No sé si ésta es la mejor anécdota para empezar una entrevista a una autora que nació a pocos kilómetros de Chernobyl apenas cinco meses después del estallido y que acaba de ganar un premio internacional con una novela que se llama Luciérnaga, justamente porque así, “luciérnagas”, les decían a los radiactivos. No sé si justo ésta es la manera pero unos días después de la entrevista lo que me contó me sigue resonando, así que vamos.
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Resulta que la familia de Natalia Litvinova -la autora en cuestión- se había venido de Bielorrusia a la Argentina cuando ella tenía diez años. Pero el papá no aguantó, se puso mal, tuvo una crisis y tiempo después volvió. Y murió. La chica -hoy, la escritora- creció en Buenos Aires, con los modos y las costumbres argentinos, que son distintos a los de su tierra natal. “Yo sonrío mucho y muevo las manos al hablar”, dice ahora, en un bar de San Telmo. Entonces fue esa chica “argentinizada” la que hace unos años quiso hablar con Elena, su abuela paterna. Insistió, insistió hasta que uno de sus tíos le hizo una videollamada.
-¿Y sabes que lo primero que me dice mi abuela al verme? “No se parece en nada a mi hijo. Y no sé por qué sonríe tanto”. Y nada más.
Y nada más es nada más. La abuela dejó la conversación, la clausuró como nieta. “”Creo que ella sentía que la muerte de mi padre fue porque se le rompió el corazón, porque él volvió solo a Bielorrusia y nosotros nos quedamos”, justifica ahora Natalia.
Ese es el personaje: Natalia Litvinova nació en Gomel, Bielorrusia, en septiembre de 1986. En abril había explotado un reactor atómico en la planta nuclear de Chernobyl, a 138 kilómetros de su casa. Una nube radiactiva se extendió por un área enorme y afectó a ocho millones y medio de personas. Ellos estaban ahí al lado.
A parir en colectivo
Sin embargo, Luciérnaga arranca con un accidente personal, en el origen. La madre estaba embarazada, a término, y llamó a la fábrica donde trabajaba su marido. Pero ay, había un incendio, el marido no podía ponerse al teléfono, no le podían avisar, nada. “Entonces tomó el bolso el bolso que había armado hacía un mes y caminó hacia la parada”. Sí, fue a buscar un colectivo. Ahí, en la cola para subir, rompió bolsa y se mojó toda. El chofer trató de impedirle subir, pero no hay fuerza que detenga a una mujer a punto de parir. Otro pasajero le vio las medias sucias, chorreadas y se tapó la nariz. Cuando no dio más, ella ordenó que no hubiera más paradas y fueran derecho al hospital pero un hombre que tenía que llegar al trabajo gritó que no. Una anciana le propuso que se fuera a parir a la última fila.
Empezaba la vida de Natalia y, a la vez, se derrumbaba la Unión Soviética “y la desesperación se veía en la cara de la gente”, cuenta en Luciérnaga. Chernobyl, la caída de la Unión Soviética, la infancia, ese cocktail se bate en la novela que se quedó con el Premio Lumen.
“Su plan era engordarme para que tuviera una reserva de grasa. Temía que las cosas empeoraran en el país y que no hubiera comida suficiente”. Los niños en el colegio se burlaban de mí y de sí mismos, decían que éramos radiactivos y que un día brillaríamos en la oscuridad”.
Así fue el comienzo. Ahora sonríe suave y toma su té. Habla de la familia en Ucrania. De la prima, que había salido de allí y volvió embarazada a rescatar a su marido... y lo hizo. De las migraciones, de eso vamos a hablar enseguida.
-La foto de tapa de la novela es la de tu mamá, mucho antes de que vos nacieras. Ella es muy central en esta historia...
-Mi mamá me contó muchas cosas, algunas entraron obviamente transformadas. A veces creo que lo escribimos a cuatro manos. Me dio un montón de historias pero me decía todo el tiempo “Esto no es importante”.
-¿Qué cosas?
-Todo lo de Chernobyl, por ejemplo, me decía “ya se sabe”. O que a mi abuela la habían secuestrado los nazis y la habían obligado a servir.
-Y cuando volvió la tacharon de traidora y la hicieron trabajar en un pantano.
-Claro. “Pero es que muchas personas la secuestraban”, me decía. La migración, nada era importante. Durante mucho tiempo conviví con estos escritos, que todavía no eran novela, pero tenía la voz de mi mamá... ¿Para qué escribir esto, si no es importante? Y empecé a dudar también. En definitiva, estas son las historias con las que uno crece. Yo crecí anotando esas historias para no perderlas. Y siento que tengo recuerdos como muy fragantes de la infancia.
-Hay en la novela una conversación con mujeres que trabajan en el pantano, tu abuela, que queda claro que no están vivas. Leí por ahí que tenía que ver con ciertos mitos pero me pareció un recurso para hacer hablar a los muertos, que contaran sus historias.
