en este estratégico país de Asia Central.
A fuerza de atentados, el Estado Islámico en la provincia de Jorasán –más conocido por su sigla en inglés “ISIS-K”– busca complicarles la vida a los propios talibanes. El problema no es solo local; las autoridades de Washington aseguran que el grupo estaría en condiciones de atacar el suelo de EE. UU. en el corto plazo.
En su último informe, DEF explica por qué esta organización es hoy la amenaza terrorista que más preocupa a EE. UU. y sus aliados en el mundo.
ORIGEN LOCAL, MENTALIDAD GLOBAL
¿Cómo surgió el ISIS-K? En 2014, un grupo de disidentes de la filial paquistaní talibán cruzó la frontera hacia Afganistán y estableció allí las bases de la organización. Su principal bastión está en la inhóspita provincia de Nangarhar, y sus hombres llegaron a utilizar los mismos túneles en las montañas de Tora Bora, donde se ocultó Osama Bin Laden tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Si bien el ISIS-K comparte la misma interpretación extrema del islam de los talibanes, el grupo se distanció de estos últimos por considerarlos demasiado “moderados”. Además, ya desde su propio nombre, el Estado Islámico en la Provincia de Jorasán reivindica su proyección más allá de las fronteras afganas. Su objetivo es instaurar un califato en la región del “Antiguo Jorasán”, que incluye zonas del noreste de Irán, Pakistán y otros países de Asia Central.
En 2016, el ISIS-K alcanzó su mayor dimensión, cuando llegó a tener entre 3000 y 4000 combatientes. Este período de auge se prolongó durante los dos siguientes años. En 2018, fue considerado por los expertos como el cuarto grupo terrorista más violento a nivel global.
ISIS-K: EXTREMISMO SIN CONCESIONES
Cuando, en febrero de 2020, los talibanes firmaron los acuerdos de Doha con Estados Unidos, el ISIS-K decidió redoblar su apuesta. Sus líderes consideraron que no había compromiso posible con quienes ocupaban su territorio. Se intensificaron, entonces, los ataques contra las tropas “ocupantes” y contra los propios civiles afganos. Sus blancos preferidos son las mezquitas de la minoría chiita, hospitales y escuelas a las que concurren niñas afganas. En este punto, se muestran intransigentes: nada de educación para las mujeres, algo que los talibanes ya habían puesto en práctica en su primer gobierno y que ahora parecen estar dispuestos a revisar.
El problema es que los talibanes están buscando limpiar su imagen internacional y evitar lo que les sucedió en su anterior experiencia en el poder, entre 1996 y 2001. Entonces, ¿qué representa el ISIS-K para ellos? Se trata, tal como señala el analista del programa sobre Asia del German Marshall Fund, Andrew Small, de un “clúster que reúne a facciones más extremistas o facciones” con un tipo de agenda distinta de la de los talibanes. “Algunos de estos grupos van a buscar reforzarse y consolidarse. Ya lo vimos en Siria con grupos afiliados a Al-Qaeda y al ISIS. Esto puede crear tensiones al interior de los talibanes o tensiones con actores externos”, alerta este experto, en diálogo con DEF.
El atentado en las afueras del aeropuerto de Kabul, el pasado 26 de agosto, mostró las intenciones más oscuras del ISIS-K y las dificultades de los talibanes para ponerles un freno. El ataque suicida se produjo en pleno proceso de evacuación de las tropas de EE. UU. y de la OTAN, en el lugar más protegido de la capital. El saldo fue de 183 muertos, entre ellos 13 soldados estadounidenses, y 150 heridos.
ESTADOS UNIDOS, EN LA MIRA DEL ISIS-K
Con la salida de las tropas estadounidenses del terreno, la Inteligencia en Washington sigue preocupada por las actividades de esta organización terrorista, no solo en Afganistán y en sus países vecinos. En su última comparecencia ante el Comité de Servicios Armados del Senado, el subsecretario de Defensa de Estados Unidos, Colin Kahl, reconoció que “tanto el ISIS-K como Al-Qaeda tienen intenciones de desarrollar acciones extremas, incluidas acciones contra el suelo estadounidense”. Añadió que podrían estar en condiciones de desarrollar la capacidad para llevar a cabo un atentado en EE. UU. “en un período de seis a doce meses”.
La gran pregunta que se hacen los analistas internacionales es si los estadounidenses están dispuestos a colaborar con los talibanes para luchar contra este nuevo grupo, que se convirtió en un dolor de cabeza tanto para Washington como para los nuevos patrones de Kabul. Tampoco está claro si los talibanes, luego de haber conseguido la salida de las tropas extranjeras, estarán dispuestos a trabajar con Estados Unidos. En este último punto, tal como advirtió Andrew Small, sus bases más radicalizadas podrían terminar desertando y pasar a engrosar las filas del ISIS-K.
Este es el mayor dilema que enfrenta hoy Occidente. Nadie quiere que se repita un 11 de septiembre de 2001. Ni las grandes potencias, ni los talibanes. Ahora bien, después de 20 años de una guerra estéril, es poco probable que alguna potencia internacional esté dispuesta a arriesgar tropas en el “pantano” afgano, un territorio que, a la luz de la historia y de la ferocidad de sus combatientes, pasó a ser conocido como “el cementerio de los imperios”.
Tampoco es cómodo para Rusia, China o Irán que Afganistán se convierta nuevamente en un vecino inestable, con posibilidades de irradiar violencia y extremismo hacia toda la región. Los próximos meses serán claves para determinar qué grado de legitimidad conseguirán los talibanes y qué tipo de ayuda recibirán de la comunidad internacional para contener la violencia del ISIS-K, un grupo que amenaza la paz mundial.
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