Hace 20 años, una tragedia sin precedentes en la ciudad de Buenos Aires se cobró la vida de 194 jóvenes. El 30 de diciembre de 2004, cuando la banda de rock Callejeros tocaba el primero de sus temas en el boliche Cromañón, una candela disparada por el público se incrustó en la media sombra que colgaba bajo el cielorraso.
Cromañón. Rock, corrupción y 194 muertos
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A partir de ese momento, el espanto se apoderó de la noche. El periodista y escritor Hugo Martin investigó desde el minuto cero la trama que hizo posible semejante horror. Hace diez años publicó el libro donde quedó demostrado que nadie fue inocente: políticos, funcionarios, policías, músicos y empresarios tejieron la red que mató a los chicos. Por eso él lo llama “masacre”.
El autor, en una entrevista de Infobae, señaló con claridad las principales causas: “Yo digo que fue una masacre y no una tragedia, porque se conjugaron muchos factores para que sucediera. Una tragedia puede ser algo fortuito, accidental. Acá todo se fue concatenando para que Cromañon se prendiera fuego: la aprobación de los planos y la habilitación como boliche clase C que nunca debió existir, los controles de la Ciudad, las coimas a la policía para que hicieran la vista gorda, la falta de salidas de emergencia, la media sombra y el techo que emanó ácido cianhídrico, los nueve matafuegos que no andaban...”
Hoy, el libro —que se basa en la investigación judicial y tiene una entrevista a Patricio Fontanet, el líder de Callejeros— regresa con las historias de sobrevivientes que quedaron afuera de la primera edición, el relato de lo que sucedió en estos diez años con los protagonistas, las novedades que acontecieron en la causa judicial los últimos diez años, qué sucedió con Cromañón luego que le entregaron las llaves a la empresa del dueño que tenía en 2004.
A continuación, un breve extracto de Rock, corrupción y 194 muertos, que edita Leamos, en el que se relata —a través de testimonios que los sobrevivientes hicieron a la Justicia— cómo afrontaron el momento posterior a que el boliche de Once comenzara a incendiarse.
Escapar de una trampa mortal
El drama no discriminó. Cada uno de quienes pugnaba por escapar del incendio tuvo que luchar por su vida a brazo partido. La mayor parte lo consiguió. Otros no corrieron la misma suerte. También los que escaparon tienen una visión particular de los hechos. Un relato propio que no es homogéneo, aunque la brutalidad de los sucesos reitere ciertos patrones de esa noche funesta.
En medio del caos, Sergio Fernando Piñeiro –encargado de la iluminación del recital- batallaba por huir. Él relató que el fuego se propagó en forma veloz: “Primero cayó lluvia sobre la gente, y luego cayeron los colchones de guata y goma espuma que cubrían el techo para acustizarlo”.
El fuego y el humo hacían imposible respirar, y buscó una salida. Pero volvió sobre sus pasos, pensó que lo mejor era apagar el fuego y halló un matafuego. Intentó usarlo, pero no funcionaba. Se quitó entonces la remera y comenzó a golpear las llamas que había alrededor de la consola de luces. Vio cómo todos se chocaban unos contra otros, desesperados, intentando escapar de esa locura. Él mismo quiso hacerlo, pero la cantidad de cuerpos que se agolpaban allí se lo impidió. Entonces, conocedor del boliche, buscó el escenario y la salida de los músicos. En el camino hacia allí, se cortó la luz. Regresó, entonces, a la puerta principal, hasta que se desvaneció.
En la escalera, como parte de la seguridad de Cromañón, estaba Juan Manuel Ledesma. Esa noche perdió a su mujer, Griselda, y a su pequeña hija de diez meses, Mailén. Más adelante contaremos esa historia. Por ahora, digamos que vio en el instante que comenzó el horror, cuando todavía no había navegado su odisea personal. Narró cómo un muchacho joven tiró una bengala de luces de colores hacia arriba. “Bolas de luces, como un fuego de colores”, graficó Ledesma. Precisó –como atestiguaron otros- que una de esas bolas quedó enganchada en la media sombra que adornaba el techo, puesta allí para que no se viera la goma espuma y la guata, colocadas para amortiguar el ruido. En un instante, explicó, agarró ese material “como si fuese nafta… se prendió todo de golpe”.
