El encuentro que forjó una amistad: Cómo conocí a Nando Parrado
Nando Parrado es un hombre que transmite tranquilidad. Tiene una complexión física generosa que, a los setenta y pocos años, evoca aún la sólida masa de músculos que ostentaba a los veinte, cuando entrenaba a diario. Transmite un aire pacífico, de contención, como a veces pueden transmitir las personas fuertes. Lo conocí en un hotel de Punta del Este, Uruguay, cuando por fin pude asistir a una de sus conferencias sobre la llamada tragedia de los Andes, un hecho histórico que me había tocado de cerca en la primera adolescencia y que siempre me había fascinado.
Llegué temprano y seguramente estaba más nervioso que él. El lugar no era el más apropiado. El hotel –yo estaba allí por una convención sobre otro tema sin relación– tenía un casino, lo cual teñía todo de cierta frivolidad materialista, y en las butacas del auditorio a mi alrededor parecía haber muchos empresarios, pocos científicos y varios curiosos accidentales. Sin embargo, cuando bajaron las luces, todos compartimos una tensión expectante que se podía palpar.
Durante años, a Nando le generó emociones encontradas contar su historia delante de un público en vivo. A pesar de los numerosos y diversos pedidos, incluso por parte de sus compañeros de tragedia, se mostraba reticente a esta exposición. La primera vez que lo hizo fue gracias a un organizador mexicano que fue especialmente perseverante y no aceptó un “no” como respuesta. Viajó a Montevideo y usó con tenacidad el argumento de que esta historia de tragedia y supervivencia podía servirles mucho a muchas personas. No sabía lo corto que se iba a quedar. Frente a una gran audiencia en México, Nando habló por primera vez, ignorando sus notas, que yacían en el atril. En ningún momento habló de trabajo en equipo ni de creatividad a la hora de resolver problemas ni de ningún otro de los típicos conceptos motivacionales, que tal vez era lo que se esperaba de su charla. Todo lo preparado se había esfumado de su cabeza y se oyó a sí mismo enunciar con humildad lo que acababa de comprender, cuál era la verdadera lección de esta historia: “No fue inteligencia, ni coraje, ni ninguna clase de talento o aptitud lo que nos salvó; no fue más que amor por el otro, por nuestras familias, por las vidas que queríamos desesperadamente vivir”.
Intrigado por el silencio reinante, notó con estupor que había hablado más de una hora y media, cuando su reloj interno solo registraba unos minutos. El aplauso fue una exhalación unánime de empatía, una especie de abrazo colectivo que lo envolvió porque venía directo de esos centenares de corazones en vilo. Había aprobado con honores la prueba del escenario. Con el aplomo de su honestidad, había captado la atención de una muchedumbre de personas de variados orígenes y edades y les había cambiado la vida solo con sus palabras.
Hablar en público es una de las situaciones que muchas personas encuentran ansiógenas o estresantes, y algunas pueden llegar al punto del ataque de pánico. Otras personas se entregan a la exposición y hasta desarrollan un talento sutil e irresistible para la oratoria, que les permite comunicar mucho más allá de las palabras y que nace del compromiso total con lo que quieren decir. Los que escuchaban a Nando en sus primeras conferencias atestiguaban de forma unánime que tenía ese don, como de profeta evangélico, pero con la autenticidad inapelable de la experiencia vivida. Nando Parrado, sobreviviente de los Andes, corredor de automovilismo, exjugador de rugby y productor audiovisual –con socios como National Geographic–, sumó a su bagaje un excepcional talento para el arte de la oratoria. Imagino, tal vez idealizadamente, que la reticencia inicial se debió a su modestia y que esta misma virtud lo llevó a ponerse finalmente al servicio de su talento. Con el rigor de sus credenciales empíricas y la humanidad de su discurso, hizo de la charla motivacional una verdadera terapia para miles de personas en todo el mundo.
Cientos de conferencias después, el World Business Forum de Nueva York lo distinguiría, tal vez sin mucha exageración, como “Mejor orador del mundo”. Al interactuar con el público que asistía a sus charlas a lo largo de los años, Nando descubrió que, lejos de ser una historia única, la suya impresionaba y conmovía tanto precisamente por su universalidad. Todos conocemos la desesperanza y la desesperación. Todos podemos ponernos en ese lugar de pequeñez, asombro y fragilidad ante la muerte, aunque sea en escenarios menos espectaculares. En una ocasión, una mujer del público le contó su propia y terrible tragedia personal y le dio las gracias a Nando porque su relato la había ayudado a seguir adelante. Él, abrazándola, le dijo: “Todos tenemos nuestros Andes”.
Volviendo a la primera vez que yo lo escuché, en esa tarde gris en Punta del Este, lo hice con una emoción palpable y una creciente expectativa. El congreso era enorme y la lista de expositores era suficiente para amedrentar a cualquiera por el nivel que tenían, pero los que estábamos allí como yo para escuchar a Parrado, parecíamos irradiar el mismo nivel de curiosidad y respeto hacia su exclusiva presencia. Yo conocía bien la historia oficial de la tragedia. Habiendo pasado parte de mi niñez y juventud en Mendoza, estaba totalmente familiarizado con el paisaje de los Andes y hasta había llegado a cruzar la cordillera hacia Chile en una travesía de mula a los 30 años. También tenía presente la imagen apabullante de la cordillera vista desde un avión que la cruza, esa maqueta gigante casi monocromática que quita el aliento y que, tras unos pocos minutos que suelen incluir turbulencias, desemboca, como quien sale de un sueño, en el aeropuerto Pudahuel, al que el avión uruguayo nunca llegó.
