Hola, ahí.
Vaya a saber por qué, a mi abuelo Jeremías nada le dolía tanto como que lo llamaran mentiroso. No había nada peor para él, incluso si quien se lo decía era yo, una nena de seis años; incluso si lo hacía porque acababa de prometerme “Ya nos vamos” de un lugar en el que me estaba aburriendo y él seguía la charla y no nos íbamos nada. Ahí era cuando yo podía de pronto decirle: me mentiste. Entonces me miraba muy serio desde atrás de sus anteojos de marco grueso y respondía:
–No vuelvas a llamarme mentiroso. Nada me duele más que eso.
Recuerdo bien esa mirada y, aunque yo entonces ignoraba que no mentir y no dar falso testimonio era lo que ordenaba el Octavo Mandamiento, sus palabras alumbraban una ética. La mentira es lo peor. Que te llamen mentiroso es un oprobio. No permitas que digan que estás mintiendo.
Cuando la mentira es la verdad
“Cuando mil personas creen durante un mes algún cuento inventado, se trata de una noticia falsa. Cuando mil millones de personas lo creen durante mil años, es una religión” (Yuval Harari).
A veces pienso que nos fuimos acostumbrando a admitir la mentira como una verdad más. Comenzamos hace unos años hablando de posverdad, un concepto que podía alcanzar categoría filosófica pero ya nadie menciona esa palabra y, en cambio, reflexionamos horas y horas sobre las fake news y la voluntad de manipular la realidad a gusto y de lo inquietante que es advertir lo fácil que es obtener éxito en esa empresa.
Hay una cita muy famosa sobre este asunto y es esa que dice que “Puedes engañar a todas las personas una parte del tiempo y a algunas personas todo el tiempo, pero no puedes engañar a todas las personas todo el tiempo”. Me hubiera encantado seguir creyendo que su autor fue Abraham Lincoln, pero ahora los expertos en chequearlo todo sostienen que no, que si bien el expresidente de los Estados Unidos dio en 1858 un discurso en Illinois en el que sobrevolaron estas ideas acerca de la mentira, no existe registro ni documento que confirme que pronunció esta frase que trascendió la historia.
Y si esta desmentida es posible es porque ahora, a partir de la difusión instantánea de cualquier información, parece más fácil mentirles a muchos todo el tiempo pero también existen más herramientas para detectar plagios y mentiras. Lo que no abunda, en cambio, es tiempo libre para que un individuo cualquiera pueda dedicarse a desmontar cada engaño, cada construcción.
A lo mejor, me digo, la frase que pudo haber dicho Lincoln –o que quizás no dijo– ya no se sostiene ni para la política ni para el periodismo. Tal vez ahora sí llegó el tiempo en que es posible engañar a todas las personas todo el tiempo y, si eso ocurre, será porque la mentira perdió o aligeró al menos su connotación negativa y resalta, en cambio, la idea de construcción de un relato. O tal vez haya que mirar la otra cara de la moneda y aceptar que lo que ya no tiene un valor destacado es el concepto de “verdad”, por lo que estamos cada vez más persuadidos de que hay tantas verdades como subjetividades.
De rodillas en el lodo
El video es demoledor y fue filmado desde un piso superior de un edificio en Alfafar, uno de los pueblos de Valencia afectados por la DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos), el fenómeno meteorológico que provocó las lluvias torrenciales que dejaron más de doscientos muertos (una cifra que aún no es definitiva) en el sudeste de España. En las imágenes se ve a un hombre joven a punto de salir al aire o de grabar un informe para la televisión.
Micrófono en mano, piloto, guantes de goma y pies en el barro, el cronista se dispone a iniciar el reporte cuando de pronto y sin que se entienda mucho la razón, retrocede hasta una zona de la calle menos iluminada, un espacio discreto e ideal para la trampa. Entonces se tira de rodillas en el lodo y luego de unos segundos emerge, ahora sí, con el aspecto sufrido y apropiado para hablarles a millones de televidentes que esperan noticias frente a la pantalla, afligidos por la catástrofe.
blockquote class="twitter-tweet">Lo de gisbert es de tener 0 vergüenza
— raaxon (@raaxon_) November 4, 2024
min 0:50 pic.twitter.com/QAzr4VukJE
Entre los españoles hay furia e indignación por la falta de previsión y la demorada respuesta al desastre por parte de las autoridades pero, así y todo, la mentira del pícaro tuvo patas cortas. Con esta evidencia, además, no solo se terminó el embuste del barro sino que el episodio obligó a poner en cuestión todo lo que venía diciendo en cada una de sus salidas para Horizonte, el autodefinido como “programa de investigación” que es conducido por el periodista Iker Jiménez -entusiasta del sensacionalismo y sin reparos ante el pudor- y transmitido por Cuatro TV.
En busca de mantener la atención de la audiencia, entre los contenidos de ese mismo programa -que es lo que sale al aire pero también aquello que se viraliza en redes y apps diversas- aseguraron taxativamente que había cientos de muertos en el estacionamiento subterráneo del centro comercial de Bonaire que aún no habían sido retirados, lo que sembró angustia por un par de días aunque afortunadamente no pudo comprobarse semejante denuncia.
