¿Qué es un ídolo? ¿Qué dice de nosotros la música que escuchamos, los libros que leemos? ¿Qué ocurre cuando el paso del tiempo altera todo? ¿Envejecemos nosotros? ¿Envejecen nuestros ídolos? Varias de estas preguntas responde Juan Manuel Strassburger en su nuevo libro: Tu ídolo es un ídolo, recientemente publicado por Ediciones Qeja.
Y se presenta en City Bell, La Plata, mañana, 27 de diciembre, en Patio Interno Libros (Diagonal 3, Esquina 478). Tocan en vivo Javi Punga y Gato 107, y comenta Santiago Rial Ungaro. A continuación, algunos fragmentos entre el ensayo, la crónica y una ficción que especula cómo los ídolos se tomaron el triunfo de Donald Trump de 2017.
Del sentimiento trágico de la vida
Hay edades que me cuesta aceptar. La de Milla Jovovich por ejemplo. O la de Drew Barrymore. También la de Winona Ryder y eso que tiene un pacto con Neil Gaiman para no envejecer. Me resulta muy doloroso que sigan cumpliendo años como si nada, como si no importase. Porque no es solo que uno se pone más grande: es que los que te rodean también. Y tus ídolos. Y las que te gustan. Y los que querés. Es abrumador. Tus padres se vuelven abuelos. Tus amigos, padres. Tus ídolos, retirados. Tus lugares, cerrados. Tus sex symbols, desaparecidos en acción. Insisto: no me molesta tanto envejecer yo. ¡Pero al menos que no arrastren a los demás! ¡Ellos no tienen la culpa! Que Neil Young haya superado los setenta, ¡que esté por cumplir ochenta!, me parece un crimen de lesa humanidad.
No me importa “que aún la rockee”; está viejito, se nos va.
La parte linda del mundo horrible que amamos se cae a pedazos y a nadie parece importarle demasiado, a todos les da igual.
Todos, como si nada. Todos como si mañana fuera a ser lo mismo que hoy.
Yo no quiero la máquina de viajar en el tiempo. Tampoco la que lo detenga. A mí dame a mis amigos como los recuerdo; no la inmortalidad.
Walt Disney no entendió nada.
Todos los Stephen Hawking del mundo están concentrados en evitar la muerte. ¡No es la muerte, estúpidos! ¡No es vivir para siempre! ¡Es el tiempo! ¡Que no siga haciendo pedazos lo que adoramos!
A ver si logro expresarlo mejor: no me interesa vivir millones de siglos, sólo quiero una vida que no te mate de pena cuando lo que te importa se va poniendo siempre más viejo que vos.
Y sí: del sentimientotrágicode la vida.
Dylan 2
Para mí el día que ganó el Nobel se levantó, caminó hasta la cocina, prendió la radio y, al enterarse, se sorprendió.
¿What the fuck?
Ahí nomás fue por el New York Times, depositado como siempre en la puerta de entrada, y media sonrisa le asomó en la cara.
Era cierto.
Era cierto, nomás.
Una parte suya se alegró.
La otra no; le generó desprecio.
Desprecio de sí mismo y de los demás; desprecio de tanta algarabía junta, de tanto estar en boca tonta de todos.
Volvió a la cocina.
Calentó el café y ahí, todavía en bata y bostezando, pensó en todos los mensajes que tendría que contestar.
Todos los llamados.
Suspiró. Se sentó. Volvió a suspirar.
Pero entonces, mientras hojeaba la sección de deportes y cuidaba de no pasparse los labios con los primeros sorbos calientes de la mañana, se acordó.
Primero de Woody Guthrie: esa vocecita ronca, esas historias increíbles contadas desde el borde de una cama metálica de hospital, cuando solo le importaba escaparse del campus para escucharlo decir cosas, estar un rato con él.
Y después, enseguida, tal vez sorprendido por verse conmovido aquel día por primera vez... de su mamá.
Trump
La noche que contra todos los pronósticos ganó Donald Trump no pude dejar de pensar en mis ídolos, en los famosos, en todos los que allá, al Norte, entraron en shock más allá de que después, cuando gobernó, no fue el terror que todos esperaban, e incluso generó más empleo y desató menos guerras que Biden o Bush.
Pero esa es otra historia.
Aquel domingo no importó; el cuco era él. Lo que no podía pasar estaba pasando y no tenía vuelta atrás.
Me imaginé a Bruce Springsteen, totalmente desvelado junto a Patti Scialfa, su mujer, y gritando al techo: “¡Por qué! ¡Por qué! ¡Por qué…!”.
También a Sean Penn haciendo zapping con cara de culo, un Jack Daniels sin probar, y pensando: “Nos merecemos esto por putos y por cagones”.
Con Bon Jovi, canoso y demócrata, la imagen es distinta. Se quedó dormido y su mujer lo despierta al otro día su mujer lo despierta con novedades: “Ya hay turno con el urólogo y ganó Donald Trump”.
