Hace un tiempo, una amiga me decía que una civilización se medía por sus adornos. Cuando fabricaban esos objetos QUE NO SERVÍAN PARA NADA era cuando se daba un paso más hacia lo humano. Sobrevivir es algo que, mal o bien, hace cualquier ser vivo. Reconocer emociones, generar diagnósticos sobre el mundo, expresar todo eso o sencillamente buscar ese cosito en el corazón que da el contacto con la belleza, eso es otro precio. Asuntos humanos.
Pienso en esto, por supuesto, porque este 2024 que acaba de dar el portazo, muchas veces estuvo en discusión quién mantenía la cultura, algo que, en definitiva, es una pregunta sobre su papel y su relevancia. ¿A quién le importa si leemos buenos libros, porque ese rato de quietud y contacto con uno mismo... a quién le sirve? ¿A quién le sirve, a quién le reditúa que estemos un rato largo inmóviles frente a un cuadro, viendo detalles, sintiendo algo que puso ahí una mano que muchas veces estaba a miles de kilómetros y a cientos de años de distancia? ¿A quién le conviene que salgamos pensando en nosotros? ¿Que por un rato sepamos que -aunque los tiempos propongan que sí- no somos lobitos disputándose un pedazo de carne sino que nos parecemos entre nosotros más de lo que nos gusta reconocer,l?
Ya saben: salir de viaje, salir a caminar, salir en coche. Poner esa lista de temas y encontrarse gritando que “No me arrepiento de este amor”, porque quién no se ha metido en un amor del que parecía iba a tener que arrepentirse. A mí siempre me hace llorar ese tema que canta Caetano en el que alguien entra en una relación como de casualidad y de a poco se siente “completamente suyo” y se vuelve mejor persona y zas, “entonces venís a hablarme de una pasión inesperada por otra persona”. No me pasó nunca, no es por mí, pero algo me toca. Me lleva más allá del día a día. Me obliga a correr la vista del ombligo.
Leer ficción, ver arte, hacer un rato de inmersión total en el cine o en el teatro, escuchar música y, de pronto, encontrarse pensando cosas inútiles como la muerte, el origen de la humanidad o las estrellas y no temas que sirven de verdad, como si pasó a tiempo el subterráneo o qué tarjeta hay que usar para tener un buen descuento.
Porque esas pasan con la cultura, lo sabe cualquiera que se haya animado a sacarse la careta cínica, a conectarse con su dolor o a llorar de alegría. Pero vayamos un paso atrás. Y pensemos en el centro de esta oración. Pensemos en el verbo “servir”.
“La literatura no tiene ninguna función”, solía decir José Saramago, ese escritor portugués al que le gustaba provocar y que se ganó el Premio Nobel de Literatura en 1998. “Si hay que buscar el sentido de la música, de la filosofía, de una rosa, es que no estamos entendiendo nada. Un tenedor tiene una función. La literatura no tiene una función. Aunque pueda consolar a una persona. Aunque te pueda hacer reír. ¿Por qué buscarle el sentido utilitario?”
Linda idea, claro. Pero, me dirán, ¿quién tiene que pagar por esos goces? ¿Quién tiene que pagar cuando hay gente con hambre y las calles están regadas de colchones que son todo el hogar de miles?
“El ‘proyecto de ilustración’ -escribe el pensador Zygmunt Bauman en su libro La cultura en el mundo de la modernidad líquida.- otorgaba a la cultura el estatus de herramienta básica para la construcción de una nación, un Estado y un Estado nación, a la vez que confiaba esa herramienta a las manos de la clase instruida”. Ahí explica que, después de la Revolución Francesa, esa que derrocó a los reyes y encaramó a los comunes mortales, hizo falta crear ciudadanos. Y para eso, por ejemplo, se organizaron los museos y se le mostró a la gente qué era bueno. Porque pensar en qué comer y donde dormir ya sabían, pero había más para ellos en el mundo, una vez que dejaban a ser de segunda y pasaban a dirigir sus destinos.
Es una falacia y una canallada decir que la cultura es algo de panzas llenas y corazones tranquilos. En la Argentina tenemos ese ejemplo conocido: meses después del estallido de 2001, cuando el país estaba más pobre que nunca, llegó la Feria del Libro. Y esa Feria del Libro fue un éxito de gente y de ventas. ¿Por qué? Porque ahí había algo propio, algo de la identidad, algo que defender.
No es algo argentino, claro. En El corazón helado, una enorme novela de Almudena Grandes sobre la Guerra Civil Española y todo lo que vino después, una de las protagonistas cuenta cómo su abuelo le enseñó a leer a su abuela ya en el exilio, en Francia. Y el cuidado de los españoles porque sus hijos supieran su lengua, sus cantos, el sabor de sus comidas. “Era lo único que les quedaba, la cultura. Educación, educación y educación, decían, era como un lema, una consigna repetida muchas veces, la fórmula mágica para arreglar el mundo, para cambiar las cosas, para hacer feliz a la gente. Lo habían perdido todo, habían salido adelante trabajando en puestos que estaban muy por debajo de sus capacidades, academias, panaderías, centralitas telefónicas, pero les quedaba eso. Siempre les quedó eso”.
La guerra terminó, de a poco o años después muchísimos de esos exiliados españoles volvieron. Siempre les había quedado la cultura porque la tenían. Pero primero hay que tenerla.
¿Por qué un Estado ultracapitalista como Corea paga traducciones de sus obras literarias? “Porque es capitalista”, le dijo a Infobae Sunme Yoon, la traductora de Han Kang, la última Premio Nobel de Literatura. A veces, un Estado paga porque es negocio que su cultura no sea local sino que se vuelva común al mundo, una clave de época, una forma de mirar. Y otra veces paga para que sus ciudadanos se expongan a productos culturales no seleccionados por el mercado. Y paga porque quienes hacen esas obras, además, tienen que afrontar la famosa cuenta del supermercado y el alquiler.
“La religión es la poesía de los pobres”, decía en una entrevista el escritor argentino César Aira. Porque todo el mundo precisa y vive ese “algo más” que la comida, el sexo, el sueño. “Esta es la música que te hace sentir”, cantaba, ayer por 2007, el grupo Los Umbanda. “La música te pone contento”, decían. Tan simple, ¿no?
Porque claro que necesitamos lo básico pero ya sabemos que lo básico también es cantar, es pensar más hondo, es vibrar con historias de otros. Que lo básico es ponerse a leer ese relato contado por alguien que no tiene nada que ver con nosotros y, por un rato, ser otros. Por un rato ser otros ¿no es una experiencia increíble meterse dentro de los razonamientos de otros, de sus sentimientos?
Tan acorazados estamos contra los horrores que vemos, tan protegidos de lo que sentimos, que a veces hace falta, para desarmar esa pared, una forma extraña. Una vez, hace mil años, en una muestra de arte en Centro Cultural Recoleta me dejó temblando una piedra negra, rectangular pero irregular, acostada en el piso. La piedra estaba rajada y eso era todo. Esa cosa dura, pesada, poderosa, pero a la que se le veía la rajadura, el quiebre, me conmovió. Creí entonces que era esa rotura, el punto de debilidad en lo que parece irrompible.
Lo pienso y me vuelve a emocionar. Ojo con abusar de lo que parece eterno. Porque un día... crack.