“El 9 de abril Viviana, mi mujer, se pegó un tiro en la cabeza. Se apoyó su pistola calibre veintidós semiautomática en la sien y se disparó. Pude ver la grabación por las cámaras que pusimos en casa ese verano. Estaba sentada en la cama con el arma sobre las piernas. En un momento la agarró, se la llevó lentamente a la cabeza y disparó. Todo en un movimiento armónico y sin lágrimas. Sin salpicaduras de sangre en la pared”. Este es el comienzo del primero de los tres relatos de El cuerpo de Viviana, título del libro y también de este relato. Un cross a la mandíbula, como se suele decir, o el sitio preciso donde late el corazón de un relato, en esas primeras, decisivas líneas, como me gusta pensar. Una escena violenta narrada con el tempo de una cámara doméstica, de seguridad, donde las imágenes parecen andar con delay o se congelan instantáneamente para echar a andar de nuevo, con una velocidad que es propia de esa cámara, de ese artificio, y que a veces no se condice con la velocidad de la escena real. El narrador es un taxista que, una noche después de su cumpleaños, al regresar del trabajo se encuentra con esa escena en el dormitorio que comparten con Viviana: la escena del fracaso de Viviana que no consigue la muerte buscada y, para él que se niega a creer que ella sea una suicida, la escena de un accidente.
El segundo relato, mucho más breve, se llama “Camión”. Aquí hay un cuerpo joven, el de un muchacho adolescente, y el cuerpo vencido de su padre: “Cuando mi papá cumplió cincuenta yo tenía dieciséis y teníamos el mismo tono de voz. Mi espalda casi alcanzó el ancho de la suya. De a poco lo fui pasando en altura, o bien él se fue encogiendo”. El padre “la panza enorme, escupiendo flema en todas las habitaciones de la casa” fue chofer de un camión desde los catorce, renunció a la empresa para la que trabajaba desde siempre, se compró su primer camión y puso a trabajar a su hijo. Sacó su cuerpo de la cabina para meterlo en esa casa donde fue apenas una visita durante años. A partir de ese momento el nómade será el muchacho. Hasta que ocurra el accidente: “El camión volcó y vi mis cosas salir despedidas hacia el asfalto. Mis lentes de sol, la alfombra de cuero y el mate. La simetría perfecta de la cabina que sabía acogerme todos los días estaba ahora corrompida por una fuerza abrasadora que ninguno de los dos podía controlar”.
El libro cierra con “Bermejo”, el más extenso de los tres, cuyo disparador es un accidente en un camino rural, algo típico en los pueblos, un chico manejando borracho, un accidente bastante tonto que desencadena otro mucho más grave. Cuando le cuenta a su hermano mayor, la decisión que toman es escaparse, desaparecer un tiempo, cruzar la frontera hasta Bermejo, en Bolivia. El cuerpo del hermano mayor, Alejandro, es pura acción, el otro atontado por la propia inmadurez solo se deja llevar. Se van, dejando en la casa otro cuerpo, el de la madre, ex remisera, una mujer joven pero enferma, un cuerpo vaciado de la capacidad de tomar decisiones: “Lloraba y se reía. Bailaba? Se movía bamboleando la carne flácida de las piernas. Se quedaba tildada mirando al vacío. Se sacaba la ropa”.
Los tres relatos ocurren en Salta y forman parte de esa zona de la literatura argentina que es la que sucede muy lejos de la Capital. Los escenarios se narran en pocas líneas, con una austeridad que sin embargo no carece de belleza: “Hacía calor, las enredaderas colgaban llenas de flores, la estatua del General relucía impecable. Nos levantamos y caminamos hasta que se terminó el pueblo. Luego nos adentramos en la selva hasta una casa abandonada donde un grupo de hombres cantaba coplas (…) se reían, tomaban alcohol. Festejaban la pesca de un gran surubí”. Pero lo que importa en estos relatos es el paisaje de los cuerpos: los personajes están en un cuerpo o son un cuerpo que es, también, su fuerza de trabajo: manejar un taxi dieciocho horas por día, manejar un camión miles y miles de kilómetros, o cargar mercadería sobre las espaldas en un mercado de frontera. Una geografía surcada por venas, erosionada por un disparo, marcada por cicatrices y fracturas. Un capital del que depende la subsistencia: “Pelear es divertido, pero no le tenés que marcar la cara a nadie. Si no quién te toma en un negocio al otro día?” Los narradores y protagonistas de las tres historias son varones, pero orbitan alrededor de las mujeres que también son territorios llenos de huellas: “Algunos huesos de su cuerpo se volvieron prominentes, como las articulaciones del hombro y de las rodillas. Crujían como teclas”; “Era alta como un hombre, con la piel tan blanca que debía protegerse todo el tiempo del sol para no quedar roja”; “Los puntos de la césarea no se le habían cerrado y el viaje podía dejarla con el vientre deforme por una hernia de por vida”.
La contundencia de la corporalidad con su peso, volumen, textura, fluidos, y la contingencia son los vasos comunicantes entre un relato y otro. Y la escritura clara, sin pretensiones ni cabriolas estilísticas, puesta a narrar con simpleza y a veces con sorpresa, esas vidas que en un abrir y cerrar de ojos se encuentran desarmadas.