Remedios Zafra nació un pintoresco pueblo andaluz llamado Zuheros, en la provincia de Córdoba (la Córdoba española. Es escritora, antropóloga social, doctora en Bellas Artes y profesora universitaria española. Su currículum académico, en verdad, supera largamente esta mera enunciación de títulos que la presenta para este texto. Se especializa en el estudio crítico de la confluencia de cultura contemporánea, nuevas tecnologías e internet, encuadrados en el término tecnocapitalismo (eso que nos gobierna y rige nuestra vida cotidiana). Su ensayo El Entusiasmo ganó el Premio Anagrama en 2017.
En una semana muy especial -surcada por la tragedia metereológica vivida en su país- estuvo en Buenos Aires por menos de 48 horas para presentar su ensayo El informe. Trabajo intelectual y tristeza burocrática (Anagrama, 2024), que según cuenta a Infobae Cultura ”nació de una experiencia real: ante la solicitud de una computadora para poder desarrollar un nuevo trabajo (como el cocinero que pide cocina o el maestro que pide pizarra), mi petición fue respondida con la demanda de un informe en el que debía justificar el proyecto de investigación donde se enmarcaba mi solicitud”.
Ese fue el punto de partido, relata, “dado que para realizar ese informe necesitaba la computadora, la sinrazón burocrática evidenció el bucle del huevo y de la gallina y la pérdida de tiempo que suponía llenar de trámites y papeleos algo tan básico como facilitar recursos necesarios”. O sea, pidió una computadora para trabajar pero para eso le demandaron un informe que justifique el pedido, y para realizar el informe necesitaba... una computadora. “Era una obligación convertir ese informe en un libro y abrir su estómago”, dice Zafra. Por eso es un “relato sobre ‘cómo trabajamos’ y cómo nuestras vidas se han convertido en trámites, requerimientos, mensajes y tareas de autogestión mediadas por tecnología que fagocitan gran parte del tiempo de debiéramos dedicar al trabajo con concentración y sentido que se nos reclama y quisiéramos hacer”.
En medio del vértigo de un viaje transoceánico ida y vuelta en menos de tres días, un encuentro en el Centro Cultural de España en Buenos Aires, su charla en el Malba del martes 29 -en diálogo con la politóloga e investigadora Verónica Gago- y la inminencia de un feriado puente en España (con problemas de transporte ocasionados por la DANA ocurrida en Valencia y otras comunidades autónomas), Remedios Zafra dialogó con Infobae Cultura.
“Ver lo que está ocurriendo en Argentina ejemplifica futuros posibles para otros países seducidos por políticas de ultraderecha y debiera alertarnos sobre la importancia de cuidar valores democráticos y humanistas frente a los impulsos derivados de una comunicación muy sostenida en lo emocional y en la retroalimentación de grupos homogéneos que hoy alienta a sectores ultraliberales. No estamos creando un mundo bueno que favorezca la igualdad social, pero confío en que cambiemos resignación dócil por implicación responsable”, reflexiona.
También habló sobre los temas centrales de su libro, y también sobre tópicos como el avance de los discursos de odio -y su correlato político en América y Europa-, el ritmo de la vida cotidiana al compás de las redes sociales, el uso y abuso de las nuevas tecnologías e incluso, como parte integrante del colectivo feminista español y de la corriente política de izquierda Movimiento SUMAR, sobre el sonoro caso del diputado Iñigo Errejón.
—¿Cuáles son tus primeras impresiones del clima político y social que se vive en Argentina en este nuevo tiempo político?
—Mis impresiones “muy generales” han sido de gran intensidad, especialmente por un encuentro en el centro cultural de España donde pude hablar y escuchar a trabajadores culturales, profesores y creadores. Mi sensación es que hay un grandísimo potencial crítico, mucha inteligencia y autoconciencia sobre lo que está pasando y sobre el grandísimo valor que para vuestro país tienen los servicios públicos que están siendo señalados. Y al mismo tiempo hay contención. Argentina tiene una universidad pública y una sanidad pública que hay que cuidar.