No había fuentes fiables en aquellos dichos desesperantes; todo se basaba en rumores y especulaciones pero la vehemencia y la seguridad disfrazada de aplomo suelen ser más persuasivos que el protocolo profesional y aplastan cualquier duda. Esa vehemencia, entonces, esa seguridad pero también las fingidas escenitas de congoja que a muchas personas les salen con asombrosa fluidez ante las cámaras.
El pícaro del barro se llama Rubén Gisbert, tiene 34 años y es un abogado nacido en Valencia con gran inclinación a la exposición pública, alguien que no pierde ocasión de expresar sus ideas en contra del socialismo y su odio contra el presidente Pedro Sánchez, además de protestar contra las falencias del sistema ya que, asegura con la dosis exacta de énfasis y arrogancia, en España no existe una verdadera democracia.
Su presencia en redes y medios es constante y, aunque difunde información y opina sobre los hechos, le gusta decir que no es periodista, es más, seguramente desprecia al periodismo. “No soy reportero ni me dedico al mundo de la comunicación, soy divulgador y activista político”, se define este hombre que además de tener una abultada cifra de seguidores en redes, tiene un canal de Youtube y aboga por un sistema de elección directa de candidatos, a la vez que descalifica a los políticos tradicionales y a las tradicionales formas de hacer política. Rubén quiere ser elegido por su pueblo, claro está. ¿Para qué? Tal vez ni él mismo lo sabe y todos lo estamos viendo poco a poco.
Como les gusta a estos muchachos alborotadores y orgullosamente afines a las ideas de la ultraderecha, cualquier episodio vale para hacerse ver y escuchar. Todo sirve, todo suma, nada avergüenza. Horas después de que el video del barro en las rodillas de Gisbert se convirtiera en el tema del día, Iker Jiménez difundió uno suyo en el que mostraba su perplejidad y un apagado disgusto por el engaño de su colaborador.
En ese mismo video de cuatro minutos, filmado mientras viajaba en auto, anunció que iba a prescindir de sus servicios. “Estoy perplejo. Un video de Ruben Gisbert, persona nacida allí, me ha amargado el día. Mancha una labor encomiable que estamos haciendo y no nos merecemos. Tomaré mis medidas”, decía el posteo, con evidentes problemas de sintaxis.
Gisbert intentó defenderse y dijo que buscaban difamarlo y ensuciar su nombre (él, que se ensució las rodillas para cargar de falso dramatismo su tarea) pero no se lo escuchó: las imágenes hablaban por sí mismas.
“Me equivoqué. Lo siento, no esperaba que estuvieran tan encima mío grabándome, vigilándome y orquestando esto”, se lamentó el mismo que vive grabando, vigilando y orquestando todo.
¿Se terminó su carrera de periodista/no periodista? No creo. Todo sirve, todo suma, nada avergüenza. Y todo pasa.
La incredulidad suspendida
Fue el poeta y pensador romántico inglés Samuel Taylor Coleridge quien acuñó a fines del siglo XVIII el concepto de “suspensión de la incredulidad” para referirse al ejercicio que pone en marcha el lector o espectador ante una ficción, aún la más fantástica e inverosímil. Sin ese paréntesis del pensamiento crítico no habría inmersión posible en la “verdad construida” del arte.
Un apego absoluto a la verdad es “una práctica espiritual admirable, pero no es una estrategia política ganadora”, recuerda Yuval Harari. Por eso, a lo largo de los siglos los líderes privilegiaron por sobre la verdad la unidad y la cohesión social. Eso explica también por qué las sociedades eligen muchas veces suspender la incredulidad y creer los relatos fanáticos o demenciales de sus líderes. Ahí radicaría la explicación de por qué las historias ficticias suelen triunfar una y otra vez sobre la verdad a lo largo de la historia de la humanidad, explica Harari.
Ante figuras políticas excéntricas y cuyas formas corren permanentemente los límites de lo aceptable en materia de pensamiento, retórica y conducta, muchas veces nos preguntamos cómo es posible creer esos discursos plagados de inexactitudes y mentiras, es decir, cómo tanta gente cree en algo que es posible desmontar en segundos y con documentos incontrastables. Harari sostiene que hay algo de la estructura del cerebro que permite suspender momentáneamente la racionalidad, como si los humanos pudiéramos activar y desactivar esa racionalidad de modo discrecional y, así, creer en evidentes disparates en ciertos campos pero seguir siendo sumamente racionales en otros. Por ejemplo, confiar en el proyecto económico de un sujeto pero intentar no registrar la violencia discursiva de ese mismo sujeto.
