Un cruce entre dos anécdotas. En la primera, después de leer mis primeros libros, un conocido se pregunta (¿o me pregunta?) cómo escribiría yo en primera persona. Me lo dice más intrigado que entusiasmado. La misma intriga, con todavía menos entusiasmo, se reproduce en mí. Pero no hago nada al respecto. A la hora de escribir, el “yo” siempre me había parecido una puerta falsa.
Casa de agua
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En la segunda, mi abuela está sentada en un sillón del patio de su casa, cebando un mate que estuvo hirviendo un buen rato. Se había dejado olvidada la pava en el fuego. Tenía los primeros síntomas de su enfermedad. Otro síntoma consistía en que, a pesar de que no se acordaba de casi nada de lo que había hecho en el día, tenía recuerdos muy vivos y detallados de su pasado lejano.
Uno de esos recuerdos era el de irse a comprar su anillo de casamiento con mi abuelo y sentir mucha vergüenza de sus manos con callos. Había estado ensartando tabaco, con su padre, todo el día anterior. Ese recuerdo de sus manos se le iba una y otra vez convirtiendo en otro (porque ya empezaba a contar las mismas historias muchas veces y en un orden estable, como si fueran las piezas fijas de un razonamiento). Este segundo recuerdo era casi un sueño, a veces aparecía justo antes de que ella se durmiera. Era el recuerdo de caminar por la vieja casa de su infancia. Ahí, sentada en su sillón, me dijo: “Todas las noches sueño con la casa y sus habitaciones”, que es la última oración de Casa de agua.
Yo conocía esa casa. Pasé ahí el mediodía y la tarde de todas las navidades de mi infancia hasta los 11 años, cuando mi bisabuela murió. Estaba en una de las colonias rurales más antiguas de Misiones, Pueblo Salto, que fue desapareciendo a medida que crecía la vecina Oberá. Pero mi bisabuela siguió viviendo en Pueblo Salto hasta los 91 años. Era una viejita con el pelo blanco brillante y algo de hormiga que, a pesar de haber nacido en Argentina, hablaba con acento español y era tratada de usted por toda su descendencia.
Yo iba entonces a esa casa, al menos, una vez por año. Una casa vieja, de puertas altas y baldosas fantasiosamente dibujadas. Antes de entrar, había una galería y las puertas altas, otra vez, como presencias. Recuerdo tener miedo de acercarme a esas puertas. La sala me parecía enorme, los muebles tenían algo de felinos. Si uno se acercaba mucho, casi se podía oírlos ronronear. Había una mesita que me parecía que estaba en puntas de pie, un mantelito de crochet y un teléfono, también, acurrucado.
En el centro de esa sala, una mesa larga en la que, en las navidades, se sentaban los hijos (mi abuela y sus hermanos). Los nietos y bisnietos éramos colocados en la galería de afuera, en la cocina o en el patio. Pero lo maravilloso de esa sala eran los retratos. Puestos unos contra otros en las paredes altas, todos en blanco y negro, como pequeños frascos, nos mostraban esos rostros y esos ojos de parientes muertos. Ningún vivo estaba enmarcado. Quizá mi bisabuela, en una foto de casamiento que, de todas maneras, mostraba a mi bisabuelo. Él era el muerto que justificaba el retrato.
Las habitaciones que mi abuela recorría en su sueño/recuerdo estaban todas alrededor de la sala. La casa empezaba con una profundidad (la sala y sus misterios). Más allá, las habitaciones eran como islas vivas, flotantes y luminosas. En una habitación, con una prima, me acuerdo de haber leído un libro religioso que mi bisabuela había dejado en su mesita. No entendíamos nada, pero nos gustaba leerlo en voz alta. Nos ponía a salvo de la sala oscura, en donde, en cambio, nos sentíamos el centro de todas las miradas.
Había otra manera de huir de esa sala y era rodear la casa por afuera. Es decir, no alejarse, pero resistirse a entrar. Había, alrededor de la casa una vereda que la rodeaba y la mantenía a salvo de potreros, montes y calles de tierra. Todas las navidades, esa vereda era nuestra delicia y nuestro deber. Todas las navidades, teníamos que animarnos a dar la vuelta de la casa. Íbamos caminando siempre a contrarreloj, entre unas flores que no sé cómo se llaman, pero que, en mi recuerdo, “atraen a las víboras”, y nos internábamos un poco más, en la parte de atrás de la casa, que era ¿un precipicio? Ese era el lado que cruzábamos corriendo, tratando de no mirar. Para llegar después, contrarreloj, al lado izquierdo de la casa. Ahí había una vieja bañera de loza con patas de león cargada de agua de lluvia.
Mirábamos nuestros reflejos en el agua sucia. Parecía que temblábamos. Ahí también era cuando prácticamente nos parecía imposible volver al mundo normal. Pero entonces, para no quedar presas para siempre de ese lado ignoto, pegábamos un hombro a la pared de la casa. Porque, por más lejos que estuviéramos, sabíamos que, tarde o temprano, las paredes nos llevarían irremisiblemente a la puerta del frente.
Todo ese mundo del que yo disfrutaba (y temía) como una invitada era el mundo en que mi abuela había sido una niña: una testigo, una infiel, una esclava. Una hija amada, una hermana cómplice. Una mujer que iba a partir. Esa casa, en su voz que entonces (en la anécdota del patio) me decía, “cada noche sueño con…”, son el centro oscuro, el agujero negro sobre el que creció Casa de agua.
La voz, las sombras de los muebles, las puertas malvadas, las corrientes de aire, los árboles, las paredes, los susurros, ese día me pareció que todo eso era un mundo que se tenía que volver a levantar. Y podía hacerlo yo que, accidente o no, me llamo igual que mi abuela. Que soy así de indecisa, de objetivamente confiable y obediente, casi hasta la idiotez. Así de abismalmente infiel, en mi posibilidad de no participar, aunque a veces solo mentalmente (ese hábito, un poco iluso, de creer que basta con cerrar bien fuerte las puertas de la cabeza).
Esa Casa de agua me parecía, en todo caso, un lugar del que ninguna de las dos había huido del todo. Parte del torbellino del libro es la confusión de quién escapa y quién se queda. Quién o qué o cómo. Quién se salva. Y quién no. Y cuál es el sacrificio. Y qué es lo que hay que dejar atrás. “Todos los días sueño con la casa” es el precio de la huida. Pero también, como dice uno de los personajes al final del libro: “La única manera de traer esa casa con nosotros es que ya no exista”. Algo está perfectamente perdido en esa novela. Y algo, también, salvado. El “yo”, la puerta falsa, se convierte en el “yo falso”: una puerta a secas. Salir o entrar, volver o escapar son solo gestos de fascinación ante esa puerta. Levantando la mirada, a veces pareciera que no hay nada, que toda puerta es una tierra aislada.
Pero Casa de agua no es un mundo cerrado: nunca volví a leer tantas veces un libro mío. Nunca, tantas veces, me volví a asombrar. Nunca se cierra, al menos para mí, esa casa de la que uno está escapando. Nunca se agota ese momento en el que, mientras mi abuela perdía su memoria, yo inventaba. Creo que, en esos vericuetos entre memoria y fantasía, más que nunca, nuestras vidas se cruzaron. Todo esto para decir que, además, esa fue la primera vez que escribí en primera persona.
Fotos: Ilustrativa de Infobae, Nicolás Stulberg y Alfaguara.