No es habitual que lo más difícil de una entrevista sea el saludo pero ahora pasa. “Hola”, dice Martín Caparrós desde la videollamada, en su casa de Madrid y hay que responder: “Hola, ¿cómo estás?”, pero ¿cómo le va a preguntar uno “cómo estás” a alguien que, se sabe, está muy enfermo y acaba de escribir un libro donde cuenta su vida pero donde, también, piensa en esa enfermedad, el ELA, que no se sabe de dónde sale ni da ninguna oportunidad de “pelearla”. Estoy hablando con un hombre que acaba de escribir: “en un tiempo no demasiado largo ya no podré mover los brazos ni seguramente hablar ni, supongo, tragar. Que no voy a poder tomar este mate ni fumarme aquella shisha ni comer un sanguchito; que no voy a poder escribir y, al final, tampoco respirar”. Entonces, ¿cómo le digo “Hola, ¿cómo estás?”. Da miedo de que conteste la verdad.
Antes que nada
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El libro que publicó Martín Caparrós se titula Antes que nada y sí, tiene mucho que ver con la Esclerosis Lateral Amiotrófica, esa enfermedad neurológica que va atacando los músculos y que a Caparrós algún médico le describió como una especie de envejecimiento acelerado. Hace tiempo que Caparrós está en silla de ruedas porque las piernas dejaron de cumplir su función de sostén. Y, sabe, la enfermedad irá también por sus brazos”. Todos los “hoy” serán mejor que cualquier “mañana”. Es difícil saberlo. Y, sin embargo, aparece tranquilo.
Antes que nada habla sin mermelada de esa enfermedad, de lo que hará, de la pena de ese final anunciado: no vale decir “todos nos vamos a morir” porque, como escribe Caparrós: “No saber de qué vas a morirte se traduce fácil por no saber que vas a morirte. Saberlo es la jauría”. Pero, además, en el recorrido de una vida, Antes que nada es una crónica de la segunda mitad del siglo XX. Protagonizada por un personaje singular, que -cosa de la vida- tuvo como maestra jardinera a una chica de 20 o 21 años que se llamaba Norma Arrostito y que “fue, pocos años después, fundadora de los Montoneros y, quince más tarde, asesinada en la Escuela de Mecánica de la Armada argentina, el matadero más cruel de nuestra historia.” Padre español y médico psiquiatra, madre judía y médica psicoanalista, los dos de izquierda: Caparrós-niño terminaría sentado junto a Fidel Castro o iría con su padre a hablar con Perón, quien haría que le trajera un café con leche su asistente... José López Rega. Hay muchas de esas cosas en el relato.
Pero, sobre todo, el ingreso a la militancia, el tiempo en un grupo ligado a las FAR (las Fuerzas Armadas Revolucionarias, peronistas), el día que tuvo un arma en la mano, las diferencias con la Organización, la decisión de dejarla y lo que eso implicó... mucho de lo que es la Argentina pasa delante de los ojos del lector en esta historia personal. La salida apurada hacia España en enero de 1976 porque las cosas se ponían difíciles. La vuelta en 1983, meses antes de las elecciones hacia la democracia. Las varias idas y vueltas desde y hacia Europa. Su explosiva dupla radial y luego televisiva con Jorge Dorio. Y más.
De esas ideas, de esos sueños y de qué fue de ellos también habla Antes que nada, organizado en dos líneas: la que avanza en la vida, la que se retuerce alrededor de la enfermedad. Entonces, llega la hora de la llamada y acá estamos, pantalla a pantalla.
-Pensaba qué difícil es saludarte preguntando cómo estás.
Caparrós sonríe. Hace un gesto de “qué vamos a hacer”. Entiende.
-Y aunque este es el libro de la enfermedad quería empezar por otro lado. Por esa época que describís, en la que los jóvenes iban a cambiarlo todo. ¿Era un mundo mejor?
