Alejandro Agresti acaba de estrenar su primera película en una década y eso es una noticia. Lo que quisimos ser, protagonizada por Eleonora Wexler y Luis Rubio, es una comedia romántica indudablemente porteña (calles, librerías, bares, cines), levemente triste y en sus palabras “absolutamente clásica”.
“Siempre quiero ir un poquito a contramano de lo que se hace. Hoy el cine está lleno de pirotecnia y drones. Ves películas así todo el tiempo, ¡yo nunca usaría un dron en mi vida!”, dice con una sonrisa en diálogo con Infobae Cultura, una mañana primaveral y húmeda en un recoleto bar de un museo porteño, junto a la Avenida del Libertador. “Que lo formal sea revolucionario”, remata en su respuesta.
La historia de Lo que quisimos ser es simple. Hay un hombre y una mujer solitarios que se encuentran en un cine viendo una película de Howard Hawks y que, por casualidad (pedir fuego para encender un cigarrillo), inician un juego de seducción que transcurre en calles y bares de Buenos Aires. El juego es “hacer como que”, o sea cada uno cuenta una idealizada, soñada vida (la famosa “vida peligrosa” de Charly García en “Viernes 3 AM”). El amor surge pero toma caminos misteriosos propios de la vida de cada uno. No cabe adelantar nada más.
Teoriza Agresti sobre la película en cuestión. “Hay dos temas hoy en día en cine. Uno es la contemplación. No el cine contemplativo que te deja la cámara dos horas con los pajaritos, el tipo que camina, que va a comer, no hace nada. Me rebelo contra eso. Y yo digo: un rostro es un paisaje también. Por eso laburé mucho con los actores. Cada pestañeo, cada momento, cada gesto. Eso también es contemplación. Y por el otro lado, aunque parezca mentira, es una reflexión sobre las redes sociales. ¿Por qué? Hoy en día la gente se conoce así, Facebook, Instagram, las apps de citas. Cada uno se pinta un poquito: no dice lo que es, sino lo que quisiera hacer. Y es como un juego, porque el otro también sabe que no es del todo así. De eso habla la película”.
Habiendo pasado tanto tiempo entre su última película hasta ahora (Mecánica popular, de 2015, bastante maltratada por la crítica de ese momento) y ésta, cabe preguntarse qué fue, qué es de la vida de Agresti. Vive en la costa bonaerense, escribe novelas, cría a su hija más pequeña. No ve televisión. Mira películas y serie (ya se notará eso en esta mismo texto).
En este contexto, bueno es conversar con uno de los directores de cine más influyentes de fines del siglo XX y comienzos del XXI. Un autor que puso en consideración, con películas como El amor es una mujer gorda, El acto en cuestión y Buenos Aires viceversa como las más notorias, un nuevo tipo de cine argentino que, luego, habría de continuar en las obras de toda una generación de cineastas que vieron sus películas, sobre todo en un seminal ciclo de la Sala Leopoldo Lugones a fines de los años 80.
De esa influencia, reconocida o no, y de la prehistoria de aquel impacto, cuando pasó unos cuantos viviendo y haciendo películas en Europa, de Argentina, 1985 y Lucrecia Martel, de su experiencia en Hollywood dirigiendo a Keanu Reeves y Sandra Bullock, habla Agresti a continuación.
—Te fuiste a Holanda a principios de los años 80 y ahí, al menos formalmente, comenzó tu carrera como director ¿Fue una etapa muy creativa para vos?
—Me fui con mi primer largo El hombre que ganó la razón, porque acá no tenía destino. Lo había filmado en blanco y negro los fines de semana cuando yo era asistente de Canal 11, robándome la película que ya no usaban para los noticieros porque había pasado a color y a video. Yo tenía 21, 22 años, cargué un bolso y me fui a Holanda porque tenía un amigo para hacer base allá. Era un tipo conocido, ni siquiera amigo, que me dijo “Cuando vengas a Holanda tenés un sofá para dormir”. Era un argentino exiliado. Y después me cambié a la casa de un exiliado chileno.
