“Yo no quería nacer en un país radiactivo”

Natalia Litvinova vivió hasta los diez años a pocos kilómetros de Chernobyl. A los niños de la zona les decían “luciérnagas” y así se llama la novela con la que ganó el Premio Lumen. Esta nota es una versión del newsletter “Leer por leer”

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La mamá de Natalia Litvinova,
La mamá de Natalia Litvinova, en Bielorrusia.

¿Cómo andarás? ¿En qué país? ¿Con qué clima, qué preocupaciones, qué alegrías? Mucha gente me escribió por el newsletter anterior, en el que contaba que Einstein le pidió a Freud algunas ideas sobre por qué hay guerras y Freud le contestó con un artículo que hoy se puede descargar gratis en formato digital.

Me contaron ideas, inquietudes, perspectivas filosóficas, miedos, esperanza. Después de la Segunda Guerra hubo alguna esperanza de que NUNCA MÁS. Y ya vimos.

Hoy vamos de otra cosa, aunque los temas se tocan porque, bueno, yo soy yo y me interesan algunos temas más que otros.

Me emocionan las historias de inmigrantes, me dan cariño y una especie de orgullo anacrónico —de aquel país receptor de gente de todo el mundo— cuando llegan. Y me da tristeza cuando los argentinos se van.

La historia de Natalia Litvinova tiene que con otras cosas -y muy trágicas- pero también tiene que ver con eso, con venir de lejos y asentarse. Y me hace acordar que nunca es fácil ni leve, ni alegre eso de dejar la gente de uno, la lengua de uno, el paisaje de uno, e ir a inventarse a otro lado. Puede salir bien, pero no es así nomás.

La escritora Natalia Litvinova. (Alejandra
La escritora Natalia Litvinova. (Alejandra López)

Natalia nació en Gómel, a menos de 140 kilómetros de Chernobyl, cinco meses después de que en la central nuclear hubiera una explosión que liberó radiactividad como para afectar a casi ocho millones y medio de personas. Todo estaba contaminado, el cielo amenazaba, la lluvia ¿hacía caer la nube radiactiva? A quienes vivían cerca los empezaron a llamar “luciérnagas”. Se entiende por qué.

Así, Luciérnaga es el título de la novela de Litvinova, donde cuenta su historia y con la que acaba de ganar el Premio Lumen.

Luciérnaga es ella, niña de la radiactividad. Luciérnagas sus amiguitos de la escuela, que juegan a que esa manzana que le dio a uno su abuela viene de “la Zona”. Lo dice así: “Mi abuela se acerca a la Zona y recoge la fruta, de paso visita su pueblo, que no queda muy lejos de ahí”.

No hay cómo escapar de la radiactividad, me hace acordar un poco a la nieve que cae y mata en El eternauta, la novela gráfica de Héctor Oesterheld. Son, todavía, tiempos del stalinismo, o lo que queda de él, y está prohibido mencionar ese peligro. Pero los nenes, ah, los nenes juegan. Uno tiene hongos de la zona vedada y se los mete a otro en la boca a la fuerza. Los chicos actúan el miedo y la violencia.

La madre de Natalia Litvinova
La madre de Natalia Litvinova en su pueblo, en Bielorrusia

Hay mucho para contar. Me impactó la escena del nacimiento de Natalia. La mamá está sola, el padre en su trabajo, en una fábrica de fósforo. La madre llama pero hay un incendio, no le pueden avisar. Sale, va a parir en cualquier momento. Va a la parada del colectivo. Ahí, en la fila, rompe bolsa. “La mujer que estaba en la fila sintió compasión e intentó secarle las medias con un periódico. Mamá la espantó como a una mosca”.

Está chorreada cuando llega el colectivo. El chofer trata de impedir que suba pero no hay fuerza de la naturaleza que pueda lograr semejante cosa. Cuando la mujer siente que no da más ordena que el autobús siga hasta el hospital sin parar. Un buen hombre de los que nunca faltan grita que de ninguna manera porque tiene que llegar a la oficina. Una anciana sugiere que vaya para el fondo y tenga a su bebé ahí. Llega, es obvio. De alguna manera, llega. Acá está Natalia.

