El 11-S, primer ataque armado externo sufrido por EE. UU. en su territorio metropolitano en casi dos siglos, tuvo enormes efectos en el campo de la seguridad internacional. Y tuvo un protagonista claro, Osama Bin Laden, líder de la organización Al-Qaeda. Este grupo simbolizó un nuevo tipo de terrorismo, diferente y mucho más letal que sus versiones anteriores: un terrorismo de base religiosa, alcance global, descentralizado y autónomo.
Los orígenes de ese grupo se remontan a la invasión soviética de Afganistán. Osama, un millonario saudí, financió el traslado a suelo afgano de miles de voluntarios musulmanes de diversa procedencia, y su entrenamiento en combate, para repeler al Ejército Rojo. Terminada la contienda, la mayoría de esos “combatientes afganos” altamente radicalizados volvieron a sus países de origen con la intención de continuar allí con esa yihad, que adoptaría características específicas e intransferibles en función de las particularidades locales. Proliferaron así organizaciones que apelaron a metodologías terroristas a partir de considerandos religiosos, desplazando a la ideología y a la narrativa de la “liberación nacional”, propia de la Guerra Fría. Otras entidades no estatales que se ajustaban a esa matriz, y aún se mantienen activas, eran el brazo armado de la organización chiita libanesa Hezbollah y el movimiento Hamas, palestino sunnita, vinculado con la Hermandad Musulmana. A falta de vocablos más apropiados, los académicos oportunamente caratularon a estos actores como “fundamentalistas” (Eric Hobsbawn) o “integrismos” (Roger Garaudy). Hoy, un mayor conocimiento del fenómeno permite tipificarlos de manera más ajustada como variables de un “salafismo yihadista”.
Sin embargo, esos veteranos permanecieron subordinados a Osama Bin Laden, quien mantuvo el liderazgo estratégico del movimiento, primero desde Arabia Saudita y luego desde Sudán. Cerrando el círculo, se radicaría en Afganistán tras el triunfo talibán en la dura guerra civil que siguió a la retirada soviética. Con estos antecedentes, Al-Qaeda continuó expandiéndose hasta transformarse en algo más que una organización: mutó en una red o cluster de grupos o entidades, presente en diferente grado en decenas de países. En esos momentos, especialistas en la cuestión comenzaron a hablar de la “globalización del terrorismo” como su estadio más avanzado.
A lo largo de ese proceso de expansión y en forma previa al 11 de septiembre, en forma directa o a través de filiales, la conducción de Al-Qaeda ejecutó numerosos golpes contra EE. UU., tempranamente identificado como “enemigo”. Aliados de Washington en las campañas bélicas de Afganistán e Irak, tras el 11 de septiembre de 2001, también fueron blanco de las acciones de Al-Qaeda: tales fueron los casos de Madrid en 2004 y Londres en 2005. En ambos casos, ubicados a miles de kilómetros de los frentes de combate de Medio Oriente y Asia Central, los terroristas fueron ciudadanos locales: “el enemigo en casa”.
Con el antecedente de Al Qaeda en la década anterior, en el decenio que protagonizó el Estado Islámico de Irak y el Levante se volvió a elevar la vara del terrorismo. El grupo exhibió un radicalismo religioso aun mayor que su antecesor e igual grado de autonomía económica, producto de diferentes fuentes de financiamiento, incluidas la venta de petróleo y la comercialización de material arqueológico en los circuitos ilegales. Además, evidenció un magistral empleo de los medios de comunicación y de Internet para publicitar sus acciones, difundir su prédica, amedrentar a sus adversarios y reclutar nuevos miembros. La reinstauración del Califato, anunciado por su líder Abu Bakr al-Baghdadi tras la conquista de Mosul en junio de 2014, produjo la adhesión de decenas de miles de musulmanes en diferentes partes del globo. Así, volvió a recrearse una red terrorista global, descentralizada y autónoma con nodos en al menos una veintena de países del Magreb y Sahel, Medio Oriente y Asia.
Una importante proporción de adherentes fueron oriundos de Europa Occidental. Muchos de ellos viajaron a Siria e Irak para combatir en las filas de la organización, donde adquirieron destrezas que luego aplicaron en sus países de origen, a los cuales regresaron tras su experiencia bélica. Otros simpatizantes nunca abandonaron sus lugares de residencia, pues recibieron capacitación e instrucciones del grupo a través de diferentes redes sociales. En ambos casos, se reiteró el escenario del “enemigo en casa”, ahora con los llamados “lobos solitarios”. Este formato, dirigido siempre hacia la población civil, hizo sentir sus efectos en ciudades de todos los continentes, con un saldo de centenares de muertos.
Es cierto que, tras la eliminación de Osama en Pakistán en mayo de 2011, Al Qaeda aceleró su declive. Sin embargo, continúa activa en diferentes regiones, sobre todo en el Magreb y la Península Arábiga. El Estado Islámico, por su parte, perdió su último bastión territorial con la caída de la localidad siria Baghouz en marzo de 2019; empero, gran cantidad de fuentes especializadas reportan su estado activo en el ciberespacio con intenciones de reorganización. Por eso, al momento de escribirse estas líneas, no ha cesado el peligro de este terrorismo radicalizado, global y autónomo, con importante empleo del ciberespacio, que hasta podría intentar el empleo de armas de destrucción masiva. Y como lo comprobó Argentina con la embajada de Israel y la AMIA, ningún país está a salvo de este flagelo.
*El autor es Doctor en Relaciones Internacionales. Profesor e investigador universitario. Profesor del Colegio Interamericano de Defensa.
SEGUIR LEYENDO: