El movimiento es difícil de localizar: se esparce como polvo por las vías digitales y emerge, cada tanto, en manifestaciones que no tienen nada de aisladas. En Londres, un grupo de manifestantes se reunía en la puerta de la Agencia Regulatoria de Medicinas (MHRA) británica, por su decisión de aprobar las vacunas del COVID-19 de Moderna y Pfizer en niños de 12 a 15 años. En Eslovenia, un grupo de 20 personas tomó por asalto un canal de televisión pública, la RTVS, y exigió que se diera voz a sus teorías sobre la inexistencia del coronavirus.
En los movimientos conspiracionistas angloparlantes se destacan figuras que sintetizan las creencias de una multitud cada vez menos anónima; a veces incluyen el COVID-19 de forma tangencial, otras de forma central. Piers Corbyn es negacionista del cambio climático y considera que el COVID-19 es una broma; David Icke sostiene que una casta de reptiles encubiertos domina la trágica maquinaria del mundo. En Francia, un documental alegaba que la pandemia es un invento de las elites políticas para instaurar un nuevo orden. Tuvo 2,5 millones de visitas en tres días. En Estados Unidos, confluyen en la sigla QAnon la idea de un gobierno regido por pedófilos y que Donald Trump es el redentor destinado a desbaratarlo.
Las versiones alternativas de la realidad no son nuevas: sin ir más lejos, todos recordamos la historia de que Paul McCartney está muerto y fue reemplazado por un doble, o de que Elvis Presley vive en Kalamazoo, Michigan. La teoría de la dominación reptiliana y la versión del doble de Paul McCartney tienen un punto en común: surgen y circulan en internet. Con la velocidad del rumor, pasan de foro en foro y las versiones se van puliendo como un diamante. Pero hay una diferencia crucial: la teoría conspirativa involucra un orden y una reacción de carácter político.
CONSPIRACIÓN Y COVID-19
Una vez descubierta la vacuna y resuelta su distribución, el problema es otro: aplicarla. Ahora mismo, el sistema público de salud de los Estados Unidos se enfrenta al desafío de convencer a quienes mantienen cierta distancia y a quienes las rechazan de lleno. Según The Kaiser Familiy Foundation, a fines de febrero, solo el 55 % de los adultos estadounidenses se había aplicado la vacuna o tenía interés en hacerlo cuanto antes. En el lapso que va de febrero a mediados de septiembre, el porcentaje es el mismo: el resto se divide entre quienes se negaron de forma rotunda y quienes quieren “esperar y ver”, una cifra preocupante si se tiene en cuenta que, para alcanzar la inmunidad de rebaño, se requiere un 90 por ciento de población vacunada.
Los grupos que se oponen a la implementación de las vacunas contra el COVID-19 son heterogéneos: hay quienes niegan la existencia del virus, hay quienes la reconocen pero consideran que la vacuna conlleva más peligros que soluciones. Sin embargo, desde los más extremistas, que sostienen que la pandemia es un invento de Bill Gates para conquistar el mundo, hasta los escépticos moderados comparten la visión de que hay un plan “oficial”, un complot que busca el sometimiento de la ciudadanía.
El movimiento no es nuevo: en 1772 ya había manifestaciones religiosas contra la vacuna de la viruela; en 2019, la Organización Mundial de la Salud catalogó a los grupos antivacunas como una de las principales amenazas a la salud mundial. Pero con internet y redes sociales como principal puerta de acceso al mundo, las cosas toman otro color.
OBJETIVO ANTIVACUNAS: MATEN AL MENSAJERO
Las miradas apuntan al mensajero. El debate lleva algunos años, pero se actualiza con mínimas correcciones cuando aparece otro tema que se ajusta al molde de la discusión: ¿qué responsabilidad tienen las redes sociales sobre lo que circula en sus plataformas?
El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, señaló en julio que “la desinformación en Facebook sobre el COVID-19 está matando gente”. Sin embargo, las principales redes sociales llevan años de guerra contra las fake news; de ahí las leyendas que advertían sobre la información errónea o sesgada en los tuits del expresidente Donald Trump. Es una guerra de difícil victoria porque las armas de los mensajes efectivos, sean verdaderos o falsos, no son racionales sino emocionales.