Vivieron ahí, en Bielorrusia, hasta que Natalia tuvo 10 años. Lo tiene todo presente, ahora, en una entrevista en San Telmo, Buenos Aires que voy a publicar en unos días. Me dice que tiene “recuerdos fragantes” de su infancia. Del campo, mucho. Del papá y el abuelo sentándose en unos banquitos, sacando sus medallas de guerra y poniéndose melancólicos.

El reactor de Chernobyl después
El reactor de Chernobyl después de la explosión, en 1986.

Porque la Segunda Guerra Mundial estaba por todos lados. “Cuando íbamos al campo de mis abuelos pasábamos tanques, que son monumentos. Nosotros trepábamos sin saber, sin entender que estábamos subiendo sobre los huesos de los soldados anónimos”.

Así, un día cualquiera. Y la radiación como un zumbido. “Mi mamá, cada vez que llovía y el cielo se ponía rojo, quizás atardecía, decía ‘lluvia radioactiva’. Y todas las mujeres corriendo a abrazar a sus hijos. Y yo no entendía por qué hacía eso. Pero para mí ya se había vuelto algo natural. Sí, crecí como una niña radioactiva. Pero a los seis o siete años, yo pensaba que todo el mundo era radioactivo. Yo pensaba que quizás en Estados Unidos la gente también era radioactiva. O en Francia. ¿O sea, por qué iba a ser distinto?”.

Imposible no pensar en eso, no pensar ahora, en el café, en si esta chica que habla con un acentito del Este tiene algo encima, si no lo está dispersando por acá, si no me va a pasar a tocar a mí con la radiación. Radiactiva. ¿Eso se cura?

Un día la mamá va a una sesión espiritista, de esas en que se juega con una copa y un plato. Pregunta esto, aquello. Y adónde se tienen que mudar. La copa lo sabe: “El plato finalmente se movió, con una lentitud que a mamá le pareció desesperante, hacia cada una de las letras que formaban la palabra ‘Argentina’”.

Sí, eso dice la novela. Así que ahora le pregunto, bueno, qué pasó en la realidad. “Eso no lo inventé. Eso me lo contó mi mamá con mucha seriedad”, me dice ella. En dos patadas levantaron campamento y cruzaron medio mundo. Antes de entender dónde estaban, Natalia y su hermano estaban en una escuela porteña en la que no comprendían una palabra. “Lo más salvaje para mí fue que entendí que existía algo como el bullying, que la escolaridad soviética no permite porque no podés hablar con tu compañero de banco”, cuenta, y uno no sabe qué es peor.

Faltan muchas cosas en este brevísimo resumen. Falta la abuela que había sido capturada por los nazis y obligada a servir y cuando volvió… fue tratada como una traidora y enviada a trabajar en un pantano, con los pies en el agua. La abuela, a la que no conoció, aparece como un fantasma en la novela. Dura, cortante. Un carácter que Litvinova subraya como algo habitual en la zona.

Pero si esa abuela es dura y sin embargo cariñosa peor es la otra, la madre del padre, por algo que no aparece en el libro. El padre no aguanta el exilio y vuelve y muere enseguida. Y cuando Natalia quiere hablar con su abuela… ay.

Voy a contar mucho más en estos días cuando publique la entrevista. Mientras tanto, el libro se puede leer en formato digital en este link o escuchar en este link.

Enseguida te pongo mis subrayados pero antes te quiero contar algo que me entusiasmó.