La gente, contó, se alborotó y comenzó a correr, si es que se podía en esa orgía de muerte, donde no había espacio para nadie. Algunos se arrojaban desde los balcones del Vip, ubicado a cuatro metros de altura en el sector izquierdo del salón, o desde el lado opuesto, donde estaban los baños, y caían sobre el proscenio o sobre los que empujaban en la pista hacia las salidas: “Todo se oscureció y el humo era tremendo. Se desesperaban para salir hacia la puerta”.
Cerca del escenario, se habían ubicado Federico Antón y Diana Tedeschi. Él, como los otros que estaban sobre las vallas que dividían al público del sector destinado a los músicos, comenzó a toser. Saltó hacia el escenario. Una chica lo tomó del brazo y, con angustia, le pidió ayuda. La levantó hacia donde estaba él y le pidió que se tapara la boca, porque no se podía respirar. En ese momento se cortó la luz. Y en esa penumbra de horror, se acostó en el piso, rendido. Volvió en sí cuando sintió que unas manos salvadoras lo llevaban hacia la calle.
En el sector donde había tomado fuego la media sombra se hallaba Leandro Adrián González. Vio, desde el palco, como las chispas habían rebotado, iniciado el fuego en la tela y había comenzado a caer “como una lluvia de plástico prendido”. Presuroso, se quitó la remera y la colocó sobre su boca –como hicieron muchos- para paliar los efectos del humo. Buscó bajar por las escaleras, porque el gas negro comenzaba a descender como una niebla mortal. En ese instante, la marea de gente se le vino encima, y en vilo, sin poder apoyar los pies en el piso, apareció en el fondo del baño de las mujeres. Allí, como pudo, abrió la canilla para mojar la remera, pero no salía agua. Pretendió huir de la trampa en que se había convertido el baño, pero no lo logró: eran demasiados los que buscaban refugio allí. Se arrodilló, se tapó la cara y se mantuvo inmóvil por unos pocos minutos, mientras a su alrededor la gente comenzaba a desvanecerse. Ya estaba todo oscuro, y cuando intentaba abrir los ojos, el humo se los quemaba. Muy despacio comenzó a caminar. En la multitud, un pie se le atascó. Allí perdió a su amiga Patricia. Hasta que se empezó a ahogar…
“Rajemos”, le dijo Néstor Facundo Paz a su amigo Mario cuando vieron el fuego. Hasta ese momento, circulaban entre la parte delantera del salón y los corredores que balconeaban desde el primer piso. Desde ese lugar decidieron bajar nuevamente, y se ubicaron en cerca del escenario nuevamente, en la parte derecha del salón, la más alejada a la entrada principal. Allí presenciaron el show de Ojos Locos. No bien terminó, empezaron a encenderse las bengalas. Néstor no entendía nada. A él y a su amigo los habían cacheado al ingresar, precisamente para evitar que hicieran estallar pirotecnia. Escuchó a Chabán gritar “Loco, déjense de joder que hoy somos seis mil personas y no queremos que pase lo de Paraguay”, en referencia al incendio del shopping Ycuá Bolaños de Asunción, la capital de ese país, donde murieron 396 personas.
Cuando oyó gritos, vio el incendio y le pidió huir a su amigo, cayó al piso en medio de la oscuridad. No podía respirar bien y el miedo a morir se apoderó de él. Allí se separó de su amigo, Mario. Como pudo, se incorporó, comenzó a empujar y fue empujado por una ola de personas, en medio de gritos de terror. Así, a tientas, consiguió escabullirse por la misma puerta que había entrado, dolorido, pero a salvo.
