Hola, ahí.
Todos alguna vez ocultamos cosas que nos pasaron o nos pasan. Las razones son diversas y no siempre se explica por una pulsión por la mentira; lo que puede llevarnos a no ser sinceros suele estar guiado por el pudor, la culpa, el arrepentimiento, la voluntad de no lastimar al otro o las mismísimas ganas de olvidar aquello que no queremos contar justamente porque primero elegimos no recordarlo.
Para la mayoría de las personas esos secretos ocupan algunos momentos de su vida pero hay otras personas para quienes el ocultamiento es central y rige cada uno de sus actos. Son quienes solo pueden sincerarse en soledad y tienen vidas paralelas a escondidas pero no porque tengan historias románticas o sexuales con más de una pareja sino porque habitan un secreto vital que no comparten con nadie y los hace sentirse diferentes al resto. Como si fueran monstruos y no humanos que sufren.
Esto ocurre hasta que se animan a sacar su mayor secreto a la luz para desechar la mentira que sostienen por miedo al rechazo social pero, sobre todo, por miedo al rechazo de familiares y amigos. Es el terror a perderlo todo lo que obliga a estas personas a mentirle al resto del mundo, muchas veces durante toda su vida.
Adiós, Andrew. Hola, Harper
Hace algunos años, poco después de la pandemia, el comediante y productor estadounidense Will Ferrell recibió un correo electrónico inesperado en el que uno de sus mejores amigos le anunciaba que estaba a punto de iniciar una nueva vida.
“Hola, Will. Tengo que contarte algo: voy a hacer la transición para vivir como mujer”.
Andrew Steele, guionista estrella de Saturday Night Live, un tipo brillante, ácido y gruñón y una de las personas más cercanas a Ferrell en términos de humor -eje absoluto de su vida- había comenzado una transición de género y entendió que era importante hacerle conocer esa decisión a su gente más querida. Se trataba de un anuncio pleno de valor y temor en partes iguales. El valor de resolver a los 60 años el nudo más doloroso de su existencia y el temor de perder en el camino a personas importantes que, tal vez, no conseguirían aceptar su transformación o no podrían convivir con ella.
Recuperado del shock provocado por la noticia de que Andrew ya no existía y que quien había sido su amigo ahora se había convertido en su amiga Harper, Ferrell le propone hacer un viaje juntos: la idea es compartir dos semanas en auto yendo de Nueva York a California, haciendo paradas en lugares estratégicos de la vida de Harper como Iowa, donde nació y creció.
La propuesta incluía documentar la experiencia: para Will se trataba de un viaje al conocimiento de la realidad transgénero y para Harper, la salida definitiva como mujer al mundo. Para ambos, esas semanas juntos representaban la posibilidad de un reencuentro acechado por grandes riesgos como el prejuicio y la discriminación y, también, la posibilidad de ver si es factible para una amistad resistir un cambio tan radical de uno de sus protagonistas.
Este es el origen de Will & Harper, un documental de Netflix dirigido por Josh Greenbaum, una road movie íntima que permite ver cómo dos personas muy cercanas renuevan un vínculo que mantienen desde hace casi treinta años. Se trata de un documento y de una suerte de relato de iniciación que, a partir de un protagonista famoso (Ferrell), consigue hacerle llegar un tema complejísimo a mucha gente.
Drive My Car
Will & Harper ofrece 114 minutos de rutas, paisajes, conversaciones plenas de humanidad. Se alternan al volante. Hay risas, hay también llanto. Hay silencios, sobre todo por parte de Ferrell, que esta vez no es el protagonista de la historia. Hay bares de machotes, comida chatarra y también cervezas y sillitas desplegadas ante el Gran Cañón o en una playa en California. Hay un paseo en globo por los cielos de Albuquerque, Nuevo México, que es de una belleza descomunal. Hay varias “primera vez” para Harper: una es en una pileta de un hotel, con un traje de baño algo especial; otra es en el mar. Y otra es cuando se la ve enfundada en un vestido negro de fiesta, durante una cena en Las Vegas y con Ferrell disfrazado como para una de sus películas bizarras.
