Una tarde de julio de 1937, los visitantes que ingresaban al Museo Arqueológico de Múnich eran recibidos por una escena impactante. Las paredes estaban cubiertas de cuadros colgados torpemente, en marcos de madera rústica y algunas obras apenas tocando el suelo. Sobre muchas de ellas colgaban carteles rojos con inscripciones sarcásticas. Esta era la exposición de “Arte Degenerado”, una de las herramientas propagandísticas más contundentes del Tercer Reich para deslegitimar el arte moderno. Joseph Goebbels, Ministro de Propaganda, concibió este evento como una estrategia para consolidar su influencia y desplazar a sus rivales dentro del régimen nazi, especialmente a Alfred Rosenberg.
La cultura en la Alemania nazi
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Cosas como esta analiza el historiador Michael Kater en La cultura en la Alemania nazi, donde se ocupa de cómo el nacionalsocialismo instrumentalizó la cultura para consolidar su poder y justificar sus políticas represivas.
El contexto político en el que se desarrolló esta exposición era complejo. Adolf Hitler había consolidado su poder tras su ascenso en 1933 y buscaba homogeneizar la cultura alemana bajo los principios del nacionalsocialismo. En palabras de Hitler, “El arte no pertenece al individuo, sino al pueblo” (“Die Kunst gehört nicht dem Einzelnen, sondern dem Volk”). Este ideal se tradujo en una campaña agresiva contra el arte moderno, considerado por los nazis como una amenaza bolchevique y judía. La exposición de “Arte Degenerado” incluyó obras de artistas como Emil Nolde, Ernst Ludwig Kirchner y Paul Klee, quienes fueron tachados de “cómplices de la decadencia moral y cultural”.
Adolf Ziegler, presidente de la Cámara de Arte del Reich, fue el encargado de seleccionar las obras que formarían parte de esta muestra. La selección incluía piezas confiscadas de museos y colecciones privadas. Una de las críticas más destacadas durante la inauguración fue publicada en el Münsterischer Anzeiger, que describió las obras como “gritos de horror plasmados en lienzo” (“Schreie des Schreckens auf Leinwand”). La propaganda nazi no sólo buscaba desacreditar el arte moderno, sino también justificar las políticas de persecución contra grupos considerados “indeseables”.
Kater señala que esta exhibición también funcionó como un ensayo de las estrategias totalitarias que serían comunes durante el Tercer Reich. “La denigración del arte moderno no era solo una cuestión estética; era un ejercicio de poder político y cultural” (“The denigration of modern art was not merely an aesthetic issue; it was a political and cultural exercise of power”).
Detrás de esta estrategia también se encontraba un trasfondo económico. Muchas de las obras confiscadas fueron vendidas en el extranjero, generando ingresos que financiaron proyectos del régimen. Por ejemplo, pinturas de Marc Chagall y Wassily Kandinsky se subastaron a precios irrisorios en Suiza, mientras que otras fueron destruidas en actos simbólicos.
Un caso significativo que ilustra la represión cultural nazi es el del director de orquesta Fritz Busch. Tras ser marginado de la escena musical alemana, Busch aceptó un encargo para dirigir una temporada de ópera en el Teatro Colón de Buenos Aires en 1933. Sin saberlo, este viaje había sido orquestado por Hans Hinkel, un agente cultural del Reich, quien buscaba proyectar una imagen de “tolerancia” en el exterior. Durante su estadía en Argentina, Busch fue vigilado de cerca por un espía nazi asignado específicamente para monitorear sus actividades.
En su análisis sobre la participación de artistas bajo el nazismo, Kater destaca que “el régimen operaba bajo una lógica de capricho y oportunismo, castigando o promoviendo según las necesidades políticas del momento”. Esta arbitrariedad afectó a artistas como Adolf Ziegler, quien pasó de ser un protegido del régimen a ser censurado por su trabajo.
Al concluir la Segunda Guerra Mundial, muchos intelectuales alemanes reflexionaron sobre el papel de la cultura bajo el nazismo. Friedrich Meinecke, historiador de renombre, afirmó que el “colapso cultural” del Reich era un reflejo de su decadencia moral. En su ensayo de 1946, calificó al nazismo como “un accidente histórico que distorsionó el curso de la historia alemana”. Sin embargo, esta interpretación fue criticada por minimizar la complicidad de la sociedad alemana en los crímenes del régimen.
La historia de esta “purga cultural” no solo es una advertencia sobre los peligros de la instrumentalización del arte, sino también un recordatorio de la resistencia que muchos artistas mostraron frente a la opresión. El escultor Ernst Barlach, cuyas obras también fueron exhibidas como ejemplo de “arte degenerado”, escribió: “El arte es la última trinchera de la libertad”.
Finalmente, Kater reflexiona sobre las lecciones históricas que ofrece este periodo: “La cultura, cuando es cooptada por regímenes autoritarios, se convierte en una herramienta peligrosa, capaz de moldear y distorsionar realidades enteras”.
Michael H. Kater, autor de La cultura en la Alemania nazi, ofrece un análisis detallado sobre cómo el nacionalsocialismo instrumentalizó la cultura para sus propios fines. Kater, historiador canadiense de origen alemán, ha escrito extensamente sobre la historia cultural del Tercer Reich. Entre sus obras destacan The Twisted Muse: Musicians and Their Music in the Third Reich e Italian Fascism and German Nazism: Comparisons and Contrasts.