La historia comienza con un monumento y termina con una búsqueda. En Revolución, el escritor y periodista chileno Juan Pablo Meneses reconstruye la obra y la desaparición de la primera estatua en homenaje al Che Guevara, una escultura erigida en 1970 en San Miguel, Chile, bajo el gobierno de Salvador Allende que desapareció tras el golpe de Estado de 1973.
Revolución
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La escultura de bronce de casi 10 metros fue diseñada por Praxíteles Vázquez, un artista plástico influenciado por el realismo social, que lo llevó también a experimentar en la creación muralista inspirada en la obra del mexicano David Alfaro Siqueiros. Ese cruce con lo social hizo que comenzara tempranamente con un culto de consumo contemporáneo que no cesa: el culto visual al Che.
Meneses decidió llevar esta historia al centro de su nueva novela, un relato que cruza ficción y realidad para explorar el fetichismo global en torno al Che. A través de Juan y Celia, dos guionistas que investigan la creación del monumento para una serie documental, Revolución se convierte en un viaje por el mito guevarista y su impacto cultural, político y emocional.
Autor de obras como La vida de una vaca, Niños futbolistas y Un dios portátil, el fundador de la Escuela de Periodismo Portátil construyó una carrera que combina rigor investigativo y creatividad narrativa. Su trabajo fue reconocido con el Premio Municipal de Literatura de Santiago y ganó la beca John S. Knight Journalism Fellow de la Universidad de Stanford. EE. UU.
Meneses viajó a Buenos Aires para presentar su libro, firmó algunos ejemplares y habló con Infobae Cultura sobre el cruce entre ficción y realidad, y el poder de las historias para iluminar lo que el tiempo intenta borrar. O incluso, hacer desaparecer.
—¿Qué te llevó a centrarte en la historia de la primera estatua del Che Guevara y qué descubriste en este hecho fuera de agenda?
—Tenía recuerdos muy vagos de mi infancia y juventud de cuando escuchaba a alguien decir: “Acá hubo una estatua del Che”. En la novela esto se aterriza porque me lo comentó un fotoperiodista, Enrique Meneses. Pero era algo que rondaba como cuando rescatamos algo de nuestro pasado. De repente, la idea de la estatua volvía a mí, hasta que un día decidí buscar en Google. No había casi nada, apenas un par de cosas que mencionaban que la estatua fue la primera del Che, que la visitó Fidel, y que Pablo Neruda le dedicó unas palabras. Luego encontré que fue inaugurada en noviembre de 1970 y que Pinochet ordenó destruirla personalmente en 1973. Había muchos personajes alrededor de esta historia, pero nadie parecía recordarla. Eso ya me interesó para empezar a investigar y escribir.
—Además de la historia de la estatua, el libro aborda el consumo global de la figura del Che…
—Esto viene de mi época en la que viví en Argentina. Tuve un blog llamado ‘Crónicas Argentinas’, donde escribí una serie sobre el Che. Un día invité a la gente a mandar fotos con camisetas del Che desde cualquier lugar del mundo. Fue una locura. Me llamó el jefe de Sistemas del diario y me dijo: “¿Qué hiciste? Se cayó el sistema”. Habían llegado millones de fotos y mensajes. Eso me hizo reflexionar sobre este fervor por el Che, muchas veces totalmente desideologizado. El libro aborda esta dualidad: una historia perdida, como el nombre de mi novela anterior, pero también un Che que trasciende todo lo que se ha intentado constatar de él.
—A propósito del momento histórico en que ocurre la historia, hablás de un ánimo colectivo por cambiar el mundo. Si lo llevamos al presente, ¿cómo comparas esa energía con la del contexto actual?
—Es totalmente distinto. Y esa fue una de las cosas que me interesaba explorar en el libro. Cuando lo estaba escribiendo, pensaba mucho en cómo ese estado de ánimo de los años 70, de querer cambiar el mundo, se siente hoy como algo casi irreconocible. Charly García dice que hay que romper la tendencia, acá es igual. Hoy estamos en el momento de los procesos individuales, no en los procesos colectivos. Entonces, resulta que hoy en día es más importante leer La metamorfosis de Kafka que leer El capital de Marx. O sea, nuestro objetivo hoy es vivir el día a día en nuestro proceso individual. Entonces, en ese punto, la idea de la revolución, la idea de un proyecto colectivo, la idea de cambiar el mundo, pasa de ser subversiva a ser anacrónica. O hasta es una idea ingenua.
—Ahí hay un punto de contacto con lo que me decías también de la imagen vacía. ¿Es una imagen del Che más parecida a la lengua de los Rolling Stones que a otra cosa?
—Claro. Hay una historia que está relacionada a eso. Gary Medel, un jugador chileno que está en Boca, su primer tatuaje fue el del Che. Un amigo periodista, cuando se hizo el tatuaje, le dijo: “Te hiciste el tatuaje del Che, Gary”. Y él le respondió: “¿De quién? ¿Quién es?”. Gary no lo conocía, se lo había hecho por Maradona. Él, lo que quería era jugar como Maradona. El tatuaje era como la persona que se compra un coche nuevo o una moto nueva y le pone una calcomanía del Che, como queriendo decir: “Esto me representa”, pero no por la idea, sino por un significado que va más allá.
—En el libro anterior, ‘Una historia perdida’ exploras los bombardeos en Chile, ¿por qué viajas desde la ficción otra vez a tu infancia?
—Ha pasado una cosa interesante. Todos mis libros de no ficción fueron escritos en primera persona. Todos muy internacionales, abordan temas diversos, desde los niños futbolistas hasta la compra de un dios en India. En cambio, con la ficción he podido contar cosas de mi país, he podido hablar de la política de mi país, he podido abordar historias que a mí me han marcado y traumas que me han abordado. Porque, de alguna manera, la no ficción cubre problemas y la ficción cubre traumas.