Los servicios sociales y públicos no pueden ser estigmatizados y simplificados, ni siquiera por la corrupción de unos pocos, una estructura pública fuerte es garantía de educación y sanidad para todas las personas, no solo para los privilegiados con sólida cuenta bancaria. Me llama la atención que se viren los debates a visiones maniqueas entre los que mandan y los que mandaron, como si la ciudadanía tuviera que identificarse entre dos y no pudiera superar esta visión desde lo que une a la mayoría social de personas que reclaman derechos a una vida, un sueldo, una vivienda, un trabajo digno.
—Seré directo a riesgo de simplificar en extremo. ¿El mundo está peor? ¿Tienes la sensación de que el mundo está peor que hace 20 o 30 años?
—Absolutamente. El mundo está mucho peor que cuando éramos niños y adolescentes. Es importante reconocerlo porque a menudo se nos interioriza una idea de progreso ascendente por la que tendemos a pensar: “Bueno, el futuro será mejor”. Pero a poco que conocemos, vemos cómo las historias de las comunidades están llenas de altibajos. Concretamente yo creo -y es una de las cuestiones que abordo en mis últimos ensayos- que la tecnología digital, la normalización de un mundo mediado por pantallas bajo fuerzas tecnoliberales, no nos ha mejorado. No ha mejorado el mundo, la forma en la que trabajamos, ni tampoco la forma en que vivimos.
— ¿Crees que hay conciencia general de eso o al menos, una mirada crítica frente a esta corriente dominante de optimismo tecnológico?
—A veces parece que nos perdemos en la cosmética de quiénes son unos y otros y perdemos de vista que la verdadera estructura que moviliza, o sea la que ejerce el poder, es la economía sobrepuesta a la política y a la ciudadanía. Esa economía que busca ante todo la máxima rentabilidad y para la que somos sujetos cada vez con menos estabilidad laboral sometidos a una lógica hipercompetitiva. Frenar esto, pienso, tiene mucho que ver, con tomar conciencia respecto a ese malestar al que nos lleva la rutina del “siempre igual”. Habitualmente estamos dopados. Cada vez conozco más personas que se sostienen con ansiolíticos, con fármacos para seguir siendo productivos. Funcionamos siendo engranajes de engranajes de una máquina general, con el tiempo justo para dormir y luego volver al trabajo. Contra mostrar toda nuestra vida. Pero si la vida es tiempo.
—Mi siguiente pregunta también es muy básica ¿Qué hacemos entonces?
—Entiendo que hay muchas maneras de abordar la complejidad del mundo que vivimos. Todo abordaje que requiere una transformación tiene que ir precedido de una incomodidad, de una toma de conciencia. Eso, por cierto, implicaría exponerse a lo que está pasando, buscando comprender sin miedo que hoy en día tenemos a afrontar lo que nos duele. Afrontar un malestar y que eso provoque un extrañamiento necesario para tomar conciencia de la existencia. Es un malestar positivo para enfrentar cosas que normalmente esquivamos por miedo a “la náusea”.
Esa conciencia es la que realmente genera una rebeldía respecto a lo que está pasando. Lo que Camus reivindicaba en relación a la escritura rebelde: decir que nos no va bien y así transformarlo. Porque las cosas que van mal son modificables. Dejar de mirar la pantalla y ver a los que están al lado nuestro y hablar de esto que compartimos, es obligatorio. Porque nos anima a crear una comunidad, a recuperar una articulación comunitaria que el neoliberalismo fractura, porque se alimenta del individualismo del “yo voy a lo mío”. Reunimos para transformar las cosas.
