Con la conciencia absoluta de que la humanidad vive un momento único en toda su historia, de que la pandemia en plena crisis y con nuevas olas resulta un acontecimiento de consecuencias aún no mensurables, el estado de perplejidad e incertidumbre planetaria que vivimos es tal que resulta difícil de describir. No existen antecedentes de un hecho global de semejante magnitud: ni las grandes guerras, ni siquiera la gripe española de 1918, que arrastró 50 millones de muertos, nada es comparable con nuestro hoy, con sistemas de comunicación que nos bombardean desde todos los lugares del mundo, con una placa roja constante en los medios, con cifras que alarman minuto a minuto y generan situaciones que impiden ver el mañana y proyectar un futuro.
Quien ha estudiado, aunque sea superficialmente, las tristes historias de quienes, a lo largo de los siglos, han debido refugiarse o migrar de sus asentamientos naturales encontrará siempre patrones que se repiten y que hablan de desesperación, hambre, persecución política y desastres naturales; todos ellos con la pérdida y la muerte siempre rondando junto a un socio inseparable, el miedo. Miedo a lo desconocido, miedo a la persecución, miedo a la violencia. Una larga lista de miedos que se repiten en miles de formas, como la necesidad de migrar, de huir, de refugiarse. Por supuesto que la actual pandemia que afecta a la humanidad no es una excepción a la triste historia de los migrantes, y lo que todos sufrimos en la infinita crisis se multiplica por mil en aquellos descartados que deambulan por el mundo buscando un espacio de paz, pan y trabajo digno.
El lugar común que afirma que una imagen vale más que mil palabras nos remite a un ícono del conflicto sirio, cuando en 2015, la fotógrafa Nilüfer Demir logró captar con la lente de su cámara, entre agua y arena, a Aylan Kurdi, un niño de tres años muerto en la costa suroeste de Turquía, cuando con su familia se dirigía a Grecia huyendo de la guerra más cruel. Como ocurrió ayer con Aylan, hoy recorre el mundo la imagen de Luna, la joven de la Cruz Roja que conmovió al mundo al abrazar y darle de beber a un desesperado inmigrante desplomado y a punto de morir luego de haber llegado a Ceuta a nado desde Marruecos. La imagen se viralizó y atravesó todas las fronteras. Lo curioso del caso es que, así como fue ícono internacional de la migración y la pandemia de este 2021, Luna debió cerrar sus propias redes sociales por la catarata de insultos y mensajes de odio que cuestionaron su humanitario proceder. Son también una constante la xenofobia, el racismo, el odio y las peores bajezas que tenemos los seres humanos, que se multiplican una y otra vez con quienes están desvalidos, hablan otro idioma, son pobres y están desesperados.
Hoy el número de migrantes en el mundo asciende a 272 millones de personas, lo que representa el 3,5 por ciento de la población mundial. Más de la mitad ha elegido como destino Europa o América del Norte. Para ello, han debido transitar largas y dificultosas rutas, como lo demuestran las caravanas de centroamericanos que se dirigen hacia EE. UU. o las precarias embarcaciones que parten de la costa africana y atraviesan el Mediterráneo en dirección a Europa, con suerte dispar. Estos fríos números tienen la cara de Aylan en las playas de Turquía y del joven marroquí en manos de la voluntaria en la costa española. Dos caras, dos personas, dos sueños, dos vidas. ¿Soportaríamos mirar el rostro desolado de 272 millones de personas?