Cuando leí Viven a los 15 años, ya tenía en la mente la escenografía correcta del telón de la historia. Terminé leyendo casi todo lo relacionado con la tragedia/milagro y viendo todas las películas al respecto –incluida la primera de todas, Supervivientes de los Andes, de René Cardona, una bizarra versión mexicana de 1976–, y nunca dejé de sentir cierto escalofrío al pasar cerca del lugar donde ocurrió: el Valle de las Lágrimas, en el sur de Mendoza. Este valle hoy es una especie de atracción turística durante el verano, que requiere tres días de campamento y caminata para ir y volver adonde se deja el auto. El complejo de esquí de Las Leñas está a 15 minutos en helicóptero del lugar de la tragedia.
Nando tenía una presencia calmada y segura. Su relato transparentaba su humildad. De inmediato me atrapó el aspecto médico, ese increíble acertijo científico que protagoniza este libro: una rotura de cráneo como evento inicial shockeante de una insólita cadena de eventos médicos, algo que parece salido de un episodio de Dr. House por lo improbable. Pero también me impactó el simple hecho de verlo y escucharlo en persona, de vivir el encuentro con un hombre que había superado condiciones extremas que ni la psicología ni la medicina aún podían explicar del todo. La historia, tan conocida por mí, en la voz de su protagonista cobró un encanto que era como si la escuchara por primera vez. Tengo muy claro el episodio en mi memoria. Desde la neurología, podría decir que se debe a que el almacenamiento neuronal de ese recuerdo fue fortificado por la bioquímica de los neurotransmisores de la emoción y la curiosidad científica. Desde lo subjetivo, me voy a permitir catalogarlo con la palabra epifanía: sus palabras me transportaron al corazón de la montaña, al frío y la desesperación que enfrentaron él y sus compañeros.
En mi mente analizaba cada detalle médico de su relato y lo traducía al idioma de una historia clínica. Nando habló de un terrible dolor de cabeza, un frío paralizante y mucha sed. Yo catalogué: traumatismo encefálico agudo, hipotermia y deshidratación. De pronto, entendí que la naturaleza había actuado como un médico, más concretamente como un neurólogo intensivista del futuro. La hipotermia, que en circunstancias normales sería una amenaza letal, retardó su metabolismo y redujo la demanda de oxígeno de su cerebro. La deshidratación, aunque peligrosa, limitó el edema cerebral que podría haber sido fatal (un cerebro edematizado está, básicamente, más lleno de agua que lo normal: a menos agua, menos hinchazón).
La fractura de cráneo, que en condiciones normales requeriría intervención quirúrgica inmediata, fue estabilizada por su juventud (un factor que, en temas de salud, siempre es positivo), por la inmovilidad y, sobre todo, por el frío, que previnieron un daño mayor. Al mismo tiempo, esta fractura (la rotura del hueso del cráneo en fragmentos que asemejan la cáscara rota de un huevo) permitió la descompresión hacia fuera de su cerebro inflamado y evitó el daño que esa hinchazón podría haber ejercido en centros vitales del propio cerebro (el tallo cerebral, en la parte inferior del cerebro, es un frágil tablero de conexiones que controla, entre otras cosas, toda nuestra movilidad, incluida la respiración y el latido del corazón. Más adelante volveremos a hablar de él).
El relato de Nando era sencillo, apenas se detenía en la quizás conocida idea de la capacidad del ser humano para sobrevivir a adversidades extremas, que a veces se exagera, se manipula o se convierte en espectáculo. Su historia era minuciosa y me hacía pensar en una irónica bendición de la naturaleza en esa situación límite, en la que parecía ser el principal enemigo de las víctimas: el villano que estuvo a punto de matarlos terminó beneficiándolos con un experimento espontáneo invaluable para la medicina moderna. Nando Parrado, que nos hipnotizaba con su voz calma, había sido sanado por el azar en una milagrosa conjunción de factores. Su fortaleza frente a la inconcebible tragedia había sido solo uno de ellos, aunque el más importante.
Pero su relato tenía un valor agregado, ya que también servía de evidencia retroactiva y daba una nueva oportunidad de conocimiento para el neurointensivismo y el estudio de la supervivencia en condiciones extremas.
Al terminar, en la catarsis de un aplauso que no se agotaba, supe que su prosodia calmada, el tono suave de su veracidad y los escalofríos que me provocó su relato de palabras sencillas dejarían una huella imborrable en mí. “En todos nosotros”, pensé cuando miré a mi alrededor. Todos habíamos quedado convencidos de que solo ese equipo de 16 personas podría haber superado tamaño desafío y, en particular, de que solo alguien con las características personales de Nando podría haber concretado con éxito la expedición de rescate que varias veces se había intentado y había fracasado. Hombres grandes, mujeres y jóvenes se acercaron y le agradecieron que hubiera compartido con ellos algo tan íntimo. Todos tenían los ojos húmedos. Cuando tuve la oportunidad de saludarlo y darle las gracias por su relato, sentí un respeto personal y una conexión que iba más allá del interés científico. El apretón de manos que nos dimos inauguró lo que, para mí al menos, fue un profundo y entrañable encuentro. Con el tiempo, se transformó en una relación personal que ha perdurado y en la que la ciencia, la admiración y el afecto conviven en armonía.
[Fotos: archivo Infobae]