La casa de mi infancia tenía una habitación muy particular. Había sido de los abuelos y permanecía en un limbo. Un piano negro que nadie tocaba presidía una suerte de biblioteca con aires señoriales, viejas sillas sobre las que dormían muñecas antiguas, y los rincones decorados por esculturas de madera que mi abuelo había traído del Paraguay, tallas de mujeres en llamas, rostros adustos que surgían de troncos. Suena como un ambiente aristocrático pero nada más lejos de la realidad: la casa era (es, sigue existiendo, aunque no la habitación, que fue demolida) muy modesta y quedaba en el suburbio industrial de Lanús. Ignoro quién la decoró; posiblemente ese abuelo a quien no conocí.
Era la habitación de los libros. Había enciclopedias, diccionarios y ficción en colecciones populares, sobre todo Club Bruguera y Salvat. Eran libros que se compraban en kioskos de revistas, muy baratos, o que se coleccionaban. La colección de Bruguera era mi favorita, por las tapas coloridas y la buena encuadernación. Los libros de Salvat se desarmaban con facilidad, las páginas quedaban dispersas por el piso, y me parecían todos iguales con sus sencillas tapas color marfil a la Gallimard.
No recuerdo ningún estímulo de los adultos para que yo investigara esa biblioteca. No me leían por la noche, ni me incitaban a hacerlo con entusiasmo: yo pedía libros de mitologías universales, los que más me gustaban, y me los compraban junto a juguetes y helados y remeras de mis personajes favoritos. Mis padres leían pero no eran intelectuales, y yo no tenía ninguna presión, sólo había libros por toda la casa al alcance de la mano. No los emocionó particularmente cuando me hice una lectora voraz. Era los años de la dictadura. Se alegraban con una atención periférica, porque la central estaba enfocada en el horrible día a día, en la falta de trabajo, en el miedo.
Creo que empecé a leer porque esa habitación era lo más misterioso y a la vez divertido que había a mi alrededor. Además era fresca en verano y nadie la visitaba salvo para buscar algún libro que acababa en la mesa de luz, así que podía estar sola y jugar. En las primeras excursiones me daba terror quedarme ahí demasiado tiempo y solía salir corriendo después de pocos minutos. Mi abuela decía que, si el piano estaba abierto y nadie lo tocaba, el mismísimo Diablo pasaba sus dedos sobre las teclas. Así que yo abría el piano y después no soportaba esperar los acordes que anunciaban la llegada de Satanás, y me escapaba. Eventualmente, alguien cerraba la tapa y ocultaba las teclas. Mi abuela, probablemente. Era un poco sádica, pero bien intencionada. Fue la primera persona que me contó historias de terror. Le agradezco mucho la falta de tacto y de pedagogía.
Cuando le fui perdiendo el miedo a la habitación, empecé a acercarme a los libros. Los de mi favorita colección Bruguera eran numerados. Los leí por orden. El número 1 era A Sangre Fría de Truman Capote. El 2 era una antología de Jorge Luis Borges. Le seguían García Márquez, Graham Greene, D.H. Lawrence, Poe, Joseph Conrad, Henry Miller, Pavese, Onetti, Marsé, Faulkner, Rosa Chacel. Mi favorito fue Cumbres borrascosas de Emily Brönte, sin duda la novela más importante en mi formación lectora. Y hubo varios que no leí jamás porque no podía pasar de las primeras páginas. En algunos casos me resultaban muy difíciles, en otros no me gustaba el título o incluso el color del libro. En esa categoría cayó Este domingo de José Donoso. La tapa era de un tono de verde muy feo. El título no me gustaba, y no me gusta. Era el número 23, así que quedaba casi entre los primeros, pero me lo salteé.
Y confieso hoy, mientras acepto con alegría y sorpresa el premio que lleva su nombre, que nunca leí Este domingo de José Donoso y ni siquiera sé de qué se trata porque los libros de Club Bruguera no tenían sinopsis en la contratapa. Decidí no leerlo para esta ocasión por cábala y tampoco googlear de qué se trata ni sobrevolar una sinopsis. Lo voy a leer cuando regrese a casa porque, es obvio, se lo debo.
Leí los demás, eso sí. Pero primero quiero explicar por qué traigo del recuerdo aquella habitación suburbana que ya fue derrumbada, sobre la que hoy se construyó un pequeño y bonito jardín.