Tenemos que ser lo suficientemente valientes para testar nuevas alternativas, para no repetir lo de “siempre igual”. Me refiero a esas lógicas bélicas que predominan en el mundo y que hacen que manden los que callan o matan al que está no está de acuerdo. Una concepción distinta de las relaciones entre los humanos nos debiera llevar probar nuevas tentativas de organización, desde los cuidados. No poniendo el pie sobre el otro, sino entendiendo que esa diversidad es necesaria para pensar otras formas de convivencia. La imaginación también me parece un elemento importante para esa transformación. La conciencia y el vínculo comunitario están en la base de esas posibles implicaciones. Y sobre todo, no resignarse.
—¿Cómo es tu relación con las redes sociales y cuál es tu opinión sobre su uso intensivo, un rasgo que define a nuestro tiempo?
—Soy muy crítica con la redes sociales gestionadas por empresas tecnológicas privadas que llevan años apropiándose de datos y tiempo bajo el espejismo de que nos ofrecen un “espacio público”, y presentando como electivo lo que muchas personas viven como obligatorio, o incluso “adictivo”, ese “estar en las redes como forma de socializarse” que especialmente jóvenes y adolescentes normalizan. Pienso que a comienzos de la primera década de los dos mil perdimos la oportunidad de crear redes verdaderamente públicas y sociales y se cedió grandísimo poder a un grupo de empresas que han monopolizado su dominio creando un perverso suelo social, un estrato de poder que está creando estructura relacional pero que se hace opaca e invisible como lente.
El uso que hago es de panel informativo, y de observación desde dentro casi como “infiltrada”. Las instrumentalizo para observar y para publicar charlas o noticias pero no las uso para debatir y estoy preparada para dejarlas en cualquier momento, me parecería buena noticia un mundo con otro tipo de redes a las que migrar. Algunas incluso ni siquiera puedo usarlas de esta manera que comento, pues están optimizadas para ese uso de consumidores rápidos y no de productores pausados y como tal optimizadas solo para teléfonos celulares y no para pantallas grandes. Primar su uso en pantallas pequeñas excluye a muchas personas con baja visión y favorece ese uso rápido y emocional que hoy también alimenta bulos (N. de la R: fake news) y desinformación.
—Por último, me gustaría preguntarte por el caso de Iñigo Errejón porque involucra a las fuerzas de izquierda en España y el compromiso feminista que se había asumido desde ese sector. Tu integras ambos colectivos.
—Es grandísimo el dolor cuando justamente viene de una persona que representaba un modelo distinto de hacer política. Tras ese primer dolor, y tras ese primer rechazo a querer ver que esto era así, llega la toma de conciencia. Yo creo que hay algo muy positivo dentro de algo muy negativo. Primero con recordar que el machismo y la violencia de género no es algo que esté en la ideología. El machismo atraviesa a los seres humano.
Pero a la vez, también me parece que ha reactivado lo que para mí es uno de los puntos de inflexión del feminismo en las redes. Una de las pocas apropiaciones positivas que ha habido de las redes: hacer pública la intimidad. Esta potencia de convertir lo íntimo en algo público cuando ha sido opresivo, es uno de los grandes valores que tiene el feminismo en movimientos como NiUnaMenos o MeToo. Lo que está haciendo Cristina Fallarás es un ejercicio de grandísima generosidad, valentía y valor político para la igualdad. Para el feminismo ha sido un paso adelante.
Por otra parte, la situación es compleja y tiene varias aristas. Al avance feminista que supone denunciar formas de violencia o comportamientos machistas vengan de quien venga (y que antes se silenciaban como parte de una inseguridad educada en las mujeres que los sufrían), se suma el dolor no solo por lo que ha supuesto la figura de Errejón sino también ante el riesgo social que lleva a simplificar y contribuir a linchamientos a través de las redes. Pienso que esto último dificulta el ejercicio de la justicia y el abordaje complejo de los cambios sociales que necesitamos. Cambios no solo para evitar la tentación de movernos acríticamente y de manera polarizada, sino para comprender la importancia real de la igualdad y avanzar en ella.
[Fotos: Yamila Dobry / gentileza prensa Fundación Medifé]