En 1955, una joven argentina de 18 años, marcada por la poliomielitis y su nueva realidad en silla de ruedas, bailaba por primera vez con un médico norteamericano en el salón de un crucero. Sus pies, apoyados sobre los de él, y sus brazos alrededor de su cuello, desafiaban las limitaciones físicas y sociales que parecían inamovibles. Esa joven era Jacqueline de las Carreras, y ese fue uno de los muchos episodios de una vida dedicada a romper barreras, redefinir expectativas y demostrar que las personas con discapacidad no solo podían integrarse en la sociedad, sino transformarla.
Sobre la vida de Jacqueline escribe Luciana Mantero en Discapacidad en primera persona, una biografía que combina momentos de ternura, lucha y valentía con el contexto histórico que enfrentaron las mujeres de la época. Desde las restricciones impuestas por la enfermedad hasta el viaje que le devolvió la libertad y la esperanza, el libro narra el coraje de una pionera ―en Argentina y en el mundo desde Fundación Par― en la inclusión social y su compromiso con la igualdad.
Mantero, autora de los libros como Margarita Barrientos. Una crónica sobre la pobreza, el poder y la solidaridad y El deseo más grande del mundo ―que se puede leer en Bajalibros clickeando aquí, ahora relata la vida de una mujer cuyo coraje y resiliencia la convirtieron en un modelo de superación, que inspiró a muchas personas con discapacidad a integrarse plenamente en la sociedad y cambiar su propio destino.
Discapacidad en primera persona cuenta con un prólogo de Constanza Orbaiz, psicopedagoga con parálisis cerebral y destacada promotora de la inclusión. En las más de 280 páginas, el libro pone el foco en la importancia de las leyes, los cupos laborales y el trabajo de distintas fundaciones.
A través de sus páginas, el libro invita a repensar la discapacidad desde una mirada que prioriza la educación, la igualdad de oportunidades y el cuestionamiento a los estereotipos, proponiéndola como una manera distinta de enfrentar el mundo, lejos de concebirla como una limitación.
Aquí, algunos hitos de la historia de Jacqueline en Discapacidad en primera persona:
Un viaje iniciático
Cuando terminó el secundario, pensó en irse a vivir a Estados Unidos. Si bien a ella le iba muy bien en la vida, sentía las miradas en la calle, el miedo atroz al diferente, la condescendencia. Se hubiera ido a Nueva York. Allí todo era amable en términos de accesibilidad, como se llama a la posibilidad de utilizar o comprender las cosas, los servicios, el entorno, de manera lo más autónoma posible para las personas con discapacidad, con o sin adaptaciones: una rampa para subir la vereda o a un bus, una pileta colocada a baja altura, un marco ancho para poder entrar a un baño en su silla de ruedas. Pero sus padres se negaron y a ella le entró miedo.
Tía Laura (hermana de Pepa) era su tía preferida y su madrina. Todas las mañanas, cuando era niña y vivían juntas, la dejaba a Jackie entrar a su cuarto, abrir el ropero del baño y desfilar todos sus zapatos de taco. Era rubia de rulos, ojos celestes, bajita y de andar dificultoso. A los 3 años le habían diagnosticado mal de Pott, una tuberculosis que afecta a la columna vertebral y que la había mantenido en posición semihorizontal hasta los 13. Había caminado a los 14, la misma edad en la que Jacqueline había dejado de caminar.
Era la única tía soltera (su madre le había espantado a los candidatos porque, con tal defecto físico, era evidente que la buscaban por su fortuna, sospecha Jackie que pensaba su abuela). Se dedicó los últimos años de su vida a viajar y generó una complicidad especial con sus sobrinas. Todos los años invitaba a dos de ellas a Europa.
Pero en 1955 fueron cinco: Jacqueline y Janina, Olga y Victoria (Braun Campos) y Marta (Braun Seeber) se embarcaron en un crucero hacia Nueva York, con paradas en Montevideo, Río de Janeiro, Santos, Bahía, Trinidad y Barbados.
Para mediados de siglo la mujer había ganado algunos derechos en América Latina. Desde los años 30 había empezado a votar en algunos países y se reconocería su ciudadanía en las décadas siguientes. La curva del trabajo femenino repuntó a partir de 1950 y 1960, la renovación ideológica de la clase media de los 60 comenzaría a poner el ideal de la familia burguesa en entredicho.