-Te diría que era un mundo que creía que podía ser mejor. ¿Eso lo hace mejor? Eventualmente, sí. Pero la diferencia era básicamente esa. No es que fuera mejor, sino que creía que podía serlo. Y eso es una diferencia significativa, sobre todo en un momento en que hay una especie de gran energía de todo tipo de orígenes, empeñada en convencernos de que no puede ser mejor, ¿no?
-¿Frente a una generación actual más convencida de su impotencia?
-A ver, yo no quiero meterme con las generaciones actuales porque es una idea que me parece siempre un poco caprichosa y eventualmente esté teñida de rencores. Pero claramente había esa idea de que con suficiente voluntad podíamos mejorar muchas cosas. Y eso ahora no se ve. Estamos en una época mucho más definida por la fatalidad que por la voluntad. Y en aquellos, o la mayoría, de los que quieren ejercer alguna voluntad, en general tienen una voluntad muy individualista, muy relacionada con cierta idea de éxito personal, etcétera, etcétera. No creo que eso sea inmodificable ni que dure mucho. Creo que son momentos.
-¿Y cómo cambiaría?
-Todavía no hemos podido imaginar la nueva forma del futuro que queremos y entonces no sabemos qué querer. Hay momentos en que las sociedades deciden qué futuro quieren y hacen lo posible y necesario para conseguirlo. A veces lo consiguen, a veces no, pero bueno, trabajan para eso. Y después hay épocas en que esos futuros o ya sucedieron o ya fracasaron y entonces no se sabe muy bien cómo sería un futuro deseable. Y son esas épocas en que, bueno, como el futuro no es promesa, se vuelve amenaza.
-El futuro se vuelve una amenaza.
-Y estamos todos cagados de miedo, porque el clima, la demografía, la política, la tecnología, todo parece una amenaza espantosa. Eso es lo que me parece curioso de esta época. Pero como siempre hubo épocas que no sabían qué querían para el futuro y que lo fueron construyendo, me imagino que ahora está pasando lo mismo y que en términos históricos tampoco va a tardar tanto. Pero los términos históricos son muy crueles cuando uno los compara con los términos individuales, personales.
“El futuro se vuelve una amenaza” dice el hombre que dice que muchos años más no va a vivir. Entonces, ¿cómo llegó a este libro en que va hacia el comienzo de su vida y la repasa? En algún momento, en Antes que nada, recordará que se dice que antes de morir la vida entera pasa ante uno en unos segundos. Y que bueno, ha decidido hacerlo en un tiempo más largo.
-Este libro lo escribí porque tenía ganas de escribirlo, porque cuando vi que la cosa podía no durar mucho, me dio esa especie de necesidad de hacer el recorrido, digamos, de ver qué había pasado, quién había sido. Me dieron ganas de recordarme, digamos, y escribí el libro para eso. Y tardé meses en decidirme a publicarlo. O sea, lo escribí pensando que probablemente no lo publicara y eso me permitió, quizá, ser más franco o más directo en algunas cosas. Y me permitió como un diálogo conmigo en el tema de la enfermedad, que si no, probablemente, no habría tenido de esa manera tan brutal.
-Me impresiona un poco cómo se te cruza la Historia en la vida. Norma Arrostito es tu maestra jardinera. Tu papá se cartea con el Che Guevara y lo ve a Fidel. Vos charlás con Perón, lo ves pasar a Illia. López Rega te sirve café con leche. Estás en la cancha el día de la puerta 12...
-Mirá, nunca lo pensé en esos términos. Es cierto que tuve como cierta suerte en qué sé yo, en estar de vez en cuando en lugares donde pasaban cosas o había personas que valían la pena. Mirá, te confieso que una página que borré del libro fue una especie de lista que eran solo nombres de personas que había conocido y que era bastante impresionante. Pero después me pareció no sé, como presumir. Y la saqué. Pero es cierto que me fue sucediendo.
-¿Por ejemplo?