El viaje al corazón de un Estados Unidos ultraconservador que puede volver a abrazar a Donald Trump como presidente expone a Harper a momentos de hostilidad en diversos grados (un pronombre equivocado hiere, un festival de comentarios groseros en las redes puede ser desolador) pero también la conduce a espacios en los que es recibida con amor, como cuando llega a la casa de Eleanor, su hermana, quien la adora, o como al comienzo del viaje, cuando se juntan a desayunar con los hijos que Harper tuvo cuando todavía era Andrew y los chicos hablan de cómo recibieron la transformación y muestran el amor que tienen por ella, se llame como se llame.
Claro que lo que se ve en la película de Netflix no es la realidad de las mujeres trans en Estados Unidos: no todas esas mujeres van por la vida con uno de los cómicos más famosos del país, y eso lo saben ambos amigos. Lo saben y Harper lo dice, además.
La escena en la que hablan de las groserías que escribieron en las redes sociales algunas de las personas que los vieron y que en el mejor estilo anónimo impiadoso no solo dicen barbaridades de Harper sino que llaman “pedófilo” (¿?) a Ferrell es un buen ejemplo del hostigamiento. Están en el auto y Harper le lee los comentarios. Ferrell parece confundido, abrumado, como si no entendiera ese lenguaje; lo llama “ridículo” y dice que no le pasa nada, que no siente nada ante esa catarata de groserías e insultos. Harper vive otra realidad y se lo hace saber.
“No hay que subestimar el daño que hace todo eso. Cuando sos trans, recibís mucha de esta mierda y se mete en tu cabeza. Dirigen todo su odio hacia mí”, le dice dolorida. Le cuenta también que habitualmente buscan herirla diciéndole que no es una mujer y que nunca lo será. “Ok, soy una mujer trans, estoy bien con eso”, dirá luego.
Entre las intimidades que comparten y que suelen llegar a partir de las preguntas de Will, que sigue perplejo por el sufrimiento de su amiga y culpable por no haber advertido nunca su padecimiento (¿Cómo te llevás con tus pechos?, ¿Pensaste seriamente en morir alguna vez?), hay una frase muy fuerte y optimista de Harper, quien le dice que sí, que muchas veces pensó en usar un arma para suicidarse y que una parte de ella siente que debió haber tomado la decisión 40 años atrás.
“Sabía que era rara, pero llegué a pensar que mi rareza era normal. Desde que transicioné solo tuve ganas de vivir”, le confiesa, ligeramente luminosa.
Es “ella”, no lo olvides
Cada uno de los mensajes que Harper Steele les había mandado a sus amigos y familiares en su momento fue una botella al mar de su vida del pasado con la esperanza de seguir contando con todos aquellos a los que amaba.
“Miren, yo no soy una persona muy política, pero por el simple hecho de ser trans soy ahora una persona política. Solo les pido que, como mis amigos, me defiendan. Hagan todo lo posible para hablar por mí si alguien se refiere a mí con el género incorrecto, eso es todo lo que pido”.
Esa es la función de Ferrell durante todo el viaje: se convierte en el gran presentador, el introductor de Harper como mujer a una sociedad desorientada y agresiva que sigue sin saber cómo responder a situaciones por fuera de la norma y la tradición en materia de género. “Ella es Harper, mi amiga desde hace muchos años, acaba de hacer su transición”, son las palabras, más o menos exactas. En el final del recorrido, la propia Harper se presentará como mujer en transición.
Una escena algo impactante ocurre cuando una señora grande, que dice ser terapeuta jubilada, le pregunta a Harper por su proceso hasta llegar a la decisión de transicionar. Le dice también que cuando ella era muy joven y comenzaba a trabajar tuvo un paciente que se vestía de mujer en la intimidad y que vivía confundido en cuanto a su género y su deseo y que ella, superada por el asunto, solo trataba de “reencarrilarlo”.
