El 11 de diciembre de 2024, Aracataca, el Macondo real, se vistió de gala para el evento más peculiar en su historia reciente: la premier de la serie Cien años de soledad de Netflix, el mismo día en que se disponibilizó para usuarios de la plataforma en más de 190 países. La plaza principal del municipio del Caribe colombiano se llenó de sillas, cables y curiosidades; de vecinos, turistas y periodistas de todo el continente.
El tranquilo pueblo de 43.000 habitantes, cuna e inspiración de Gabriel García Márquez, se transformó esa tarde en una mezcla entre set de grabación y verbena caribeña, y en la última parada de una serie de lanzamientos que habían recorrido lugares como París, Ciudad de México y Bruselas.
La Fundación Gabo —creada hace tres décadas por el mismo García Márquez bajo el nombre de FNPI—, Netflix, el Gobierno de Colombia y la Alcaldía de Aracataca unieron fuerzas para montar el espectáculo en la Plaza Simón Bolívar, justo al lado de la iglesia del pueblo. Ese día, por obra y gracia del destino, coincidió con una misa en homenaje a un sacerdote que sería ordenado al día siguiente en Santa Marta. ¿El resultado? Un pequeño duelo de prioridades: los fieles cantando aleluya y los técnicos probando micrófonos con frases de bienvenida.
Los organizadores negociaron el cierre de las puertas del templo para no retrasar más la proyección. La ironía del momento quedó marcada cuando la serie arrancó con la imagen de un cuadro de Jesucristo, como si el streaming y la fe hubieran firmado un pacto de no agresión.
Todo parecía ir de maravilla hasta que el primer episodio empezó a mostrar una escena íntima entre José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán. La amplificación sonora de la escena, más propia de un concierto, provocó que algunas personas en las primeras filas intercambiaran miradas incómodas (el Caribe colombiano es más conservador de lo que se cree desde afuera).
Los organizadores habían advertido que la serie era para mayores de 16 años, pero antes de que los más pequeños pudieran retirarse, una señora de unos 50 años y su madre anciana salieron del lugar, santiguándose discretamente mientras murmuraban: “Esto no es para nosotras”. Sin embargo, la mayoría de las 700 personas presentes observó con atención la historia de la fundación de Macondo y el inicio de la saga de los Buendía, por primera vez en carne y hueso.
El evento no se limitó a la proyección. Horas antes, en la Biblioteca Remedios la Bella, a 200 metros de la plaza, nueve periodistas participaron en un taller de narrativas culturales organizado por la Fundación Gabo. El objetivo de este taller de dos días era producir una maqueta de pódcast que documentara lo que ocurrió en Aracataca con motivo del estreno de la serie.
Uno de los participantes entrevistó a un habitante que, tras años de renegar de Gabo, hoy se proclama como el Coronel Aureliano Buendía, paseando por las inmediaciones de la plaza y la casa museo de los García Márquez, ubicada a dos manzanas, vestido con un traje militar que refuerza su insólita declaración.
Esta reconciliación creciente con la figura de Gabo es cada vez más evidente. Durante años, algunos lo consideraron una figura distante, un hombre que había dado la espalda a su pueblo y a Colombia. Sin embargo, hoy lo reclaman como un prócer y reconocen en su obra un legado vivo.
Netflix ha contribuido a dar forma tangible a ese legado, al llevar al mundo las historias que García Márquez plasmó inspirándose en su tierra. Pierre Vandoorne, uno de los directivos de la plataforma, destacó durante el evento que la serie es “la producción más grande jamás realizada en América Latina” y celebró que “una historia profundamente colombiana” haya llegado a las pantallas globales.
Para los cataqueros, esa noche marcó un antes y un después. El pueblo que inspiró a García Márquez no solo se llenó de luces y cámaras, sino también de nuevas esperanzas. Si algo quedó claro esa noche, es que mientras a Macondo le tomó cien años de soledad encontrar su lugar en el mundo, a Netflix le bastó un episodio para devolverle a Aracataca el protagonismo global que siempre mereció.
* Andrés Camilo Martínez Zalamea es editor general de Fundación Gabo