En esa habitación, sentada con un libro en las sillas de cuero, encontré mundos más reales que lo real. Como escribió Fernando Pessoa bajo el heterónimo de Bernardo Soares, “Mi mundo imaginario fue siempre el único mundo verdadero para mí. Nunca tuve amores tan reales, tan llenos de vigor, de sangre y de vida como los que tuve con figuras que yo mismo creé”. Y me atrevo a agregarle al poeta: y con figuras sobre las que leí. La literatura se resume, para mi, en esa relación: no sé cómo dialogan las demás personas entre sí y con el mundo. Yo me relaciono primero con lo imaginario.
Muchos escritores y escritoras, en su papel de personas públicas, suelen referirse a la literatura como una pregunta sobre ser humanos. Suelen avisar sobre la importancia de la lectura, sobre la literatura como comentario social y arma frente a la injusticia. A mi esa retórica me suena lejana y en alguna medida encorsetada. La literatura es terreno de libertad, es cierto, y es posibilidad de compromiso, al menos hasta que la realidad impone el autoritarismo y la censura. En consecuencia puede ser herramienta de liberación. Yo escribo sobre la desigualdad, sobre el desamparo de nuestros países, sobre el pesimismo de esta América Latina que, para mi generación, encarnó y entendió como nadie Roberto Bolaño en su condición de migrante y poeta pesimista.
Pero no escribo porque sienta que cumplo, con la literatura, alguna función ineludible. Esa solemnidad y auto importancia me es ajena. Nunca sentí que la literatura ilumine la condición humana: al contrario, creo que la opaca. Tampoco estoy tan segura de que ser humano sea algo deseable o benigno: podemos describir lo humano como cruel y generoso, como sádico y amable, como tierno y perturbador. Esto sí me permitió la literatura: explorar la complejidad. Yo abrazo los claroscuros, los recovecos del lenguaje, la literatura como ejercicio visionario, la irresponsabilidad, las contradicciones, el romanticismo. Mi mundo literario no es didáctico, no tiene certezas. Son mis obsesiones y curiosidades derramadas, incluso mi intimidad, retorcida por los mecanismos de la ficción.
Escribo sobre el territorio postindustrial que habito: el gótico contemporáneo tiene que ver con las ruinas del capitalismo, o con lo que llamamos capitalismo tardío. Transcurre en una fábrica abandonada, en un parking, en un supermercado vacío al que ya no va nadie porque las compras se hacen online. Sus monstruos son pilas de ropa de polyester que se acumulan en desiertos, islas y basurales, vivas para siempre. Son dispositivos, discos rígidos, diskettes, fichas en cajones olvidados, descartes que guardan memoria. Las ruinas de un poder que está en decadencia, como lo estaban las abadías y los castillos. El gótico contemporáneo me resulta cómodo pero me enloquecen de malhumor las manías clasificatorias.
También me resulta desconcertante el asalto de mil opiniones por minuto acerca de la literatura. Las discusiones. Si la ficción murió. Si la ficción es consuelo. Si la primera persona le corresponde a esta época. Si la autoficción es el género contemporáneo más relevante. Sobre qué debería escribir como mujer escritora. Cuál es la cuota de diversidad. Cuáles son los límites de la crueldad. Si es necesaria la crueldad. Qué es gratuito. Qué es provocador. Por qué provocar está mal. Qué hacer con el compromiso. Por qué y cuándo pronunciarse. Se parece mucho a la elección de tratamientos para la piel (¿niacinamidas o retinol?) o perfumes (¿gourmand, árabe o floral?). Se parece a decidir qué botas negras quedan bien con faldas de denim. Es divertido e interesante, es un agujero de conejo por el que es grato caer en las madrugadas insomnes, pero finalmente no tiene gran importancia.
¿Qué importancia tiene la literatura? Esa obsesión por buscarle la importancia y delimitarla y enunciarla delata cierto miedo a la intrascendencia. Hay que confiar en la literatura. La literatura es trascendente. Tiene belleza y, como decía Keats, la belleza es verdad y eso es todo lo que necesitamos saber. Tiene reflexión: es una forma de pensar y una forma de entender la realidad. Ofrece compañía, a veces grata, a veces incómoda. No sé cuantas veces quise irme de una cena, de una fiesta, de mi propia existencia para subir a un bus y abrir un libro. O meterme en la cama con un libro. O encontrar un café tranquilo y abrir un libro.
Pero, sobre todo, la literatura crea allí donde no hay nada. En ese prodigio reside su poder, que es más importante que su importancia. La literatura es magia, como lo es un conjuro o una plegaria. Palabras dispuestas de tal manera que, pronunciadas, crean o modifican una realidad. Muchas realidades. Y uno puede vivir en cada una de ellas. O tomar diferentes caminos en ese mapa que la literatura traza: abrir una puerta, elegir un desvío, descansar a orillas de un lago. El periodista y escritor Fernando Form me definió en la revista argentina El Ansia como una persona “panóptica pero sin una función de poder: es curiosa en trescientos sesenta grados”, y creo que es una descripción justa. No estudié Letras, nunca fui a un taller literario, no conocí escritores hasta que yo misma publiqué una novela. Mis conexiones, mis viajes entre islas literarias, mis rutas, se dieron por medios menos convencionales.