“Se que fui un obstáculo en la vida de ese hombre”, se lamenta. Harper responde que ella también tuvo una experiencia similar con su terapeuta.
Harper Steele abandonó la vida formalmente cómoda de un hombre blanco y maduro, heterosexual, exitoso y rico para tener la vida de una mujer grande, no muy agraciada y en una etapa en la que el sexo ya no es prioritario. El cambio de género llega con nuevas angustias y reflexiones de tipo filosófico. “Me miro y veo cuánto me falta. Me pregunto si ven a una mujer o a un hombre disfrazado de mujer”, dice. Si antes había un hombre que se vestía de mujer y así se convertía en mujer en la intimidad, ahora hay una mujer cansada de secretos existenciales. “No quiero tenerle más miedo a la gente ni quiero mentir más. Tengo que salir al mundo”, es otra de sus frases.
La música del documental merece un aplauso aparte, te dan ganas de salir a la ruta solo para escuchar esos temazos. Y la canción final, con imágenes del backstage, da como resultado un momento muy tierno y emocionante.
Regresar a la humanidad
La periodista y escritora trans Verónica Espósito escribió sobre Will & Harper en The Guardian y sobre cómo pese a algunos defectos que le encontraba (el principal, que Harper cediera a responder y a explicar cosas que, según Espósito, afectan su dignidad; que permitiera ciertas formas del acoso, podríamos decir) de todos modos el filme es valioso.
Según Espósito, un documental como este es algo positivo para que las personas cisgénero o simplemente cis (aquellas que no tienen problema con su identidad de género, es decir, en quienes no hay contradicción entre el género que se les adjudicó al nacer y al que sienten que pertenecen) comprendan lo que le ocurre a una persona trans, un ser humano que elige iniciar tratamientos que incluyen terapias hormonales y cirugías para adecuar su cuerpo al género con el que se identifica.
Entre las cosas que comenta, hay algo que me resultó estremecedor.
“Una de las razones por las que la transición es algo tan arriesgado es que durante algunos años te sitúas en las afueras de la humanidad y no hay garantía de que vuelvas a entrar en ella. Yo fui una de las afortunadas que logró recuperar su pase de regreso a la humanidad y ahora tengo el inmenso privilegio de poder decidir quién es lo suficientemente seguro como para informar sobre mi pasado. Aquellos que no son tan afortunados tienen que hacer todo lo posible para encontrar un lugar en un mundo en el que somos un 1% de la población ampliamente incomprendido, estigmatizado y cada vez más vilipendiado. Esa es una tarea extremadamente difícil, que da como resultado cosas como desempleo, depresión, falta de vivienda y suicidio”.
Diana, la poeta
Hace algunas semanas entrevisté a la escritora y traductora argentina Inés Garland, a propósito de la salida de su libro Diario de una mudanza. Cuando nos despedíamos ese mediodía, Inés me dio en mano un libro que tradujo junto con Jimena Ríos hace muy poco y se llama Vida en transición. Su autora es la ensayista y poeta estadounidense Diana Goetsch. “Creo que te va a gustar”, me dijo. Tenía razón.
El libro fue publicado por Salta el pez y reproduce unos artículos que se publicaron en la prestigiosa revista The American Scholar a partir de 2015, a la manera de una columna semanal digital, un blog que se llamó justamente “Vida en transición”.
La idea surgió a partir de las cartas que quien por entonces se llamaba Douglas Goetsch mandaba a sus amigos y seres queridos para tenerlos al tanto de los cambios que se iban produciendo en su vida, luego de tomar la decisión de iniciar una terapia de reemplazo hormonal en 2014. Se llamaban “Novedades de Diana” y terminaron siendo treinta y un ensayos breves que ahora pueden leerse en español y en formato libro. Cuando comenzó este proceso, Douglas estaba de novio con una mujer.