Susan Sarandon, en tanto, se mete en el WhatsApp de amigas pero nadie le contesta. En la semana había dicho que votar a Hillary era lo mismo que votar a Trump. “Andá a cagar, trosca”, le reprochan ahora.
Madonna se anota en una secta feminista. No cree en enterrar el falo: “El falo soy yo”, postula. Y bajo el pasamontañas susurra: “Trump, ya te va a llegar la hora a vos también”.
Jack Nicholson se va de juerga. No se le para. Se toma una pastilla azul. No se le para tampoco. Grita: “¡La concha puta de Dios, Trump!”
Stephen King pone a las 6 am el despertador: mañana comprará provisiones, un rifle, una Biblia y varios pasajes a Inglaterra para enviar a sus nietos. ¿El autor de Misery y Pet Sematary? Siempre listo.
A Al Pacino lo despiertan en el avión. Le informan: “Ganó Trump”. “¿Quién?”. “Trump”. “¿Trump?”. “Sí, Trump”. “Uh, Trump, qué bajón”. Y sigue durmiendo.
Angelina Jolie reúne a sus 6 hijos en el sótano y les da una pildorita a cada uno: si la cosa se pone fea, ya saben lo que tienen que hacer.
Brad Pitt se va a un lago a cazar patos. Es de noche, hace frío y erra todos los tiros. “¡Mierda!”, dice. Pero se prende un porro y todo empieza a ir mejor.
Johnny Depp se baja un litro de vodka. Llora. Destruye su mansión. Sus películas no valen un carajo. Tim Burton es un pelotudo.
Ben Stiller justo está festejando sus 30 años de egresados del secundario. Lo llamaron y no quiso quedar como un ortiva. Un par de sus ex compañeros encontraron su número, lo invitaron, y ahora se quiere matar.
Bob Dylan se entera cuando interrumpen Netflix de repente. No se le mueve un pelo. Piensa: “Era obvio”. Piensa: “Encima tengo esta boludez del Nobel”. Piensa: “Ya fue”.
A George Clooney no le cabe que gane Trump. ¿Pero se va a cagar la vida? No señor. El mar es libre y en su yate el gin tonic sale como piña. ¡Salud!
Neil Young no duda y apenas se entera lo llama a Bruce. “Hagamos algo grande, amigo. Algo que cambie todo, que nos haga reaccionar”. Pero, pese a que lo intentan, no obtienen mayor respuesta. Están viejos. La América que aman ya no existe más.
Rosario Bléfari
La primera vez que entrevisté a Rosario me citó en el Parque Rivadavia. “¿En qué parte?”, le pregunté. “En la Fuente de la Doncella”, contestó. Me quedé pensando: ¿la Fuente de la Doncella? No sabía que existía. Y eso que había ido infinidad de veces. “Vos andá que la vas a encontrar”, aseguró. “Está al principio”, me dijo. Y colgó.
El día indicado hacía calor. La gente se arrastraba vencida, cabizbaja, sin ganas de más. El Parque estaba raleado. Básicamente nadie quería existir. ¿Dónde iba a estar Rosario con ese calor imposible? En ese momento me llegó un sms (así hablábamos en 2012): “¿Llegaste? Ya estoy. ¿Viste lo que es este día? Mejor no podía estar. Vení”.
Llegué preguntando y nos encontramos. La fuente era realmente bella. “¿Viste lo que és?”, sonrió apenas. “La visito siempre”, me dijo y yo le mentí que también. No podía admitir que habiendo estado tantas veces en el parque no la conociera. Era una escultura pequeña y Rosario la tocaba como si fuera una muñeca.
Yo estaba con el fotógrafo del diario. Rosario tenía una especie de blusa negra tajeada (soy malo describiendo prendas) y la boquita, como Puig, pintada. También un sombrero marinerito que se quitó apenas llegamos. Estaba contenta. Había sacado un disco después de mucho tiempo. El Parque Rivadavia era su lugar y yo el entrevistador que le tocaba ese día. Solo restaba charlar.
Sacamos fotos entre las esculturas (había otras) y pensé: “Claro, todo esto remite a Grecia y ella ama a Grecia, podría ser Grecia de hecho, una diosa griega desterrada del Olimpo, ¿por qué no?” Ahí me miró como adivinándome y me bajó de un hondazo: “¿Listo, Juan Manuel?”. “Sí, Rosario, obvio que sí”. Y fuimos.
Costó encontrar un bar. Eran todos deprimentes y queríamos una mesa con vista a la calle. Bueno... en realidad, hablo por mí. Buenos Aires ese día podía ser un horno, pero Rosario caminaba como deslizándose. Sin transpirar. Sin inmutarse. Hasta que en un momento se detuvo y señaló. “Ése”.
Había una mesita floreada y un cuadro de Gardel.
Nos sentamos y durante el tiempo que duró la charla ya no hubo más calor.