Es fácil hablar del miedo cuando al que le pegan es al otro. Eso pienso cuando pienso que ahora, en este espacio, lo que toca es hablar del miedo. Que esa palabra, miedo, está apareciendo demasiado en las conversaciones de todos los días.
“Qué miedo”, escuché cien veces frente a esa presentación de un “brazo armado” para el presidente argentino Javier Milei, hecha con una estética que recordaba tanto al fascismo.
Después salieron a decir, con el tono sobrador y prepotente que los caracteriza, que el arma era el celular. Pero bueno, nadie monta esa escena para hablar de paz y repartir flores. O tal vez haya que tomar la excusa literalmente y ver que sí, que hay un arma con capacidad de daño en ese aparatito. Que la brutalidad es el mensaje, no una forma sino el contenido, que cualquier tema sirve como vehículo para reafirmar la brutalidad y, por eso, resulta amenazante. “Qué miedo”, escuché.
Y, sin mencionar el miedo pero actuándolo, en estos días algunos intelectuales decidieron no opinar sobre esa discusión que se está dando por la elección, para las bibliotecas de los colegios secundarios bonaerenses, de libros que tienen descripciones sexuales fuertes. Porque a quienes sí lo hicieron cientos de cuentas de Twitter se les tiraron encima no con argumentos sino con insultos que da asco leer. Ese tipo de discurso que golpea, como cuando los ladrones te insultan para paralizarte y robarte. La brutalidad es el mensaje y nadie quiere pasar por eso. Entonces, mejor callar. Es miedo.
¿A qué, en concreto se teme? Seguro, a que alguno pueda pasar a la acción física. Pero también a que la catarata de injurias —que, en general es la misma, repetido hasta que entre— termine por crear de mentira verdad. A que luego sea más cómodo no llamarte, no editar tus libros o tus notas, que no des clase, porque quedaste embadurnado con el insulto —”pornógrafo”, “degenerado” y otros que no voy a repetir— y para qué. Miedo a que, entonces, quedes gritando solo, como si fueras vos el loco, que no es verdad. Porque, al fin, ¿qué importa la verdad?
En eso pensaba y por ahí me daba vueltas la idea de que por supuesto el terror y la distopía son los géneros literarios del momento. En Estados Unidos desde el triunfo de Donald Trump crecieron las ventas de El cuento de la criada, esa novela —y serie— terrible que cuenta un mundo dominado por el extremismo cristiano donde hasta la respiración está bajo control y donde hay mujeres que son esclavas designadas como paridoras para tener los hijos que otras no pueden concebir. Control, control y más control, un elogio de la represión en el nombre del bien: nada que por estas pampas no hayamos pasado.
“Estamos viviendo en 1984″, comenta alguien en X, en alusión a la novela de George Orwell que imagina un futuro de control absoluto. Orwell la publicó en 1949 pensando en el totalitarismo de la Unión Soviética y recordando el de la Alemania nazi. Bueno, qué decir. Es obvio que no estamos en ese punto pero la literatura planteó un horizonte y pensar que se puede volver real está dando miedo.
1984
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De eso, del miedo, pensé que quería hablar. Pero esto es un newsletter de libros y resulta que tenía hace rato en la pila de libros por leer una novelita gráfica, corta, de Marjane Satrapi. Si no te suena, Satrapi es la autora de Persépolis, una novela que contó la revolución de los ayatolas desde adentro y que hoy vive en París.
El tío que eligió morir
Satrapi nació en Irán en 1969 y viene de una familia que fue parte de una casa real depuesta pero que en 1979, cuando fue la revolución iraní, era mayormente comunista. Ella tenía diez años cuando llegó la Revolución, que la familia primero acompañó por su cara antiiperialista pero de la que tuvieron que huir cuando mostró el costado religioso.
Persépolis fue un éxito, libro y película. Y, en 2005, la autora escribió Pollo con ciruelas, otra novela gráfica, que cuenta la historia de un tío que se dejó morir. Que eligió morir.
No tiene nada que ver con la revolución iraní porque ocurre mucho antes. Aunque, sí, se ve como era el país cuando no estaba bajo un gobierno islámico. Pero esas son cosas que piensa una ahora.
El tío se llama Náser Ali Jan y es músico. Toca el tar —un laúd de mástil largo— y es muy reconocido por eso. Pero, eso lo sabemos en las primeras páginas, su tar se ha roto y no lo convence ninguno de los que le ofrecen. Lo peor: —eso tardamos más en saberlo en el relato pero se cuenta en la contratapa— quien le rompió su instrumento amado es su mujer, madre de sus cuatro hijos.
El hombre adora a su hija Farzaneh, a la que ve muy parecida a él. Y no tanto al nene chiquito, que es charlatán y mundano. Pero cuando ya se está deprimiendo por la falta de instrumento alguien le dice que en un pueblo lejano venden un tar de calidad y Náser se sube a un micro con el nene y allá van. Es carísimo, por supuesto, pero “es perfecto”.
Cuando vuelve a su casa, el músico espera a que todos se vayan a hacer sus cosas, se baña, se prepara como para un gran acontecimiento y se sienta a tocar. Suena, suena pero ah, algo falta. Una tristeza insuperable lo llena todo. Es ahí que decide morir. Se acuesta y, unos días, después iremos a su entierro.
Durante esos días, del 15 al 22 de noviembre de 1958, conoceremos toda la historia que llevó a Náser hasta aquí.
Náser ha sido víctima de ese mundo correcto y tradicional de valores bien establecidos. Una autoridad firme y “razonable” decidió con quién podía casarse y con quién no. Una autoridad tradicional y con convicciones dijo que un músico no era el marido que su hija merecía. En nombre del bien, otra vez, alguien decretó la infelicidad para por lo menos tres personas: el músico, la mujer que amaba y la esposa, a la que nunca quiso y que vive amargada.
Ella no puede cambiar el pasado pero puede romper el tar, puede competir con esa pasión de su marido sin entender que cuando la rompa acabará con lo último que lo liga a la vida: ese es el instrumento que le regaló su maestro cuando lo apartaron de la mujer de su vida y en el que depositó ese amor. “Para el común de los mortales ser músico y ser payaso es lo mismo”, dirá el maestro. Es de la imposición de esas ideas de lo que estamos hablando.
La esposa de Náser tratará de reanimarlo cocinando su plato preferido, pollo con ciruelas. Pero ya está, él ya no puede saborearlo, el último receptor de placer se le ha cerrado. “Es demasiado tarde”, le dirá el ángel de la muerte en las escenas memorables donde lo visita.
Pollo con ciruelas es una novela dulce y amarga y está llena de detalles. Volví sobre esas páginas varias veces y sigo descubriendo cosas. Me dejó una tristeza y, a la vez, esa sensación reconfortante de una historia bien contada y bien pensada.
* Si querés contarme algo de lo que estás leyendo, escribime a pkolesnicov@infobae.com y te contesto.
* Esta nota reproduce el newsletter “Leer por leer”, que se entrega los jueves. Versiones anteriores de este newsletter están recogidas acá.
¡Nos vemos en la próxima!
Patricia