Me gusta hablar de conectar puntos. De pensar a la literatura como un nodo en una inmensa red de referencias. Llegué a Rimbaud por Patti Smith, la poeta punk. También por David Wojnarowickz, un artista neoyorquino que fotografiaba a sus amigos en el subterráneo de Nueva York con una careta de Rimbaud y una jeringa colgando de las venas del brazo. Mi edición de Una temporada en el infierno tenía un prólogo que se refería a Bob Dylan. Uno de mis músicos favoritos es Richard Hell, que se puso el infierno en el apellido por el poema de Rimbaud. Alejandra Pizarnik parafrasea a Rimbaud: donde él dice ‘C’est elle, la petite morte, derrière les rosiers’, ella escribe “para la pequeña muerta, un espejo de cenizas”.
Alejandra escribe sobre Erzebet Bathory, la condesa sangrienta medieval que aterrorizaba Europa del Este y quería preservar su juventud con sangre de vírgenes. Cortázar también se refiere a la vampira en 62/Modelo para armar. Los vampiros me llevan a John Polidori y a Lord Byron. Lord Byron a Percy Shelley y a Mary y a Frankenstein. Los Rolling Stones leen un fragmento del Adonais de Shelley en un concierto en Hyde Park, en 1968, después de la muerte del guitarrista de la banda, Brian Jones. Yo uso esa cita, “él no está muerto, no duerme, ha despertado del sueño de la vida” como epígrafe en mi primera novela, Bajar es lo peor, en 1995. La obsesión por preservar la juventud y la vida eterna es uno de los temas de mi novela Nuestra parte de noche. Es sólo un ejemplo de las constelaciones que configuran mis universos, esas estrellas conectadas por pistas que, creo, le dan forma a lo que entiendo como literatura, que excede por mucho al libro, el papel y la escritura.
Tengo la suerte de tener un contacto fluido e intenso con mis lectores. Siempre pensé que mi mundo privado era inaccesible o imposible de compartir, no porque me sintiera especial o única, o quizá si, de la misma manera que lo somos todos. Y sin embargo los lectores me enseñaron humildad: comparten sus versiones de mis personajes, los dibujan, me regalan objetos y cartas e historias, me cuentan de sus miedos y sus diversiones. Pude leer en teatros mis cuentos y textos de no ficción y fragmentos de novelas en la experiencia perfomática No Traigan Flores.
Ahora mismo la obra plástica de los lectores, su fan art, se exhibe en Buenos Aires, en una muestra que se llama Como para no estar muerta con este día, que es un cita de un relato de Silvina Ocampo. Trajeron fotografías de casas suburbanas, guitarras sangrientas hechas con ramas de árboles, arte textil con enaguas en el que la sangre es de plástico, cartas de Tarot, óleos. Esta producción me enorgullece y me obliga a la modestia. La lectura nos lleva con su hilo por laberintos en los que es un gusto perderse. Todo laberinto tiene un monstruo en su corazón, se dice. Ese monstruo es, precisamente, la verdad de la ficción. La mía se construye con desproporción barroca, partes cosidas con hilos de hierro, los restos mortales, y una profusión de referencias. Este borbotón se llama intertextualidad pero yo prefiero nombrarla mestizaje, caldero, fusión, magia del caos.
Nunca leí Este domingo, como les decía antes. Conocí a José Donoso a lo bestia, con El obsceno pájaro de la noche. Dice el protagonista inolvidable, el Mudito: “la primavera de la inocencia florecía en jardines de glicinas, la séptima bruja, todos nos disolvimos en la oscuridad de adentro de la máscara”. Carezco de su talento, pero es un fragmento que podría firmar. No entendí la novela en la primera lectura pero reconocí de inmediato los recovecos que me gusta visitar. Los contrahechos, las deformidades, las viejas pérfidas. Y también la primera aparición literaria del invunche, ese monstruo alguna vez humano que, hasta ese momento sólo había encontrado en libros y textos en inglés.