Victoria Ramos había llegado con un grupo de seis amigos desde Ituzaingó. Al entrar le hicieron sacar las zapatillas para revisarlas. Cuando se desató el incendio estaba junto al escenario. De repente, la música cesó, y ella se dio vuelta. Vio que en medio del salón hacían una ronda, que había fuego y que caía un trozo de la media sombra. Empezó a gritar y a querer escapar de allí. Se tropezó y cayó dos veces. La segunda, otras personas se precipitaron sobre ella. La aplastaron. Se cortó la luz. “Cada vez podía respirar menos, pero escuchaba a la gente que pedía ayuda”. No podía escapar, estaba aprisionada. Se desvaneció, y despertó cuando unos chicos la levantaron para ayudarla a salir. Tenía las piernas dormidas y la llevaron a una ambulancia.
A Juliana, entonces la novia de Nicolás Manuel Barani, le gustaba mucho Callejeros. Por eso, él la acompañó la noche del 30 de diciembre, como lo había hecho dos días antes, en la primera de las tres fechas que tocaría la banda de Villa Celina. Su primo, Sebastián, debutaba como espectador. Nicolás recordó que, por la revisación a la que fueron sometidos, entraron con las zapatillas en la mano. El lugar ya estaba lleno. En una de las tres barras del boliche, la del nivel inferior, tomaron unas cervezas. Juliana se dirigió al frente del escenario, y él y su primo decidieron mirar desde arriba. En la barra del piso superior pidieron otra cerveza y, justo cuando estaba por comenzar a tocar Callejeros, caminaron hacia el baño, ubicado a la derecha del escenario (mirando de frente al mismo) al final del corredor del balcón. Estando ahí empezó a sonar la música. Cuando salieron, el fuego se había desatado. Nicolás quiso bajar, pero su primo dijo “No, mejor entremos”, y regresaron al baño. “Empezó a entrar humo, inmediatamente se cortó la luz y la gente entraba enloquecida”, recordó. No se podía mover, abrumado entre los gritos de los desesperados. “¡Me ahogo! ¡Quiero salir!”, se oía. Se acurrucó bajo los lavabos, hasta que se desmayó. Nunca supo quién lo sacó de ahí. Luego, en el hospital Fernández, le contaron que el SAME lo trasladó. Y que despertó del coma recién el 4 de enero. El 12 de ese mes le dieron el alta. Todo ese tiempo, su novia permaneció junto a él. Recién en esos días que estuvo en terapia intensiva se enteró de la magnitud de la tragedia. Y que Sebastián, su primo, había muerto.
Fue su novio de entonces, Cristian, quien le compró a Noemí del Carmen Salto su ticket para ir a ver a Callejeros en el local de Locuras de Once. Era un negocio de ropa vinculado al rock, principalmente al rock barrial, donde también comercializan entradas. A las 19.10 ya estaba frente a Cromañón junto a su amigo Walter. Hizo la fila de las mujeres, contra el paredón de Bartolomé Mitre, mientras que su acompañante formó parte de la hilera junto al cordón de la vereda. A las ocho de la noche entraron. Una mujer con una remera negra y la inscripción Callejeros en amarillo la revisó: le palpó el cuerpo, el pelo, le hizo quitar las zapatillas y las plantillas de las mismas para comprobar que no llevaba pirotecnia. Al ingresar, se dirigió hacia la planta alta. También escuchó a Chabán advertir del riesgo, aunque supo quién era mucho después. Apareció en escena la banda, y oyó a Fontanet pidiendo buen comportamiento. Los acordes de “Distinto” la llevaron al éxtasis. Revoleó su remera, giró su cabeza y observó, en la planta baja, a un chico que, sobre sus hombros, llevaba a otro. Y precisó que ese chico levantó un tubo, apuntó al techo y desde allí salieron tres bolitas de colores. La tercera, de color verde, quedó enganchada en la media sombra. El fuego empezó a arder.
—Mirá —codeó a Walter.
—Vamos —ordenó él.
—No, pará, ya se va a apagar —respondió ella.
—Miqui, vamos, esto se va a prender fuego —insistió su amigo.