Los atentados del 11 de septiembre de 2001 resignificaron categóricamente la estrategia contraterrorista contemporánea, asignando al combate de la financiación del terrorismo un lugar prioritario en la agenda global. El 28 de septiembre de ese año, el Consejo de Seguridad de la ONU dictó la Resolución 1373 (2001), que estableció que todo acto terrorista internacional constituye una amenaza para la paz y la seguridad internacionales, ordenó que todos los Estados reprimieran la recolección y provisión de fondos para la comisión de estos hechos y congelasen los activos de los autores de estos delitos y de todos aquellos individuos o entidades designados por el nuevo comité que la propia norma creaba. Como medida adicional, el Grupo de Acción Financiera (GAFI) estableció una serie de nuevas recomendaciones especiales para luchar específicamente contra la financiación del terrorismo. Se sentaron así las bases para que los países de la sociedad mundializada establecieran un verdadero “sistema nacional” que fuera capaz de provocar la disrupción efectiva de los flujos financieros que alimentaban a la insurgencia terrorista en cualquiera de sus formas.
La condensación de este nuevo campo de intervención técnico-política permitió, de modo retrospectivo, echar luz sobre el presupuesto que Osama Bin Laden había logrado consolidar en los años previos al gran ataque –calculado en unos 30 millones de dólares anuales– y que le permitió solventar los costos operativos que conllevaba su tarea mesiánica. Respecto del fundraising de Al-Qaeda, ofreció un mejor entendimiento sobre el papel que tuvieron los donantes privados del Golfo que apoyaban el wahabismo radical y la red de ONG caritativas que recibían –y reasignaban– las contribuciones de los fieles del islam. Por último, brindó una visión más precisa sobre los canales alternativos de remesas de fondos (hawalas) que, junto con el transporte transfronterizo de bienes, permitían a los financistas una movilidad segura del dinero. En cualquier caso, la estructuración y el fortalecimiento del combate a las finanzas del terrorismo pusieron en contexto la sorprendente transformación que el 11-S significaba como registro de un acontecimiento dramático: con un proyecto cercano al medio millón de dólares, un grupo de yihadistas habían cambiando definitivamente el sentido de lo que se denominaba el “orden mundial”.
Argentina adhirió al programa de estandarización normativa e institucional que suponía la nueva lucha contra el terrorismo y su financiación, pero sin ninguna estrategia racional que le permitiera comprender el lugar que podía ocupar en el mapa diseñado por EE. UU. y sus socios más poderosos. El trasfondo era el débil compromiso ético que podía ofrecer en esta cruzada mundial un país que, a fines de 2001, enfrentó la crisis económica, política y social más aguda de su historia. La singularidad argentina se terminaba de configurar con la tragedia que significa haber sufrido, años antes, los atentados contra la Embajada de Israel (1992) y la AMIA (1994), sin haber podido estructurar una respuesta judicial y diplomática severa y consistente para mitigar el impacto que generó la sórdida impunidad que siguió a los ataques.
Sin embargo, el país se acopló como pudo a esta materia, forjada en la fragua de la globalización técnica y científica: ingresó como miembro pleno a GAFI en 2000, justo en el momento en el que este organismo ampliaba su mandato sobre esta materia. Las evaluaciones mutuas a las que se sometió, en 2004 y 2010, mostraron sus debilidades institucionales en este campo, impulsaron reformas y generaron algo de conciencia sobre la importancia del tema. En los 20 años que transcurrieron desde el 11-S, el Congreso aprobó casi la totalidad de los instrumentos internacionales contra el terrorismo, así como numerosas leyes que han ido conformando una arquitectura normativa en sintonía formal con las directivas internacionales. El Decreto 1225/2007 aprobó la primera Agenda Nacional en esta esfera, la Ley 26734 incorporó el delito de “financiación del terrorismo”, el Decreto 918/2012 reguló la confiscación de bienes, se creó la Coordinación para el Combate de la Financiación del Terrorismo; se estableció el Registro Público de Personas y Entidades vinculadas a Actos de Terrorismo y su Financiamiento, designándose a Hezbollah como “organización terrorista” y se firmaron, además, memorandos de entendimiento con otros países, mejorando la confianza entre las jurisdicciones.
Persisten, no obstante, problemas serios cuando se evalúa la efectividad de las medidas. En primer lugar, no existe una cabal comprensión de los riesgos de financiación del terrorismo que enfrenta el país y la región, en especial, en la Triple Frontera. En segundo lugar, la coordinación interinstitucional carece de facultades y recursos necesarios para que las agencias estatales especializadas y los “sujetos obligados” desarrollen una estrategia común. Tercero, los mecanismos de intercambio y la diseminación de información financiera no se encuentran debidamente regulados. Cuarto, las fronteras porosas impiden el control del transporte físico de dinero, en particular, en el norte y el noreste. En quinto término, la supervisión de las organizaciones sin fines de lucro en manos de autoridades provinciales fragmenta el debido monitoreo de sus operaciones. En sexto lugar, no existe una legislación especial que criminalice los actos terroristas, permita la utilización de técnicas especiales de investigación y un uso racional de la información de inteligencia en el proceso penal dificulta la aplicación de sanciones a los responsables. Y, por último, no se ha logrado congelar ningún activo vinculado al terrorismo.
Frente a este enemigo más diseminado, oculto pero igualmente agresivo, nuestro país, aun habiendo perdido buena parte de su influencia relativa, continúa siendo un actor imprescindible en el oscilante concierto actual del Cono Sur. Paradojalmente, para dar cuenta de este desafío contemporáneo, Argentina deberá resolver el grave problema que la mantiene anclada en la tradición de la primera modernidad: cómo evitar que millones de jóvenes pobres (7 de cada 10) queden a merced de poderes fácticos y utopías de salvación que, con muy poco, pueden conducirlos al odio y la violencia extremos.
*El autor de esta nota es director del Centro sobre Seguridad Hemisférica, Terrorismo y Criminalidad Financiera (UBA) y escribió este artículo para la edición impresa DEF.
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