La literatura de Hernán Ronsino no gana a fuerza de argumento, sino de trama. Son dos cosas diferentes. La idea de cada uno de sus textos, el nudo narrativo que tensa cada historia, puede ser potente, novedosa, interesante —de hecho lo es—, pero la fuerza de este escritor de 49 años nacido en la ciudad de Chivilcoy está en la construcción minuciosa de un clima. Una meteorología artificial. Una nube que se forma, se oscurece, se vuelve lluvia, relámpagos, lo que sea, y desaparece. Así, las escenas se erigen como castillos de piedra y se deshacen como castillos de cartas.
Una construcción así requiere tiempo. Aunque la mayoría de sus novelas son más bien breves, esa paciencia era necesaria. Pero ahora, en su último libro, el octavo de su cosecha literaria, demostró que se podía desarrollar esa climatología en pocas páginas: en el cuento. Efectivamente, Caballo de verano, editado por Eterna Cadencia, es un libro de cuentos. Algunos más largos, otros más cortos, pero el género de la novela ya no explica la trama. Tenemos, entonces, un libro con nueve relatos, el regreso del autor a su paisaje fundante, Chivilcoy, y varias conclusiones narrativas. Empecemos.
Volver al pueblo
Si la tensión entre centro y periferia explica gran parte del entramado político y social de la Argentina, varias generaciones cultivaron su adultez en ese tránsito. Ronsino nació en Chivilcoy, ahí pasó su infancia y adolescencia y, al terminar el secundario, se fue a Buenos Aires a estudiar en la UBA. Se formó, además, como sociólogo, en una disciplina siempre atenta a las sensibilidades migratorias. En su gran trilogía, formada por La descomposición, Glaxo y Lumbre, los personajes bailan y giran en su paisaje fundante: Chivilcoy. Pero en el último tiempo decidió alejarse, imaginar otro universo.
Lo hizo con dos novelas breves: Cameron, que trascurre en la nieve, y Una música, en el conurbano. Ambas tienen su inconfundible prosa, pero, es cierto, son, efectivamente, zonas diferentes. Caballo de verano es su vuelta a Chivilcoy. Aparecen en cameos algunos personajes de la trilogía —Federico Souza, el Gorrión—, pero sobre todo vuelve a un paisaje. Los pueblos lindantes —Benítez, Castilla, Indacochea, Henry Bell— y una muy precisa reconstrucción de calles y avenidas, de lugares y símbolos. Es una familiaridad la que vuelve. Una sensibilidad espacial.
La catarata de la brevedad
Hay otro gran regreso: el cuento. Su primer libro lo publicó en 2003, a los 28 años, en el sello Libris, bajo el título Te vomitaré de mi boca. Es su único libro de cuentos, hasta éste, Caballo de verano, con el que decide volver al género. En la entrevista que le hizo Hinde Pomeraniec, Ronsino explica que su relación con el cuento va más allá de literatura, casi por fuera, incluso algo previo. Recuerda un tío suyo de Berisso, que trabajaba en un frigorífico, que iba a visitarlo a Chivilcoy. “Llegaba el tío Paco y era una fiesta de cuentos, de chistes, de celebración”, dice.
Este regreso —21 años lo separan de aquella ópera prima— es una forma de pensar a la literatura en un estado más despojado. Se ve muy bien en el segundo relato del libro, “La curva”, el más corto: son dos páginas y unas líneas—. Hay una mujer, mezcla de niña y señora, de la que todos hablan. “Tiene las piernas largas como si fueran dos ríos que se tocan al nacer”. Anda descalza, “la tierra la vuelve fuerte”, silba una cumbia, vive “atrás de la Cerámica en una tapera impenetrable”. Asesinó al tío que la violó y al bebé lo dejó “entre fardos secos”. Desde la brevedad se emanan sentidos como una catarata.
La belleza precaria
El primer concepto que aparece en la primera página de Caballo de verano es este: belleza precaria. O al menos es lo primero que subrayé con marcador flúor. “La madre, con una belleza precaria en el cuerpo, prepara una camisa que va a ponerse al día siguiente. La madre consiguió un trabajo. Un trabajo en la gestoría de Gloster”, se lee. En el primer cuento, “La tormenta”, Ángel, un niño que, sabremos después, crece como fruto de una pareja despareja —“Ella tenía un recuerdo desgastado de él. Y él tenía una imagen exagerada de ella”—, dibuja bajo la lámpara de la cocina.
