“Imaginaba entender lo que no entendía”: adelanto de las memorias que Beatriz Sarlo dejó escritas

La ensayista, que murió el mes pasado, había entregado “No entender”, donde repasa su vida. Habla de su padre alcohólico y de su madre distante y también del recorrido de su pensamiento. Aquí, detalles sobre el libro y un fragmento

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Beatriz Sarlo y una particular
Beatriz Sarlo y una particular forma de abordar su biografía. Su último libro será publicado en febrero.

Si cuando Beatriz Sarlo murió, el 17 de diciembre pasado, tanta gente tenía mucho para contar, la ensayista argentina también tenía mucho para decir sobre su vida y lo estaba diciendo en un libro de memorias.

Sarlo había nacido en 1942 en Buenos Aires, había estudiado Letras, había militado brevemente en el peronismo y en el Partido Comunista Revolucionario. Había sido profesora titular de Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires, había hecho una vida intelectual y, sin embargo, había logrado cruzar el puente de la Academia y se había convertido, también, en una referente de pensamiento para la opinión pública. Se había hecho famosa fuera de los ámbitos literarios en 2011, durante el kirchnerismo, cuando fue como invitada al programa oficialista 678 y, cuando quisieron ponerla incómoda porque trabajaba para el grupo Clarín, le respondió a Orlando Barone: “Conmigo no, Barone”, y contraatacó. La frase se convirtio en ringtone.

Efectivamente, cuando murió. Sarlo había terminado y entregado a la editorial Siglo XXI su libro No entender. Memorias de una intelectual, unas 250 páginas con fotos personales. Recorre su vida desde chica, habla de su padre, que tenía problemas con el alcohol pero al que amaba. Habla de su madre, con quien tenía una relación distante. Aborda -cómo no- su contacto con el aprendizaje, con el saber. Cómo se forma una cabeza como esa.

“Estas memorias fueron el último gran proyecto de Beatriz”, contó a Infobae su amigo, el arquitecto e historiador Adrián Gorelik. “Ella estaba muy preocupada por encontrar el tono justo, ya que nunca le había interesado hacer una autobiografía y, si la encaraba ahora, era para tratar de entender su propia producción intelectual, sus libros, su costado ‘apasionado y furioso’, como ella misma escribió, frente al acontecer de una vida a la que, en sí misma, no le daba mayor importancia”.

El libro de Beatriz Sarlo
El libro de Beatriz Sarlo que sale en febrero.

Lo había empezado en 2017 y lo había entregado, entusiasmada, a comienzos de 2024. Esperaba ansiosa una publicación que no llegó a ver aunque, contará aquí el editor, trabajó en los detalles hasta el final: el libro saldrá el mes que viene.

“Eligió el hilo del ‘no entender’, aquello que disparaba su incentivo intelectual y que ella pensaba que la había movilizado siempre”, cuenta Gorelik.

La familia, la política

Carlos Díaz, el director de Siglo XXI, que publica el libro, dice que la ensayista dudó antes de emprender una autobiografía: “Empezó a meterse en el mundo de la memoria en otro trabajo, Tiempo pasado. Entonces quiso escribir este libro. Después dijo: ‘No, es una locura. No voy a hacer nada’ y se canceló la idea. Tiempo después la retomó, se puso a escribir y me contó cuando estaba bastante avanzado. Después no estaba muy convencida, no sabía qué hacer. O sea, le dio muchas vueltas a al proyecto hasta que al final, en los últimos años, y se puso a trabajar muy en serio y lo entregó en abril”.

Los editores, claro, son los primeros lectores. Carlos Díaz es una de las pocas personas que ya leyeron esta autobiografía de Beatriz Sarlo aunque, aclara, el trabajo sobre el texto “se lo puso al hombro la editora Ana Galdeano”. Galdeano vio a Sarlo hasta los últimos días y, ya en el hospital, le mostró los avances del libro y las tapas. “Una relación preciosa”, dice el editor.

Entonces Díaz adelanta que la ensayista quiso hacer un libro distinto, quiso dejar de lado los temas de los que tanto había escrito y hablado. “La dimensión política, por ejemplo, aparece de costado, porque habló tanto sobre eso en mil lugares. Acá se dedica a hablar sobre su infancia, sobre su familia, sobre sus parejas, sus años de formación, de militancia”.

Beatriz Sarlo, de niña.
Beatriz Sarlo, de niña.

¿Contaba, consultaba, compartía? “Es un trabajo introspectivo”, dice Díaz. “Habla mucho de la relación con su papá. El papá era alcohólico y ella cuenta lo que era ese papá, al que ella adoraba y admiraba profundamente. Pero en otros aspectos de la vida era un tipo con mil problemas y mil dificultades para salir adelante”.

La madre también es un personaje y tampoco es fácil: “Habla de su mamá, como una mujer que era un témpano con ella, con quien tenía una relación distante. Cuenta hasta cómo la retaba la mamá, las cosas que le decía, cómo la desatendía. Pero habla también de sus tías maestras, que dice que fueron unas tías bárbaras que estuvieron ahí cerca de ella y la acompañaron y la estimularon durante toda su infancia”.