“Nuestras reacciones en redes sociales se explican por factores cognitivos tanto como afectivos”, señaló a DEF Natalia Aruguete, investigadora y coautora junto a Ernesto Calvo de Fake news, trolls y otros encantos. “En ese sentido, la dimensión emocional juega un papel importante, dado que no alcanza con el propósito informativo que tenga una narrativa en la circulación digital, sino que, cuando emitimos, respondemos y compartimos mensajes, lo hacemos movilizados por cómo estos mensajes nos interpelan afectivamente. Por esto es que nuestra reacción frente a una noticia falsa no es muy distinta de nuestra respuesta frente a una información verificada”. Si el mensaje es lo suficiente llamativo y sencillo como para explicar los resortes ocultos que rigen el mundo, puede aplacar la incertidumbre y la impotencia de vivir en un mundo demasiado complejo.
DIOS LOS CRÍA
Al problema de la efectividad emocional de los mensajes conspirativos se suma otro: en las redes sociales prolifera la conformación de comunidades con usuarios que comparten gustos, intereses y pasiones. Entre ellas, la pasión por las fake news. La solidez de la comunidad se asienta en buena parte sobre la política algorítmica: según el autor Eli Pariser en su libro El filtro burbuja, a cada usuario se le muestra un entorno digital acorde a sus intereses para que pase más tiempo en la plataforma.
Y así, la comunidad crece y se retroalimenta: en los comentarios de YouTube, en las fotos que se viralizan, en el slang que comparten quienes de alguna manera se sienten amigos aunque no se conozcan. ¿Cuánto puede censurar Facebook o Instagram la información falsa sobre vacunas y COVID-19 una vez que la comunidad está formada? Poco: si es verdad que Dios los cría y el viento los amontona, no es menos cierto que el viento también incentiva a los usuarios a migrar en busca de la libertad.
Cuando la cuenta de Twitter de Donald Trump fue suspendida, después de la toma del Capitolio, una multitud de golondrinas republicanas migró a Parler, red social que consiguió ocho millones de usuarios en una semana. El secreto de su éxito es que se presenta como una plataforma de “libertad de expresión” porque prescinde de verificadores de hechos y no aplica filtros contra las fake news. En la descripción de la red, se lee: “Hablá con libertad y expresate abiertamente”.
El fenómeno migratorio es común en el mundo de las plataformas. De hecho, ya se puede hablar de un circuito. Primero, la red social alberga una cantidad de usuarios que comparte contenido xenófobo, racista o pornográfico. Luego, la empresa es obligada a moderar los comentarios por razones legales o porque los inversores que se van sumando no quieren riesgos; en consecuencia, los usuarios migran a una plataforma más chica. Ocurrió en 2018 con Tumblr y con Patreon, ambas plataformas que crecieron por la difusión de contenido adulto y que, más tarde, se vieron obligadas a prohibir el tipo de contenido que las hizo grandes.
UN PROBLEMA DE DIFÍCIL SOLUCIÓN
¿Cómo desactivar la circulación de teorías conspirativas? En 2019, Facebook limitó a cinco el número de personas a las que se puede enviar un mensaje grupal por WhatsApp. En la plataforma propia de Facebook, 15.000 moderadores trabajan para reducir al mínimo las noticias falsas. En enero, Twitter suspendió 70.000 cuentas relacionadas a QAnon. En 2019, YouTube bloqueó la posibilidad de que quienes difunden información falsa sobre vacunas puedan cobrar por los anuncios. Pero el contenido, por más que pueda ser denunciado y bloqueado, no es más que un síntoma de otra cosa: un profundo descreimiento en la ciencia y en las autoridades.
El panorama es complejo. Nada indica que las comunidades antivacunas vayan a debilitarse; al contrario: con los efectos de las vacunas a su favor, podrán alegar que al final la pandemia no era para tanto. Biden entendió que no es Facebook quien mata gente, sino la falta de vacunación, y que la respuesta no es tan sencilla. En Argentina y en el mundo, el movimiento antivacunas no se limita a sectores analfabetos o alejados de la ciencia: con una agenda y fuentes paralelas, organizaciones como Médicos por la Verdad demuestran que el problema es mayor de lo que parece.
Hay una paradoja: censurar contenido implica reforzar la teoría del complot sobre los grandes medios y los centros de poder. Desplazar a los extremistas de la discusión y dejarlos hablando solos en plataformas casi clandestinas conlleva un riesgo alto: descubrir, una mañana nublada, que un candidato ultraconservador sabe leer estos signos y los lleva a la arena política.
* Esta nota fue escrita por un periodista de la redacción de DEF.
SEGUIR LEYENDO: