A pasos de la estación de Ituzaingó, a diez metros de donde termina la avenida Rivadavia (sí, esa misma que empieza en la Ciudad de Buenos Aires), funciona uno de los diez centros de vacunación que tiene el Municipio de Morón en el oeste de la provincia de Buenos Aires. Ahí, en el polideportivo Gorki Grana, de lunes a lunes se dan cita cientos de personas para aplicarse la vacuna contra el COVID-19 y empezar a ponerle fin a una pandemia que parece eterna.
Las tribunas del estadio están vacías. La cancha de vóley está llena de carpas y de adultos que esperan recibir una vacuna. En lo que antes era una suerte de hall, funciona una mesa de entrada con tres chicas que les toman la temperatura a los concurrentes y les hacen algunas preguntas de rigor. “¿Tuvo COVID?, ¿tuvo contacto estrecho con alguien que haya dado positivo para COVID-19 en los últimos 15 días?, ¿recibió una vacuna en el último mes?”, preguntan casi en forma ininterrumpida y automática, mientras con una pistolita les toman chequean que no tengan fiebre y los registran en una lista.
La escena anterior se repite minuto a minuto, casi como en un loop sanitario. Lo que también se repiten son los buenos modos. De uno y otro lado. Nadie grita, nadie protesta, nadie se queja. Todos saben que van a poder llevarse eso que fueron a buscar. Adentro, cuatro carpas y varios equipos de auxiliares y enfermeras se preparan para el momento esperado, el del pinchazo.
Desde el 3 de marzo de 2020, el día en el que se confirmó el primer infectado, en Argentina la cifra de los contagiados por coronavirus ya supera los 2.300.000. “Cuando empezó todo esto, mi familia cuestionaba el tema del coronavirus y no creía que fuese verdad. Me decían que no era nada, que todo era un invento; entonces, en esos momentos, yo tenía que explicarles que no, que no era como ellos pensaban”, cuenta Daniela, estudiante de tercer año de Enfermería y vacunadora, sobre el trabajo que tuvo que hacer con su “familia y amigos” para concientizarlos y protegerlos del virus y de la falta de información.
Mientras prepara las dosis, Daniela comenta que vive en Hurlingham y que viaja todos los días cerca de una hora y media de ida, y otro tanto de vuelta. Por las mañanas, estudia. Por las tardes, vacuna. “Cada vez que viene un adulto mayor, la situación es muy conmovedora. Vienen todos muy contentos, algunos bailan, sonríen, otros lagrimean. Todo es muy fuerte”, confiesa con los ojos vidriosos.
Argentina, por ahora, recibió tres componentes de distintos lugares: Sputnik V, de origen ruso; Covishield, que tiene la fórmula de AstraZeneca y es envasada en India; y Sinopharm, de origen chino. Hoy, es el turno de la Sputnik V, y, en el caso de esta vacuna, la cadena de frío es demasiado sensible. Por eso, las dosis están guardadas en un freezer a -22 ºC, y el lugar de su almacenamiento se abre solo dos veces por hora.
Sobre unas mesitas blancas, las enfermeras preparan todo. Daniela dice que algunas personas le preguntan y quieren saber cuál es la vacuna que les van a aplicar, también dice que ella les muestra las cajas sin reparos de ningún tipo: “No entienden mucho, pero yo se las muestro igual”, aclara entre risas mientras toma entre sus manos una cajita escrita en ruso.
A un par de metros, Luis espera su turno. Las canas en el pelo delatan que tiene vividos varios años, y el ambo blanco permite adivinar que se dedica a la salud. En sus ojos hay felicidad, pero también cansancio. Moronense, cuenta que se enteró del turno hace un par de horas y que solo pudo compartir la buena noticia con el remisero que lo llevó al lugar.
Luis explica que quiso anotarse para recibir la vacuna desde el día uno, pero que pudo hacerlo recién cuando vio un instructivo publicado en un grupo de Facebook: “Me descargué la app y la revisaba de tres a cuatro veces por día para ver cuándo me tocaba el turno”.