-Estaba pensando en una situación muy concreta. Un día, en un barcito, estábamos caminando por la calle, en París con Pino Solanas, de quien yo era asistente en ese momento. Yo era su asistente porque él me conocía desde chiquito, porque era amigo de mi papá. Trabajé con él durante un tiempo, año y medio o así. Y un día estábamos caminando por ahí y él saludó en la puerta de un barcito, en una calle, a una mujer. Yo vi, obviamente, que era la actriz Simone Signoret y me la presentó. Y después vino su marido, que era Yves Montand, que para mí era un ídolo total. Yo había escuchado las canciones populares francesas cantadas por él desde que era muy chico... Y nada, lo saludé porque estaba ese día con Pino y porque Pino los conocía: hablamos cuatro minutos y nos fuimos. Un día en otro bar de París, vi entrar a Catherine Deneuve y fue como un sol, como si hubiera iluminado todo.
-Vos decís en algún momento que para tu generación la muerte estuvo muy presente muy temprano. ¿Pensás que eso los marcó después?
-Es que era una forma rara de la muerte. No teníamos una conciencia de qué era morirse. Digamos, era una especie de gesto heroico que formaba parte de aquello que habíamos elegido, de esa aventura vital en la que nos habíamos metido. Esa especie de muerte heroica que de algún modo te engrandecía. Eso era la idea que teníamos, digamos, al principio. Después se transformó en una aplanadora, que ya ni engrandecía ni ninguna otra cosa, era simplemente un monstruo desatado contra el que no había forma de hacer nada. Bueno, unos cuantos nos pudimos escapar pero muchos, no.
-Eso de que era una aplanadora contra la que no se podía hacer nada es parecido a lo que decís de esta enfermedad. Cuando decís que quienes tienen cáncer tienen una puerta, una lucha posible, pero con la ELA, nada. Cuando empezó, ya está.
-Me dan cierta envidia los cancerosos porque, efectivamente, tienen la idea de que hay recursos, de que hay posibilidades, de que hay cosas que pueden hacer. Por otro lado, como que es más fácil, digamos, no tenés que estar en esta metáfora de la lucha. Bueno, acá no hay lucha. Ya está, ya perdiste de antemano y bueno, lo que pase pasará. Eso por un lado es intolerable y, por otro lado, en un punto, es más tranquilo. Bueno, ya está, es así. La aplanadora de la dictadura era más parecida al cáncer, digamos. Tenías la posibilidad de zafar. Y de hecho, bueno, muchos lo hicieron, algunos por lo menos lo hicieron.
-Es difícil, frente a la enfermedad, no buscar un sentido.
-Bueno, ésta tiene la ventaja de que como nadie tiene ni idea, nadie tampoco te puede decir: “Si hubieras comido menos pechuga de pollo no te habría pasado esto”. Nadie sabe. Nadie sabe ni por qué, ni cómo, ni nada. Entonces eso los priva de mucho discurso, afortunadamente. Y de mucho reproche.
-Pensar la muerte de uno mismo es imposible.
-¿Por qué imposible?
-Porque no puedo pensar en algo donde ya no pienso. No puedo pensar mi nada.
-No sé si me resulta imposible. Me resulta muy... muy.. ¿cómo decirlo? Muy lamentable. Me apena porque me gusta estar asi, digo, me gusta vivir. Y, finalmente, me gusta ser quien soy. Entonces me gustaría seguir siéndolo, pero bueno, no es así.
-¿Te subleva?
-Me descubrí una especie de aceptación o calma que no me habría imaginado. Digamos, que no hubiera supuesto que iba a tener. Que consiste en decir bueno, es lo que hay. No es que yo podría ser otro y podría ahora tener un resfrío que se va a curar pasado mañana. Yo soy esto y bueno, eso es lo que hay. Voy a tratar de sacarle el mayor rendimiento posible a lo que haya de vida y después no habrá más nada.
-¿Nada?