Ya en el barco, por primera vez desde que se había enfermado, Jackie tuvo esa sensación de libertad. (…)
Allí Jackie tuvo su primer romance. La “festejó” el médico de abordo, Robert D. Sullivan o Bob, que según ella (y la foto que aún conserva lo prueba) era buenmocísimo. Él tenía 33 y ella 18. En el crucero SS Argentina con el médico de abordo, Bob Sullivan, su primer amor, 1955.
Cuenta: La primera noche fuimos a comer y nos tocó una mesa al lado de la suya. Se ve que él se flasheó. Después fuimos al lounge y los animadores le entregaban a cada mujer soltera un carnet de baile. Tenías que ir al chico que te gustaba y decirle que querías un baile con él, al revés de lo que se hace generalmente.
Entonces este se me acerca y me dice: “¿Me das tu carnet?”. ¡Y se anotó todos los bailes conmigo! Era divino. Yo casi me derrito. Para bailar me levantaba de la silla, ponía mis pies arriba de los de él, me sostenía la cola con fuerza para que no me fuera hacia atrás, porque yo no tenía fuerza en los músculos, y me pedía que me agarrara de su cuello.
Así bailamos.
Bailaron, sin parar, durante lo que para tía Laura fue una eternidad. “Yo le explicaba a tía Laura: ‘¡Es lo único que puedo hacer!’. Él me agarraba y yo lo agarraba. Estábamos recerca. Pero era muy respetuoso. Fue mi primer novio”.
“Esto lo arreglamos nosotras”
Cuando llegaron a Nueva York, donde se quedaron varios días, alquilaron dos autos y se fueron para Boston. En una serie de fotos en blanco y negro se las puede ver estacionadas al costado del camino, a lo Thelma y Louise, look años 50, sus polleras amplias o rectas bien abajo de los tobillos, sus zapatos de taquito bajo y sus blusas de mangas cortas, inclinadas algunas sobre el capó levantado, otras mirando desde abajo las ruedas con cara de preocupación.
Intentaban arreglar aquel maldito Chevy 52 que las había dejado varadas en la carretera. En una de esas fotos algunas se sonríen; tía Laura, con su elegante collar de perlas que no pega con la situación, inclusive. Jacqueline está sentada en el asiento del acompañante del auto averiado y saluda sacando el brazo por la ventanilla, con mirada pícara.
Estas imágenes podrían ser parte de una exposición acerca del feminismo a lo largo de la historia; parecieran decir: “Esto lo arreglamos nosotras”.
Antes de embarcarse de vuelta en Nueva York, sus primas la convencieron de que se hiciera la permanente. Así que el médico de abordo y también el mar Caribe que se avecinaba la recibieron de rulos, rulos apretados, apretadísimos, que por suerte no espantaron al candidato. La foto con el Dr. Sullivan deja testimonio.
Cuando llegaban a algún puerto, bajaban a hacer turismo y conocían gente. Un día se fueron a la casa de un joven del que se habían hecho amigas en el barco, con pretendientes y amigos inclusive. Con la silla se las arreglaban. Tomaban taxi, o iban en auto. La subían y la bajaban. Siempre había alguien para ayudar y a ella no le preocupaba.
Por primera vez, todos juntos por sus derechos
En el Primer Congreso de la Disabled Peoples’ International (DPI) en Singapur, además de Jacqueline participaban unas cuatrocientas personas de cincuenta y un países. Había un rango enorme de clases sociales, de tipos y grados de discapacidad.
Como con los autos, las diferencias se notaban en las carrocerías, en las piezas y en el andar: algunas sillas de ruedas y prótesis no rugían pero sí relucían, otras eran “vehículos” armados con lo que había, como se podía. (...) La DPI eligió Singapur por estar a mitad de camino entre el norte y el sur, por ser un país en desarrollo, por tener un clima político amigable y las facilidades suficientes para que todas esas personas pudieran desplazarse por su cuenta; en otros lugares del mundo no tenían siquiera veredas planas o un hotel donde cupieran las sillas de ruedas en los ascensores, o siquiera entraran por el marco de la puerta a los cuartos.
Pensada como una señal al mundo, por primera vez las personas con discapacidad hablaban por sí mismas organizadamente. No se trataba de que las que vivían en países desarrollados les dijeran a las de los países en vías de desarrollo qué hacer, sino de que compusieran una sinfonía que las incluyera en sus distintas realidades. “Nuestra fuerza proviene de nuestra unidad como iguales, dentro del contexto de nuestras diversidades socioeconómicas, culturales y políticas”, decía Ron Chandran-Dudley, activista ciego de Singapur designado presidente del Comité Nacional Organizador. (…)
Este Congreso marcaba un antes y un después en la lucha de las minorías por sus derechos.
*Fotos: Gentileza Luciana Mantero