El auxiliar de Kinesiología suelta con pesar que el año que pasó fue terrible y que casi no pudo trabajar. Agrega que recién en los últimos meses del 2020 volvió a retomar su actividad. “Yo no cobré el IFE (Ingreso Familiar de Emergencia). Fue bravísimo y tuve que rebuscármelas como pude. Trabajé como ayudante en una remisería, cortando el pasto, haciendo changas, pintando, entre otras cosas”, comenta, mientras espera el pinchazo y revela que desea poder abrazar pronto a su papá, quien se encuentra en Italia por un tratamiento de salud.
“Estoy enterado de las noticias en Europa porque hablo todos los días con mi viejo y mi hermana, y la cosa viene realmente muy jodida. El hecho de que estemos acá, para mí, es una posibilidad. Agradezco mucho el sistema público de salud. Creo que no lo valoraba lo suficiente hasta hoy”, confiesa Luis y explica que, recién después de hoy, comenzará a sentirse más seguro cada vez que pueda atender a sus pacientes.
Algunos datos: en el país, la salud es brindada y garantizada por el sistema público, las obras sociales y el sistema de medicina privada. En el último año, Argentina incorporó 4060 camas de terapia intensiva, de las cuales el 77 por ciento pertenecen al sector público y el resto a los otros sistemas. Otro punto por considerar es que el 60 por ciento de las personas que se internaron por COVID-19 en el sistema público contaba con obras sociales o prepagas.
Las jornadas en el polideportivo tienen doce horas y no se frena ni los fines de semana, ni los feriados. Los días empiezan a las ocho de la mañana y terminan a las ocho de la noche, y cuentan con un equipo de profesionales de 40 personas por turno. Desde el municipio, aclaran que la labor es realizada en conjunto con la provincia de Buenos Aires. Según cifras oficiales, al momento de esta nota, en Morón se llevan aplicadas 59.868 vacunas, de las cuales 52.691 pertenecen a la primera dosis y 7.177 a la segunda. En todo el país, la cifra total de vacunados asciende a cuatro millones.
En otra posta sanitaria, dentro del predio, está sentada Silvia, de 53 años. Licenciada en Nutrición, esposa y madre dos hijas adolescentes, comparte la mirada de Luis sobre la dureza del 2020. Para ella, hoy es un día especial: hace seis meses, su padre moría por COVID-19 a los 89 años.
“Por desgracia, el año pasado, mi familia contrajo COVID-19. Nosotros la pasamos levemente, pero creo que contagié a mi papá. Él falleció hace seis meses, un día como hoy, así que será una fecha que quedará en mi historia”, dice con tristeza , pero se repone rápidamente, ensaya una sonrisa detrás del barbijo y agrega: “Esto es muy movilizador. Para mí, la vacuna es una esperanza para todos, para salir del miedo, del encierro, del temor a lo desconocido, es algo que nos va a ayudar a salir a todos adelante”.
La vacuna como posibilidad para terminar con esto y empezar de nuevo. Delia Rosa tiene 83 años. Comenta que fueron sus hijas las que la anotaron en la web y las que la acercaron hoy para que reciba el pinchazo. Así como Silvia, ella también sufrió una pérdida, la de su esposo; aclara que siempre fueron muy felices y que lo extraña mucho, pero que desea poder empezar a restablecer todos esos vínculos que la mantienen con fuerza y ganas de vivir.
“Tenía ganas de vacunarme. A mí, en lo personal, me da lo mismo cualquier vacuna, pero si pudiera elegir me gustaría que me dieran la rusa”, confiesa. Creyente, dice que todas las noches le pide a Dios por la salud de su familia y “para que todas las vacunas sean efectivas”; sin embargo, no deja de agradecer y tener dentro de sus plegarias a los científicos por el trabajo que llevan adelante.
“A mis bisnietos los quiero abrazar mucho, hay uno que tiene dos años. Ese niño es un amor, pero uno no los puede abrazar porque da miedo, y eso me mata. Mis nietos me vienen a ver todos los días, me saludan a través de la ventana y se van rápido a sus trabajos. Después de esto, espero volver a abrazarlos a todos”, suelta Delia, segundos antes de recibir su primera dosis. Una primera dosis que le devolverá la oportunidad de ir a ese lugar donde pueda dar y recibir todo el amor de los suyos.
* Esta nota fue escrita por un periodista de la redacción de DEF.
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