¿Y la política? Llegó de la mano de un tío: “El tío peronista, que fue quien la metió en política”, dice el editor. Y aventura: “Creo que, en su cabeza, necesitaba zanjar cosas de su vida!.

Aquí, un fragmento de No entender.

“No entender”, de Beatriz Sarlo (Fragmento)

Aprendí todo lo que se les ocurrió enseñarme. Tenían el poder de la ley cultural y me habían enseñado a respetarla con insistencia benevolente. Me querían mejor, más completa y preparada de lo que ellos habían sido; que no cayera en los mismos errores, que fuera sabia desde el principio. Un imposible, deseaban. Me sometí a la ley cultural mucho antes de conocerla, como un creyente se somete a la divinidad sin pretender conocer sus atributos. La ley cultural era mi inconsciente, al que obedecía sin saber de qué se trataba, ni cuáles eran sus órdenes ni las consecuencias de mis actos si las desobedecía.

Beatriz Sarlo en 2028. (Nicolás
Beatriz Sarlo en 2028. (Nicolás Stulberg)

Me enseñaron poemas, horribles o mediocres, que aprendí de memoria. La mayoría eran por completo inapropiados, pero justamente por su distancia con lo que yo podía entender o experimentar me gustaban mucho y podía recordarlos: “Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida, / porque nunca me diste ni esperanza fallida / ni trabajos injustos ni pena inmerecida”. Literalmente, no entendía nada. Pero en ese no entender residía toda la promesa futura: cuando por fin entendiera, algo pasaría. Presa de esta esperanza viví parte de mi primera infancia, antes de poder comprender esas líneas de Amado Nervo. El enigma era una adivinanza sin límite a la que había que darle tiempo. En algún momento futuro, yo podría descifrar ese hilo de palabras que, cuando las aprendí de memoria, no me ofrecían ningún sentido.

Me atraía la resistencia del sentido, no su apertura. Entender de inmediato llegó a significar, para mí, que lo que se entendía no valía la pena. Si cualquiera lo entendía al instante, mejor dedicarse a otra cosa, porque era más excitante destruir obstáculos que no encontrarlos. También se podían pasar por alto las dificultades, dejar esos detalles incomprensibles para que el futuro los resolviera o fingir que no existían.

Beatriz Sarlo, en su juventud.
Beatriz Sarlo, en su juventud.

Esto no convierte a alguien en buena lectora, sino en ejecutante de una partitura incomprensible, que se toca al piano solo para comprobar que los dedos aciertan en las teclas. A veces, lo que leía sonaba como si hubiera sido escrito en una lengua extranjera, de la que reconocía palabras pero no significados. Nadie percibía mis dificultades. Nadie me explicó qué era la escuela dominical a la que asistía Tom Sawyer, ni señaló en un mapa el río por el que navegaba Huckleberry Finn. Tampoco yo me preocupaba por saberlo, porque practicaba una lectura veloz y desprolija. De haber encontrado notas explicativas, me las habría salteado, para no detener el avance de la ficción. No era curiosa sino hambrienta. De todos modos, la comida abundaba. Crecí rodeada de adultos convencidos de que su principal, si no única, misión en la vida era educarme. Mi padre, mostrándome los tres tomos de la Historia de San Martín de Bartolomé Mitre, en su primera edición, como si ese acto ya contuviera el deber, el método y el placer de una lectura que, décadas después, me hizo conocer la hazaña del abuelo de Borges en la batalla de Junín. Mis tías, leyendo en voz alta a Mark Twain, en las ediciones a dos columnas de Espasa que sacaban de la biblioteca pública del barrio. Un tío, regalándome a los 12 años la doble colección de novelas de Julio Verne y Salgari, que me venía contando desde mucho antes, cuando alternaba esas aventuras con el recitado incomprensible de alguna serranilla del Marqués de Santillana:

Moza tan fermosa/non ví en la frontera,/com’una vaquera de la Finojosa./ Faciendo la vía/ del Calatraveño/ a Santa María/, vencido del sueño/, por tierra fraguosa/ perdí la carrera,/ do ví la vaquera/ de la Finojosa.

Me fascinaba la palabra “finojosa” porque era completamente desconocida y, sin embargo, evocaba sentidos comprensibles: la vaquera (profesión que sonaba como el femenino de vaquero, que conocía por las películas) era fina y de ojos grandes, rasgo indiscutible de belleza. Una pastora de vacas, hermosa por sus ojos. Listo. Allí había un sentido perceptible, abarcable, casi familiar con las imágenes del cine de Hollywood. El resto también podía asemejarse al argumento de historias conocidas: alguien se enamora de alguien a primera vista, flechazo romántico. Yo imaginaba entender lo que no entendía. Pero seguramente la lectura es eso: ¿cuánto del Ulises, cuánto de Kafka imaginamos en una comprensión tranquilizadora, pero probablemente infiel? ¿Cuántas veces, al releer, descubrimos que la primera lectura fue un tejido de atribuciones y presupuestos inciertos?

Fotos: Cortesía Editorial Siglo XXI

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