El primero de los ensayos, publicado el 26 de octubre de 2015, comienza así: “Mi vida se derrumbó hace dos años, a los cincuenta, aunque estaba rota desde siempre. Yo parecía ser un hombre llamado Douglas Goetsch que funcionaba perfectamente: Un profesor que había estudiado en el colegio Stuyvesant y en varias universidades; un poeta con libros premiados y un dedicado practicante e instructor de meditación. Antes había sido bailarín de jazz, cocinero de restaurante, atleta de la universidad. Al mismo tiempo, estaba deprimido y había estado deprimido durante décadas, no tenía familia, ni pareja, iba por la vida solo. Y otra cosa más: cada día anhelaba ser una mujer”.
Vida en transición reúne los textos que Diana fue escribiendo en su camino a ser mujer pero su valor no radica puntualmente en que se trata de un documento de esa transformación sino en la forma del relato, el estilo de esa narración, la elegancia de una prosa en la que cada palabra fue pensada en solitario y en conjunto con el resto, haciendo de este libro una obra clave sobre un tema del que la mayoría de las personas sabemos muy poco. Y, me atrevo a decir, sabemos solo sobre aquello que se ve pero casi nada sobre los procesos interiores de las personas que nos muestran aquello que se ve.
Sabemos que en el camino queda un nombre muerto (como se llama al nombre que quien transiciona deja atrás) pero no sabemos cuántas otras cosas mueren durante ese tiempo y cuántas comienzan a existir.
Intimidad de un gran cambio
Me resultó interesante tener la experiencia de lectura casi en simultáneo con la del documental de Will Ferrell y Harper Steele. Ambas experiencias transcurren en Estados Unidos, sus protagonistas son en principio personas privilegiadas en términos de clase social y del ambiente en el que se mueven pero, al mismo tiempo, viven en un país dominado ideológicamente por el ultraconservadurismo religioso que rechaza toda forma de vida que no comulgue con ese pensamiento.
Hay muchas diferencias entre el libro del que te hablo ahora y la película de Ferrell y Steele, empezando por el tono, que en la película busca siempre mantener una disposición al humor y se encuadra dentro de lo que suelen llamar historias inspiradoras. En el libro de Goetsch, todo es más frío y bastante más crudo. Su protagonista relata mucho más íntimamente el proceso de transición y, absolutamente lejos de todo morbo, también brinda detalles sobre cuestiones delicadas como las cirugías, que naturalmente son mucho más que un simple trámite.
Diana Goetsch estuvo días atrás en Buenos Aires dictando una master class y presentando Vida en transición. Transcribo algunas de las frases que más me gustaron o impactaron.
“Desde el principio de la adolescencia, las niñas tienen como diez años para convertirse en mujeres. Nosotras tenemos tal vez dos”.
“Nadie quiere ser trans -esto no se puede enfatizar lo suficiente-; no nos queda otra opción y somos valientes. Pero sobre todo somos personas”.
“Muéstrenme una mujer, sin importar su belleza, que no tenga una relación de amor/odio (más odio) con su cuerpo”.
“Pero les envidio las voces. La mayoría cree que entrenar una voz femenina significa elevar el registro de voz, pero también implica la resonancia, la articulación, la prosodia y la dicción”.
Acerca de lo que llama el cliché de estar “atrapado en el cuerpo equivocado”: “Lo que veo en los grupos de apoyo son personas que han estado atrapadas en familias equivocadas, en ciudades equivocadas, en iglesias equivocadas, escuelas y sistemas de salud equivocados. (...) Cansada de la frase compartida, finalmente hablé: ‘Nadie está en el cuerpo equivocado. Somos personas trans en cuerpos trans’”.
“Hay mujeres trans que nunca se harían una cirugía, algunas que eligen no tomar hormonas y yo, por supuesto, las honro. Cada una de nosotras necesita encontrar su camino a casa”.
“Las primeras veces que me aventuré a la luz del día como mujer me sentí tan fuera de lugar como un vampiro”.