Siguiendo esta lógica, si hay un objetivo mayor (disfrutar en el arte, ejercer el poder en la política, terminar con un modelo político, vivir en un pueblo unido), el cerebro actúa para no obstruir el camino hacia el objetivo, aunque durante ese viaje haya que encender y apagar la razón. El pensador israelí utiliza un ejemplo algo siniestro pero que explica bien esta idea: “Adolf Eichmann quizá mantenía desactivado su lóbulo prefrontal cada vez que escuchaba a Hitler pronunciar un discurso apasionado, para luego echarlo a andar de nuevo y organizar cuidadosamente el horario de los trenes hacia Auschwitz”.
La verdad alucinada
Cuando en los años 80 José De Zer (1941-1997) ganaba popularidad con sus estrafalarias coberturas en los cerros cordobeses, yo ya era una adulta joven bastante racional y distante de la fascinación por los fenómenos paranormales. No registraba el éxito de De Zer porque no miraba el noticiero en el que salían sus notas aunque tampoco me reía de él ni de sus shows. Su mundo nada tenía que ver con el mío; pensaba en su labor como entretenimiento, no como periodismo, como una forma del espectáculo que no me interesaba, como no me interesaba el humor guarango ni las canciones de Pimpinela. Nada de eso me resultaba atractivo y, por supuesto, no estaba pendiente de ninguna clase de vida extraterrestre.
Digo esto porque en estos días vi sin nostalgia alguna El hombre que amaba los platos voladores, de Diego Lerman, y me encontré con una película muy lograda y entretenida. Basada en la vida del periodista de Nuevediario, el film tiene altos momentos en la reconstrucción de época y en la actuación protagónica de Leo Sbaraglia, quien compromete su gestualidad y también la voz y la forma de hablar para conseguir fidelidad con el personaje original.
La película –que puede verse en Netflix– no procura una forma exhaustiva de la biografía sino que se concentra en el tiempo en el que De Zer dejaba para siempre frases como “Seguime, Chango” –como llamaba a su compañero, el camarógrafo Carlos Torres, interpretado por el gran actor tucumano Sergio Prina– y creía encontrar en una singular y transgresora manera de abordar los temas una llave para el periodismo del futuro aunque, para conseguirlo, la verdad se le quedara por el camino.
Escribo esto y recuerdo otra frase famosa del periodismo argentino, aunque heredada de la cultura norteamericana, que se usaba intensamente en los círculos del “periodismo amarillo”. La frase es aquella que dice: “Nunca permitas que la verdad te arruine una buena nota” (tiene variantes como “una bonita historia” en lugar de una buena nota, pero el sentido es el mismo).
En la película de Lerman, que técnicamente buscó que las imágenes reprodujeran el modo en que se filmaba entonces, José es un tipo con mucha experiencia en el oficio y mucha calle, sin demasiados pruritos y acostumbrado a disponer la escena de sus crónicas para conseguir efectos y sacudir a la audiencia.
Al igual que Gisbert, aunque sin objetivos políticos personales, ese José seguramente se tiró más de una vez al lodo de rodillas para conmover a través de la pantalla y dar la idea de un mayor compromiso con los temas tratados. No había intenciones de manipular las ideas o el voto de las personas sino la búsqueda de lo que algunos llamaban el “periodismo verdad”, con conductores y cronistas que manifestaban el deseo de “entrar a la casa de la gente” o de “ser parte de las familias que nos ven y nos escuchan”.
En el filme de Lerman, el poder político de una poco conocida localidad serrana va en busca de De Zer: quieren explotar el interés popular por las posibles vidas en otros planetas para fomentar el turismo en su tierra y se encuentran con alguien que se toma el pedido muy en serio. No es solo picardía o ánimo bizarro lo que hay ahí, José ya tiene problemas serios para distinguir la realidad de la ficción y para separar su oficio de periodista del de divulgador de las experiencias sobrenaturales. Es este estado físico y psicológico (“¿Vos creés que yo soy un loco de mierda?”, le pregunta al Chango) lo que lo convierte en el recordado personaje que inauguró una forma modesta de la espectacularidad para narrar sus historias alucinadas.
Más y más flores
A simple vista, no vivimos tiempos que parezcan muy ligados a la razón o a las razones que supimos construir como humanidad a partir del desastre de la Segunda Guerra Mundial. La cultura del odio y el fanatismo lo impregna todo, cuanto más binario se presente un escenario, mejor. Tanta intensidad abruma, no permite pensar y la ansiedad destruye cualquier intento de razonamiento. Habrá que seguir buscando calma en las flores y las plantas.
“Resulta aleccionador comprobar que la Revolución Científica comenzó en la cultura más fanática del mundo. En los días de Colón, Copérnico y Newton, Europa tenía una de las concentraciones más altas de extremistas religiosos y el nivel de tolerancia más bajo en su historia”, escribió Yuval Harari en un artículo de The New York Times.
Es en ese recordatorio donde fijo mi esperanza por estos días.
Me despido por hoy, te agradezco la lectura y te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com. Escribime si tenés ganas de hacerme un comentario o una recomendación.
Las imágenes de este envío son de la película de Diego Lerman y retratos de algunas de las personas mencionadas, más unos nenúfares de Monet.
Te deseo una buena semana. Espero, en realidad, una buena semana para todos.
Hasta la próxima.
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