-Se me ocurrió una cosa con eso, que usé para empezar un librito que seguramente publicaré el año que viene. Se llama Sin Dios. Yo siempre pensé que las religiones se habían creado por el miedo a la muerte, digamos, para darte alguna opción más allá. Y entonces le tenía un poco de envidia de la gente que podía creer que si se moría tenía otra instancia y demás. Y hace poco se me ocurrió que si encima de morirte, que debe ser bastante incómodo, estar pensando que cuando termines de hacerlo te vas a tener que enfrentar a alguien que te va a juzgar por cada uno de tus más mínimos actos, que tiene toda la información que se puede tener en el mundo y que, como uno no es perfecto, te va a mandar a quemarte durante millones de años... Imaginate el momento en que te morís: ¿Tenés que estar preocupado por lo que te van hacer? Es más fácil ser ateo y pensar que se acaba todo.
-Ahora que ya se publicó el libro, ¿te sentís expuesto?
-Sí, me sentí expuesto. Sí, seguro. Pero, por otro lado, también tuve más muestras de cariño que las que habría imaginado. Y eso estuvo muy bien. Tampoco había muchas otras posibilidades. Una de las razones por las que decidí publicar el libro ahora es porque ahora se nota. Hasta hace seis meses no se notaba tanto. Digo, yo andaba en una silla de ruedas, pero eso podía ser por cualquier cosa. En cambio ahora tengo más problemas para mover los brazos, etcétera. Entonces ya no podía seguir callándolo Yo nunca pensé que fuera una noticia. Sin embargo, salió por todos lados. Eso me sorprendió.
-En algún momento, en el libro, te preguntas cómo se aprovecha el tiempo que queda. ¿Cómo se aprovecha?
-Mi respuesta, a partir de mi práctica, es: tratando de vivir lo más parecido a como he vivido siempre, tratando de hacer las cosas que siempre hice, porque me gustan mucho las cosas que hago, lo que quiero es seguir haciéndolas todo el tiempo que pueda. O sea, sigo escribiendo mucho. Tengo como siete u ocho libros inéditos.
-¿Hay algo que, después de publicar el libro, pensaste que te hubiera gustado poner?
-Yo en general, cuando termino un libro, lo olvido absolutamente. Y con este, en cambio, se me empiezan a cruzar historias que tendría que haber incluido. Hasta tengo un papelito donde he anotado ya tres o cuatro.
-¿Me contás una?
-Quizá sea una tontería... Contaría un poco más del casi mes que pasé en una casa que no era una casa sino una escuela ocupada en Turín. Fue cuando estaba escribiendo el libro de Soledad Rosas. (NdelaR: una activista anarquista argentina, acusada de ecoterrorismo en Italia, donde la detuvieron y se ahorcó). Pues me parece que podría contar un poco más sobre la experiencia de vivir en una comuna anarquista. Y cómo yo, que siempre me imaginé un poco anarquista, me di cuenta de que la práctica de ellos era mucho más interesante que mi teoría.
-¿Por qué?
-El otro día estaba pensando en un momento tonto: al cabo de cuatro o cinco días de estar ahí le dije a uno de ellos, que era el que se había casado formalmente con Soledad para darle papeles, que quería ayudar. Yo comía todas las noches con ellos y, bueno, que quería ayudar, que me dijera qué podía hacer para participar. Y entonces él me dice: “Lo que quieras”. Y yo le digo: “Bueno, pero decime, qué hago. ¿Compro cosas?” Y él: “Sí, si querés”. “¿Y qué cosas?” “Bueno, lo que quieras”. Y si no, le dije, puedo cocinar, lavar, todo eso. “¿Hay algún lugar donde yo me pueda anotar?” Y él se rió: “¿Ante qué autoridad? ¿Qué autoridad te va a reclamar que hagas lo que no hiciste?” Y yo le digo: “Disculpame mis prejuicios, pero yo tiendo a pensar que más allá del tema de la autoridad, un poco de organización ayuda”. Y me dice: “Vos llevás varios días acá, ¿no? ¿Y comiste todos los días, ¿no?” Nada, son boludeces, pero que me quedé con ganas de ponerlo.
-Y, ya que recorriste tu vida, ¿cosas que te hayas arrepentido de hacer?
-Mmmm... Me cuesta encontrarlas. Sigo pensando y nada, nada muy punzante. Y al mismo tiempo, me parece tan frívolo decir que no...
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