Sobre su hermano, cristiano fundamentalista y lo que llama las “bajas”, esas personas que van quedando por el camino por falta de aceptación: “Generalmente a la familia le lleva un año adaptarse a un miembro que está haciendo la transición, me dijo mi terapeuta, dos cuando está involucrada la religión. Le dije que no tenía dos años para ser maltratada. Esto no se trata de paciencia. (...) No es una época para pelear, sino para hacer mis duelos y para hacer espacio”.
“Lo que es claro es que somos ubicuos -en todos los estratos de la sociedad y en todas partes- y siempre estuvimos ahí. Solo parecemos nuevos. La diferencia hoy es que, por la creciente visibilidad y por el acceso a la medicina, millones de personas trans están manifestando lo que en otros tiempos quedaba oculto”.
“Un hombre que apenas conocía me preguntó si hacía pis parada o sentada y realmente esperaba que le contestara”.
“Aunque estoy agradecida por la reciente explosión en la visibilidad trans, que nunca pensé que viviría para ver, no nos olvidemos de esto: la gente nos odia”.
“Las personas transgénero, como grupo, somos las más aisladas del planeta. Nos aislamos por miedo y por nuestros traumas, pero también para protegernos. Es difícil sobreestimar los peligros de ser trans, algo que puede hacer que te expulsen de tu familia y de tu comunidad, que te maltraten en público y que te despidan del trabajo (cosa que todavía se puede hacer por ley en treinta y dos estados)”.
“Los menores de cuarenta rara vez se equivocan de género cuando me hablan. En cambio, casi nadie mayor de cuarenta tarda mucho en usar un “él” o un “lo” o un “señor”. Y es excepcional que las personas de más de setenta acierten un solo pronombre”.
“La misma capacidad cerebral que les da a los jóvenes la facilidad de aprender idiomas y la habilidad sobrenatural con la tecnología debe darles capacidades trans: la habilidad de identificarnos y dirigirse a nosotras correctamente sin pestañear. Los artistas, me di cuenta, tienen capacidades trans más desarrolladas que los médicos, los camareros de Starbucks se desempeñan mejor que los empleados de transporte, los amigos logran la transición más rápido que la familia y las mujeres como grupo son superiores a los hombres”.
Empiezo a decirte chau.
En unos días habrá elecciones en Estados Unidos (en rigor, la gente ya está votando) y ahí se podrá inferir qué forma de gobierno y de respeto por la vida humana tiene la persona elegida para conducir el país desde la Casa Blanca.
En lo personal, no sorprenderé a nadie si digo que darle nuevamente carta blanca a alguien que esmerila de manera salvaje las instituciones y las formas de la democracia, procura que las mujeres vuelvan a la cocina y a atender a sus mariditos, descree del cambio climático y echa a rodar mitos como que los inmigrantes se comen a los perros no puede ser una buena idea para el futuro de Estados Unidos ni del mundo. Pero yo no voto, apenas soy una periodista observadora de la política internacional.
Las imágenes de este envío son del documental Will & Harper, más la tapa del libro de Diana Goetsch y un retrato de su autora. Además, como te conté la semana pasada, sigo apasionada por las flores en el arte y me encanta compartirlas, así que esta vez vamos con obras de Manet.
Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com. Escribime si tenés ganas de hacerme algún comentario.
Una recomendación final, si andás buscando cosas buenas y estimulantes:
En Flow puede verse el tremendo concierto que dio Divididos en Argentinos Juniors el último sábado. Puro rock de calidad, muchos invitados, una muy buena estética y temas sorpresa. Tenés dos horas y media de felicidad asegurada y la compañía de la voz absoluta de Ricardo Mollo que, como leí por ahí, a los 67 años parece que tuviera cuatro pulmones.
Por mi parte, pasaron varios días y aún sigo cantando:
Remontar
el barrilete en esta tempestad
Solo hará entender
Que ayer no es hoy
Que hoy es hoy
Y que no soy actor de lo que fui
Chau, hasta la próxima.
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