Bruce Chatwin se fascinó con la brujería de Chiloé en En la Patagonia. También lo usó el guionista de comics y novelista –y uno mis héroes-- Alan Moore en La cosa del pantano, cuando el guardián de la cueva aparece en los túneles de Londres. ¿Por qué se había usado tan poco en la literatura del Sur? Qué raro: fue un inglés hijo de italianos, John Polidori, quien creó al vampiro aristocrático a partir de un mito de los balcanes, y ese vampiro evolucionaría en el Drácula de Bram Stoker y de ahí a icono de la cultura popular. Nuestra literatura despreció no solo al invunche, también a San la Muerte, al Gauchito Gil, a todos los santos paganos y las animitas. Es un desprecio histórico hacia las supersticiones populares, que no tuvieron permiso de entrar en la literatura: son menos que lo menor.
La narrativa oral no mereció el libro, y también funcionó el prejuicio hacia lo femenino, hacia los cuentos de viejas en la cocina, a la siesta. Esto va cambiando, de a poco. Y debo reconocer que, a pesar de las diferencias de épocas e ideas, estoy enamorada de la ecléctica y loca literatura de este confín. La exaltación del chisme, el melodrama y las señoras muertas de calor de Manuel Puig; la Manuela gastada de El lugar sin límites, el misántropo gótico gris de Juan Carlos Onetti, los niños crueles de Silvina Ocampo, las bibliotecas nocturnas de Borges, los asesinos elegantes de Cortázar, la voz de la muerta de María Luisa Bombal, los alquimistas de Manuel Mujica Láinez, la secta de los ciegos de Ernesto Sábato, los rituales de Olga Orozco, el mono en el río de Di Benedetto. También estoy fascinada con muchos de mis contemporáneos: cuentan la desesperanza y la angustia que en América Latina se esconde, como siempre, detrás de la exuberancia, articulada por Bolaño en busca de un fantasma en el desierto.
Recibir un premio a la trayectoria a los 51 años –recién cumplidos-- me resulta muy extraño. Lo agradezco profundamente y reconozco que me produce vértigo. Suelen preguntarme si me da miedo lo que escribo y la pregunta cada vez me parece más desatinada. Claro que no me da miedo lo que escribo. Me da miedo lo que vivo. Escribir es volver a ese mundo imaginario que es más potente y más adorable que lo real. Lo tenebroso es ser una mujer de mediana edad que cuando no sufre síndrome de impostora sufre por la juventud perdida y luego se dice ‘pero aún sos joven’ y el cuerpo se lo desmiente todos los días mientras repasa cuáles son esos libros y esos eventos que pueden considerarse una trayectoria, y a veces le parecen muchísimos y a veces le parecen ínfimos.
Estoy en más de la mitad de mi vida salvo que llegue a centenaria. Me queda mucho de escritura. Creo que aún puedo mejorar. Soy una aprendiz. Mucho de lo que escribí y de lo que pude compartir con la literatura me gusta, pero nada me satisface. Antes decía que la literatura es magia y aprender a ejecutar la magia lleva mucho tiempo. La literatura es la habilidad de manipular símbolos y palabras para producir cambios en la conciencia y en la realidad. Esta idea puede aplicarse a todo el arte, pero la literatura es la disciplina que más se parece a un libro de hechizos y, como suele decir Alan Moore, grimorio es otra forma de decir gramática. Un escritor, en este caso, es lo más parecido a un mago. ¡Pero yo aún no sé ni siquiera cómo deletrear un conjuro!
Leo a Clarice Lispector, Reinaldo Arenas, César Vallejo, Enrique Lihn, Ray Bradbury, Shirley Jackson, Toni Morrison, Stephen King, Cormac McCarthy, Rimbaud, Gueorgui Gospodinov, TS Elliot, James Joyce, William Butler Yeats, Emily Dickinson, William Faulkner, Carson McCullers, Dennis Cooper, Anne Carson, Adélia Prado, Hebe Uhart, y estos sólo para empezar con mi altar, y me pregunto cómo lo hacen. Me pregunto donde reside esa fuerza transformadora que puede producir cambios y si alguna vez seré capaz de conjurarla. Sé que parte del trabajo es escribir lo que deseo, no lo que el público quiere.
Dije antes que tengo una relación intensa con los lectores, pero no quiero complacerlos. Quiero respetarlos. Y decepcionarlos, si hace falta. No quiero darles lo que yo pienso que pretenden de mi. Necesito esquivar esa complacencia y esa inseguridad. Tengo muchos mundos viviendo en mi cabeza y mis dedos, me queda tanto por descubrir. Y hoy, mientras acepto este premio magnífico, estoy ansiosa por encerrarme a escribir y volver a esa habitación del piano primordial, con las muñecas de cara verde y el diablo dando en la tecla. Es mi casa, aunque del lugar real en el suburbio de Buenos Aires no queden ni las ruinas. Esa habitación es mi lugar sin límites.
Muchas gracias.
[Fotos: gentileza Universidad de Talca, Chile]