-Exacto. Pero mirá, mi mamá no me podía hablar. Yo estaba hablando con una persona viva y no me podía hablar. Un día me enojé y dije: “Voy a hablar con los muertos”. Se lo dije a mi mamá enojada, somos muy dramáticas las dos. Y dije: “¿Cómo hago para hablar con Catalina si no la conocí? No sé si era una mujer dura, si era graciosa, no sabía nada. Decidí componerla yo, que fuera un personaje real y ficticio a la vez. Y claro, cuando le conté a mi mamá las características de su propia madre me dijo que era así. Yo quería personajes que fueran como las personas comunes con las que yo había crecido. O sea, estas mujeres, incluso las mujeres ficcionales, tienen mucho de las mujeres que yo conocí.
-¿Las conociste?
-Las vecinas en el campo... Sí, claro. Yo vivía mucho entre la ciudad y el campo, entre Gomel y el pueblo de mi abuela paterna, Elena, que también está un poquito en el libro. Los fines de semana nos íbamos con mi padre y mi hermano. Bueno, esto de trabajar en el campo, con la tierra y después juntarte con tus vecinas, esas abuelitas que eran tremendas porque se contaban todos los chismes del vecindario... que no era un vecindario, eran caminos de tierra, casitas muy precarias. Había muchos veteranos de guerra. Entonces yo crecí con los veteranos de guerra, hombres que se sentaban en la puerta con sus medallas y con sacos militares y eran campesinos. Me acuerdo mucho de mi papá y mi abuelo en los banquitos de madera, fuera de esas casitas precarias, con sus sacos y con las medallas. Y contaban cosas muy nostálgicas.
-Es impresionante la presencia de la Segunda Guerra Mundial.
-Cuando íbamos, por ejemplo, al campo de mis abuelos, pasábamos tanques en los monumentos. Hay muchos monumentos a la guerra. Entonces había chicos que se subían a los tanques. Yo crecí trepando a un monte con huesos de soldados. Con las historias de mi abuelo Piotr, que no hablaba mucho. Y yo creo que soy escritora, también, porque mi abuelo dejaba las oraciones incompletas.
-¿Y vos las completabas? ¿De qué te hablaba?
-Me empezaba a hablar de las torturas, por ejemplo. Yo tenía seis o siete años y le decía “Abuelo, háblame de cómo te torturaban”. No sé por qué hacía eso y él no quería contarme esas cosas. Pero después empezaba a contarme. Estuvo en calabozos con los pies embarrados. Embarraban todo para que los pies se pudrieran. Y yo me imaginaba a mi abuelo descalzo con esos pies, prisionero de los nazis. Me decía: “Yo me quería suicidar, pero no podía suicidarme”. Yo pensaba “Mi abuelo tuvo fuerza para luchar, para matar al enemigo pero no tenía el valor para suicidarse”. Todos esos pensamientos bélicos me acompañaron. Bordeábamos parques que estaban cercados porque estaban minados todavía en la década del 80 o del 90, y no sé si siguen así ahora. Yo crecí con eso. Para mí eso era normal, digamos. Después, cuando llegamos acá, me di cuenta de que bueno, era un poco fuerte.
-¿Volviste?
-Sí, en 2017. Yo quería ir a conocer la tumba de mi padre. La conocí y me pareció hermoso lugar. Era un cementerio rural muy difícil de encontrar, me guió una amiga de mi madre. Y llegamos y vi un caballo pastando. Un lago con renacuajos. Flores por todos lados. Una cosa tan hermosa... Y lo primero que hago es reír. Porque me parecía hermoso que mi familia estuviera ahí. Y me corrige la amiga de mi mamá: “Estamos ante los muertos. No se sonríe”. Claro, hay como una ritualidad tan fuerte con los muertos... Tuve que agachar la cabeza, pedir permiso al cementerio para entrar. Limpié la tumba de mi padre, la llenamos de flores...
-¿Y el reencuentro con el país cómo fue?
-Fue muy fuerte el choque cultural. Esa fue mi retorno. O sea, vi los monumentos, me encontré con que las cosas no habían cambiado tanto. Así que Bielorrusia es un país que está en dictadura. Las cosas cambian muy lentamente o no cambian. Y me encontré con los mismos paisajes, solo que me di cuenta de que todo era más pequeño. Si el camino a la escuela se me hacía largo era porque mi padre me contaba anécdotas, inventaba canciones.
-El libro obviamente hace alusión a Chernobyl. Que los chicos en la escuela jugaban con eso, llevaban manzanas recogidas en campos afectados. ¿Cómo es lo de haber vivido la radiación?
-Los chicos jugaban mucho con las manzanas. Me acuerdo del episodio de un compañero que trajo en la mochila una manzana que era grande y nos decía “Muerdan, muerdan que es radiactiva, así nos llenamos de radiación y vamos a ser superhéroes”. El tema de la radiación era permanente en los chicos y en los adultos era mucho más difícil.
-¿Por qué?
-Porque los adultos reaccionaban ante cosas como la lluvia, que pensaban que era radiactiva, y no te explicaban las cosas. Los adultos y los niños iban un poco más, jugaban un poco más con esa información. Yo espiaba.