Un secreto

Este viernes se cumplen 86 años del suicidio de Alfonsina Storni. Ya sabés, la poeta argentina, de voz fuerte y destino trágico. El año pasado con Leamos, la editorial digital de Infobae, hicimos una edición de su poesía completa para descargar gratuitamente. Y este año, decidimos hacer un audiolibro con algunos poemas. Grabaron los actores Lorena Vega, Gonzalo Heredia y Luisa Kuliok. Y también los escritores Diana Bellessi, Mempo Giardinelli, Gabriela Cabezón Cámara, Enzo Maqueira, Ariana Harwicz, Florencia Canale, Julián López y Natalia Litvinova.

Es hermoso y un poco conmocionante escuchar esos brutos textos al oído. Dura 20 minutos, después me contás cuáles te gustaron más.

Ahora sí, te dejo algunos subrayados de Luciérnaga.

Mis subrayados

1. “No quería nacer en otoño en un país radiactivo. Pero el médico me sacó a través de un corte realizado con bisturí, y con los pies toqué la tragedia, mientras que con las manos intentaba aferrarme a las entrañas de mi madre”.

2. “Los primeros años de mi vida coincidieron con la recesión económica y el fin de la Unión Soviética. En los almacenes desaparecieron el jabón, los corpiños, el papel higiénico, el aceite, los pañales, la leche. Las góndolas de licores y conservas se llenaron de repollos y los mercados se transformaron en un huerto arrasado”.

3. “El viento llevó la radiación a Gómel y la contaminación fue inmediata. Poco tiempo después, mamá consideró que debíamos mudarnos. Una amiga de Moscú le sugirió que fuera a ver un departamento que estaba en venta. Pero cuando los dueños se enteraron de que éramos de Gómel nos rechazaron, dijeron que no querían saber nada de nosotros porque podríamos contaminar a todo el edificio. Nos llamaron ‘luciérnagas’, como si fuera un insulto”.

4. “Escuché la orden, giré la cabeza y vi a Sasha ‘el loco’ con una manzana enorme. No podía creer que tuviera casi el mismo tamaño que mi cabeza. Acerqué la nariz y la olí. Su aroma dulce me dio confianza y abrí la boca.

—¡No! —gritó Vera, golpeando el banco con el puño y agachándose para verme desde abajo, como si esa fruta y yo fuéramos su objeto de estudio”.

Natalia Litvinova, de Bielorrusia a
Natalia Litvinova, de Bielorrusia a la Argentina.

5. “Mientras en la tele mostraban a un hombre rompiendo a martillazos el Muro de Berlín, mi madre y sus amigas sacaban de los baúles las cortinas de seda, las sábanas y los manteles de encaje que les habían dado sus madres para que pasaran de generación en generación. Y con esa tela nos cosían ropa a nosotros, sus hijos todavía sin memoria”.

6. “—Sobre muchas cosas y sobre una adolescente que fue secuestrada por los nazis. Cuando fue liberada, su país la condenó a tres años de trabajo forzado, recogiendo turba en los pantanos”.

7. “Mamá nunca quiso contarme lo que le dijeron en la embajada. Solo mencionó que quedó seducida por la información que le brindaron y que años después, ya en Argentina, se dio cuenta de que le habían mentido: ‘Maquillaron la realidad’”.

8. “Fotos de campesinos que ordeñan vacas, manteles bordados en hilo rojo sobre tela blanca, campos de lino en flor, hombres cruzando el río a caballo, jóvenes con trenzas largas y tiaras de espigas, cementerios rurales rodeados de abedules y casamientos que duran días. Contemplo estas escenas en una página de Instagram que muestra la vida rural en la Bielorrusia del siglo XX. Este espacio virtual se convirtió en mi refugio íntimo, estoy obsesionada con las facciones de todas esas personas que alguna vez habitaron la tierra donde nací”.

9. “¿Y si ya soy radiactiva?”.

Ahora, sí, ¡hasta la próxima!

* Este artículo reproduce el newsletter “Leer por leer”, que se entrega los jueves. Te podés suscribir en este enlace.

* Si querés contarme algo de lo que estás pensando o leyendo, escribime a pkolesnicov@infobae.com y te contesto.

* Versiones anteriores de este newsletter están recogidas en este enlace.

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