Este es un momento único, en el que se está modelando un mundo nuevo, que ha dejado definitivamente atrás el siglo XX y las dos grandes guerras que dieron forma a un sistema de gobernanza internacional hoy caduco. Si todo cambio trae consigo la incertidumbre, qué decir del hoy, cuando la transformación abarca todos los aspectos de la vida y las expectativas siempre son de muy corto plazo, como consecuencia de los cambios de tendencia geométrica que propone la apabullante tecnología y sus adelantos, que impiden imaginar con seriedad lo que nos deparará, por ejemplo, el año 2030. Aun así, en el terreno de las migraciones, no todas son malas noticias, ya que hubo un cambio significativo e histórico: los Estados miembros de Naciones Unidas concretaron, finalmente, dos hechos extraordinarios y largamente esperados. Por un lado, el Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular y, por otro, el Pacto Mundial para Refugiados. Puede decirse que, por primera vez, convergieron la voluntad de los Estados, la sociedad civil y las organizaciones privadas en pos de un objetivo noble y difícil, que requirió de muchos años de diálogo en todos los niveles y exigió acuerdos difíciles, así como la integración de las diferentes y múltiples realidades del sector. Es probable que los trágicos años que dejamos atrás hayan acelerado el proceso hacia un final feliz, cuando menos, en la fijación de reglas. La pandemia ha causado estragos difíciles de dimensionar y ha provocado dificultades, algunas imposibles de resolver, en millones de personas. Si para un ciudadano común, documentado y legal, todo se ha vuelto complejo –trámites, tratamientos médicos, trabajo, desplazamientos, etc.–, imagínense lo que les sucede a quienes naturalmente sufren restricciones para circular, cierres de fronteras o no cuentan con una mínima tecnología o recursos para desplazarse… La simple realización de un trámite virtual se convierte en una tarea imposible de resolver. El COVID-19 ha dejado desamparadas a millones de personas y la desigualdad se ha manifestado de la manera más atroz conocida hasta la fecha.
Aun entendiendo la complejidad y el flagelo que representa la vida de estos “no ciudadanos” del mundo, queda el aspecto más delicado y terrible de todos: ¡el papel de la política! Porque, en estos tiempos de ira y desesperación, y sin intentar justificarlos, podemos entender la xenofobia que anida en aquellos humildes que ven el peligro de perder el pan de sus hijos por el accionar de inmigrantes cuyas condiciones de trabajo son absolutamente precarias. Insisto, podemos entender, nunca justificar. Sin embargo, en la alta política y en muchos países del mundo, dirigentes inescrupulosos e irresponsables azuzan a sus sociedades para captar votantes a cualquier precio. Culpan a los migrantes de las desgracias, los vinculan al terrorismo y les atribuyen a ellos la falta de la necesaria ayuda social destinada a sus propios ciudadanos, la pérdida de puestos de trabajo y mil pestes que su creciente ineptitud impide solucionar. Nadie niega el extremismo; muy por el contrario, sabemos que debe ser combatido sin piedad. Pero, al mismo tiempo, sabemos que el enemigo no está en quien lleva cubierto el rostro con el hiyab y al que, a veces, se acusa livianamente de ocultar una metralleta entre sus ropas oscuras. Tampoco podemos justificar las razones de los crímenes tribales cometidos en Ruanda y, menos aún, la decisión de las potencias que rechazan en sus puertos a hambrientos migrantes desesperados. Este es un tema de todos, de los hombres y las mujeres de bien que habitamos este castigado planeta. Olvidar los infinitos aportes socioculturales, económicos y cívicos del migrante, y los cambios en la dinámica social que esa movilidad genera, con el objeto de intentar tan solo proyectar una imagen negativa y engañosa, es para los pobres de espíritu y para quienes carecen de memoria.
Todos hemos sido migrantes alguna vez. Quien traiga a la mente las historias de sus abuelos o antepasados entenderá fácilmente qué hubiese querido para ellos en su tiempo. Y esto es lo que deberíamos desear, pedir y actuar en pleno siglo XXI. Hoy nos vanagloriamos de los extraordinarios adelantos tecnológicos que nos llevaron, entre miles de hechos, a secuenciar, por primera vez, el genoma humano con las imprevisibles consecuencias que implica para nuestro futuro. ¡Tardamos nada más y nada menos que 300.000 años! Es absolutamente increíble que, para otras cosas, propias del género humano, permanezcamos tristemente en la prehistoria.
* El autor de este artículo es el director periodístico de DEF.
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