-En la novela se espía.
-Es que toda la información que tengo es como de haber espiado. Mirar por la mirilla, abrir la puerta en la cocina a ver qué hablaban los adultos que se juntaban en la cocina... La vida de mi mamá estaba en la cocina porque allí también estaba la radio. En la Unión Soviética se tapaban las cosas graves y ella trataba de escuchar la radio alemana o la BBC, a ver si llegaba otro tipo de información.
-Vos contás que a tu mamá la amenazaron por hablar de Chernobyl.
-Mi mamá habla de esto, de que la llamaron por teléfono y dijeron; “Señora, no hable”, pero ella lo borró y siguió viviendo. Después me dijo: “Me parece una locura que yo haya aceptado eso y que haya seguido viviendo como si no hubiese pasado nada”. Es que no podía vivir de otra forma. Igual sí, hizo otra cosa, se fue.
-En el libro la decisión de venir a la Argentina se toma de una manera mágica, en una sesión espiritista. ¿Cómo fue en realidad?
-Eso no lo inventé. Eso me lo contó mi mamá con mucha seriedad. Nos fuimos muy rápido, me acuerdo que de un día para el otro mi mamá dice “Vendemos todo y nos vamos”. Yo no me quería ir, mi hermano lloraba y lloraba pero ya teníamos los pasajes.
-¿Por qué se quería ir tu mamá?
-Primero porque todas sus amigas se estaban yendo de Bielorrusia. Era el fin del socialismo y la economía... bueno. Todos los ideales se rompieron y el ingreso del capitalismo fue salvaje en Rusia, en Bielorrusia. Los cambios se veían de un día al otro. ¿Viste como Goodbye Lenin? Sí, yo lo viví. La gente empezó a usar zapatillas Adidas, pero iban vestidos como campesinos O no teníamos Barbies y de pronto aparecieron en el mercado negro, las abuelitas traían cosas de Polonia y, de pronto, todas las calles estaban invadidas de gente que tiraba pañuelos en el piso y ahí vendía sneakers, una Barbie, unas zapatillas talle 40 Adidas... y la gente consumiendo lo que podía y mezclando eso con su propia cultura. Pero las problemáticas más graves obviamente no las viví, no las entendía y mi mamá sí, Y mi mamá pensaba mucho en la radiación. Me veía pálida... hasta el día de hoy. Pero tampoco me dejaban estar al sol porque se decía que por la radiación no podíamos..
-¿Es difícil. ¿Qué hacer con la radiación, que es un peligro invisible?
-Cada vez que llovía y el cielo se ponía rojo, quizás porque atardecía, mi mamá decía: “lluvia radiactiva”. Y todas las mujeres corrían a abrazar a sus hijos. Entonces sí, crecí como una niña radiactiva. Pero a los seis o siete años yo pensaba que todo el mundo era radioactivo. Que en Estados Unidos la gente también era radiactiva. O en Francia también. ¿Por qué iban a ser distintos de nosotros?
-Pero después vinieron a Buenos Aires.
-Cuando llegué a la Argentina y nadie sabía mucho sobre la radiación y nadie hablaba del tema, ahí dije “No sé quién soy, no entiendo qué está pasando en Bielorrusia y por qué ya no soy más una niña radiactiva”.
-¿Fue difícil el cambio cultural?
-El ruido, autopistas que yo nunca antes había visto... Tanta gente junta como hay en Buenos Aires.... Cosas tontas. Incluso ver palmeras o loros. Ver hombres con pelo largo. O que se quedarán hasta tarde charlando. Gente agarrada de la mano, caminando. Es que allá no es tan usual mostrar tus sentimientos.
-Y el idioma.
-Cuando llegamos, a la semana nos mandaron a un colegio de doble escolaridad, que es algo que no existía en Bielorrusia. Entonces, no entender el idioma tantas horas fue brutal. Pero lo más salvaje para mí fue que entendí que existía algo como el bullying, que la escolaridad soviética no permitía. Sentaban a una chica al lado del chico sabiendo que a esa edad los chicos y las chicas no se llevan tan bien. Entonces yo no tuve amigos realmente hasta los diez años porque esa escolaridad no me lo permitía. Cuando llego a la Argentina creo que me impactó más eso que no tener el idioma. Veía a los chicos comunicarse, abrazarse, tirarse del pelo, tirar boligoma por los aires, la profesora gritando... yo no entendía. Y eso me abrumó mucho. Tenía un diccionario español, pero el español de España y eso me perjudicó un poco. Me hacían bullying porque reproducía esa manera de hablar.
-Última pregunta: ¿qué es ese tatuaje?
-Es del folclore ruso, una sirena eslava. Las sirenas rusas están cerca de los ríos, esto es parte de un cuadro. Hay dos sirenas, una negra que canta la tristeza y aumenta la tristeza de los tristes. Y esta es la sirena que canta la alegría. Muchas veces en mi familia se olvidó la alegría. Hubo mucho humor, pero también se le dio mucha importancia a los hechos trágicos. Y yo quería esa parte de la alegría en el brazo.
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