¿Qué dibuja Ángel? Tormentas. Hay una obsesión en el niño. También en el escritor. “Los infiernos se parecen a tormentas interminables. Pero toda tormenta empieza en un punto. Toda tormenta interminable, siempre, empieza en un punto. Como los dibujos de Ángel. Después ese punto crece. Y las líneas avanzan en la canson rugosa. Y sobre el cielo de la pampa brota, inesperado, un frente oscuro”. Mientras Ángel dibuja tormentas, afuera, en el cielo, hay otra, más palpable, y en ese espejo se forma la trama. Pero a la madre no le gustan sus dibujos, entonces la escena se enturbia.
No es, entonces, una belleza altiva, fabulosa, solemne, no: es frágil, llena de remiendos y, aunque tambaleante, está de pie. Este concepto recorre todo el libro. Desde la pareja cansada en “Pie sucio” y la timidez de la protagonista de “Y a los perros también” a la convicción de Salvador Briceño en “Ejército enemigo” y el deseo sexual de la mujer embarazada en “Febrero”. Toda belleza, cuando se desacraliza, cuando se le hace zoom, es precaria. “Cuesta un poco darse cuenta de que lo que mami hace es llorar y no reír”, se lee. El trabajo del escritor consiste en mostrar y ocultar diamantes y hematomas.
Nostalgia de lo que no es
“Uno se convierte en un depósito que se a llenando de años, de ideas no realizadas y de comida”, dice Martín, el protagonista de “Pie sucio”, una postal de fin de fiesta: terminó el asado, se fueron los invitados, hay que juntar las cosas, lavar, enfrentarse a la vida verdadera: la cotidiana, la rutinaria. Es arquitecto, empleado municipal. Emilia, su pareja, maestra de escuela. No tienen hijos. “Nos estancamos, cada uno en lo suyo, Martín (...) Estamos juntos, Martín, porque le tenemos miedo al futuro”. La narración se ubica en un pequeñísimo espacio temporal y describe el espacio. Es hipnótica.
Martín es un tipo feliz. Sí, lo es. Pero hurgando en las frustraciones reprimidas, esa felicidad simple se derrumba. Si mira hacia adelante, le espera una buena vida, pero si mira hacia atrás y en ese futuro que supo proyectar, en eso que quiso ser y no es, aparecen los fantasmas del fracaso. Una nostalgia por lo que no fue. Es una tristeza profunda que se repite en la mayoría de los personajes. Como el viejo Tomaso en “Los ladrones”: toda la vida solo, hasta que aparece el amor, por fin, no es lo que espera, pero llega, y en esa desconexión entre lo que quiere y lo que tiene la vida lo traiciona.
El fruto del metódico
Todo libro es una explicación, no sólo de su propia existencia, sino de toda la literatura. ¿Por qué escribe Ronsino, contra qué lucha en esa escritura, para qué lo hace, con qué fin, con qué idea? El viejo Tomaso de “Los ladrones” es un angurriento. “El que guarda tiene”. ¿Y qué tiene? Según sus palabras, todos los días durante veinte años fue a la rivera a cazar un sapo. Y los tiene a todos guardados. La pregunta que no develaremos acá es de qué sapo estamos hablando. “No hay nada más absurdo que la vida de un metódico que no hace nada con su método”, dicen del viejo Tomaso.
En Caballo de verano, y no solo en este libro, Ronsino es metódico. La forma en que se arman las tramas, las bellezas precarias que exponen, los paisajes que se dibujan, las tristezas nostálgicas y las felicidades simples que habitan en sus personajes, todo eso forma parte de una escritura metódica. ¿Y qué hace con eso? ¿Cuál es el fruto? Y además: ¿para qué sirve ese fruto, para qué sirven esos sapos, para qué sirve su libro, para qué sirve la literatura? La respuesta está en uno de los cuentos que componen este volumen: “Para llevarle la contra al pequeño olvido de cada día”.