—¿Y qué hay en esa infancia?
—He vuelto al lugar donde se formaron muchas de las historias que he estado contando. Resulta que ahí hay una obsesión mía en estas historias que han desaparecido, que no nos han querido contar. Porque nosotros estamos armados de narrativas. Y otra obsesión que ha tenido este libro, al igual que el anterior, es que son historias perdidas, desaparecidas y que yo las termino de ajustar con pedazos de ficción. Ese es el ejercicio. Porque las investigaciones periodísticas ya no llegan a decirnos la verdad completa de lo que pasó. La historia, las investigaciones académicas y las investigaciones judiciales, tampoco. Entonces, dejamos de contar esa historia, porque todas las investigaciones oficiales no nos van a entregar la verdad. Ahí le agregamos un poco de ficción para realmente completar el cuerpo.
Esto es lo que hacen algunas funerarias en Ciudad Juárez, que te ofrecen el servicio de reconstrucción de cabeza para no entregar tu cuerpo incompleto. Acá, yo completo el cuerpo con un poco de ficción, pero esta es una historia completamente real. Yo nunca investigué tanto para una historia como para Revolución’ Yo nunca terminé haciendo una investigación tan radical como en este libro. Al punto de que terminé haciendo una denuncia oficial. Nunca había hecho una denuncia. Yo no sabía cómo se hacía.
—Quiero retomar la idea de la denuncia. ¿Cómo fueron esos pasos concretos de ir y decir: “Miren, vengo a denunciar que acá falta una estatua”?
—Lo más alucinante de eso es que estamos acostumbrados a que un autor diga “este personaje de ficción sí es verdad, está inspirado en mí”, o “este personaje de ficción hace cosas parecidas a mí”. En mi caso, fue al revés: Juan, el personaje de ficción, fue el primero que hizo la denuncia. Y cuando yo estaba releyendo eso, cuando hizo la denuncia, me dije: “Puta, en realidad hace falta hacer una denuncia de verdad”. Entonces, yo me metí en el personaje de ficción y ahí fui a hacer la denuncia. Y me encontré que habían pasado 50 años y nunca nadie había hecho una denuncia. Y fue la primera denuncia sobre la primera estatua real que llevaban…
Allí empieza todo un proceso que fue una locura, porque empieza toda la burocracia, todo lo que tienen con los procesos de búsqueda que hemos tenido en Latinoamérica. En el fondo, hay pruebas de prensa, hay pruebas de testigos de que esa estatua ‘la desaparecieron los militares’. Todavía hay un temor de preguntar a los militares dónde está. Entonces tiraron la pelota hacia el municipio donde se construyó. Porque cuando yo estaba haciendo la denuncia, yo estaba hablando con el tipo y le decía: “Pero pregúntale al militar, si hay uno acá”. Me sentía siendo parte de mi libro de ficción, porque sabía que eso iba a aparecer. Cuando yo hago una cosa así en un libro de no ficción es una performance. Pero para un libro de ficción es casi una actuación. Estaba haciendo casi una actuación, porque en realidad a mí me interesaba esa relación con el funcionario, pero también estaba actuando un poco para ver qué podía preguntar. Yo era Juan, el personaje. Y yo siempre digo: “Después de la caída del Muro de Berlín, el único muro que falta para caer es el que separa la ficción de la no ficción. Y estamos ahí”.
—Con respecto al diseño narrativo del libro, los personajes son documentalistas ¿Por qué documentalistas y no escritores, por ejemplo?
—Ellos están haciendo un documental para un streaming. El documental ha cambiado mucho. Antes, el documental era el hijo que teníamos que esconder de la visita. Y ahora el documental es el niño estrella que toca la guitarra y canta canciones. La cantidad de presupuestos que hay es lo más glamoroso. Los documentales son los más chics del momento. Entonces, lo que ha pasado increíblemente... me interesaba abordar ese tema. ¿Por qué? Porque hoy día el documental es muy parecido a la crónica. Antes era un cronista el narrador y ahora es un documentalista. Hay gente que dice que la crónica es un documental escrito y otros dicen que el documental es una crónica grabada, audiovisual, porque rescata los momentos. Pero me interesa mucho el tema de tomarlo como una nueva propuesta narrativa, porque a veces la gente quiere más respuestas en forma de visualización que de palabra. Entonces, decidí tirar una relación entre los dos mundos. Me interesaba mostrarlo en el libro.
—A raíz de esto también, en Una historia perdida aparece una cumbre de cronistas que funciona como una especie de santuario o de velorio ¿Decidiste, de alguna manera, hacer una especie de despedida de la crónica dentro de un libro de ficción?
—Mi territorio es la crónica. Soy de ahí, ese es mi idioma. Yo partí hacia la ficción, pero mi lugar es la crónica. Y estas novelas que estoy haciendo son las novelas de un cronista, de alguien que quiere contar un momento. Bolaño es un cronista haciendo novelas, investiga temas. Yo siento que hay un posible camino para la crónica, un nuevo camino. De hecho, yo le puse un nombre: literatura crónica.
Y no quiero ser como esos cronistas que le ponen color, pero igual te lo pasan como crónica. Entonces, le puse un poco de color, y digo que es una novela. Es una novela que, en el fondo, es una novela de literatura crónica. Umberto Eco decía que el libro se completaba con el lector, y tenía razón. Si no hay alguien del otro lado, si no hay nadie que lo lea, se termina ahí. Yo siento que hoy el libro se termina googleando. Entonces, mucha gente piensa: “Oye, ¿es verdad o no? Googlealo”.