Y ahí después conocí a Raúl Ruiz que me invitó a la casa. Y a través de él conocí a un productor que me dio una moviola para editar el mejunje que tenía… Eran rollos. Me fui con un bolso amarillo, me acuerdo disimulando que no me pesaba nada para no pagar exceso. Eran 40 kilos. Y ahí la empecé a armar. La armé y se venía el festival de Berlín. El productor estaba con la filmación de Zoo, de Peter Greenaway, que en ese momento estaba filmando ahí en Holanda. Como no tenía un mango, hice de extra y de tiracables, cualquier cosa, mientras editaba la película. Cuando la terminé, hubo una sorpresa. Un día llego a la productora y todos aplaudían y digo ¿qué carajo pasó? Había llegado un telex del festival de Berlín. Habían rechazado la película de Greenaway e invitaban a El hombre... La dieron en la sección “Forum”. Y de ahí pasó a Rotterdam, a otros festivales, ganó algunos premios. Bueno, ahí me coloqué, digamos, como director. Fue después de patear un año por Europa.
—Ahí cambia tu percepción de hacer películas. ¿Se te ocurrían otras historias? ¿Estabas con la cabeza todavía en Argentina?
—Quería filmar acá. Y me vine a hacer El amor es una mujer gorda. Me traje los rollos de película virgen que compré en Bélgica. Ya en ese momento tenía una visión un poquito más amplia de lo que puede ser el cine.
—¿E incluso el oficio, no? El otro día leí que Aristarain decía que dirigir es un oficio.
—Si, es un oficio, un trabajo. Y nunca terminas de aprender. O sea, desde el guion hasta lo técnico. A mí me gusta mucho: hago cámara de mis películas, incluso lo hice en Estados Unidos. No tengo prejuicios contra un cine u otro. Hago lo que me gusta escribir. No hago tanta diferencia entre cine comercial, cine snob, cine “yo quiero ser distinto”. Y vine a hacer El amor es una mujer gorda, que que era mi forma de tirar afuera todo lo que había pasado en Argentina con los milicos, ¿no? Era bastante contrapuesta a lo que había acá ese momento. Se estrenó casi al mismo tiempo que La historia oficial. La gorda decía directamente la desgracia. No había ningún tipo de subterfugio y me parecía muy importante decir eso en ese momento. Y bueno, al mismo tiempo, estaba tratando de cerrar una herida. No podés vivir toda la vida con la herida. Y tratar el tema más de lo espiritual. Hacer un largo ficcional puede contarlo mejor que un documental.
—Bueno, ese es un tema: “cine argentino y dictadura”... ¿Viste Argentina, 1985?
—La vi, hasta un punto. Tuve que parar.
—¿Por qué?
—En la escena de la mujer, esta mujer que parió en un auto… Tuve que parar porque no podía más, me sofocaba. Me pone muy mal el tema. Es un tema raro lo que pasó, ¿viste? Porque vos podés expresar lo que sentís de una forma a veces metafórica, no directa. Ojo, es paranoia, es cosa mía. A veces pienso que hay temas que no se pueden usar en la ficción. Por eso te digo, prefiero un documental. Y cuando noto que me quieren hacer llorar y todo eso está armado. Me viene una especie de alergia. No quiero juzgar, pero hay algo ahí que no... ¿Cómo te puedo decir? Es un tema muy delicado. Y hay que saberlo tratar de una manera… Lo que pasó fue terrible. entonces cuando noto alguna pizca de sensacionalismo, de manufacturación del asunto, del hecho real. Pero sin juzgar eh.
Me despistó un poco la película porque empieza en una onda cómica. Y hay momentos en que sí se toca cierto tema, lo cómico se puede transformar en cinismo. Como “de vez en cuando poné un chiste a ver si así entretenemos y la siguen viendo”.
—¿Conocés a Mariano Llinás?
—No lo conozco. Vi en YouTube algunos videos de él, me pareció un tipo gracioso y muy inteligente. A mí me pareció gracioso en un reportaje, en un momento, advertir su culpa por ser “comercial”. Y cómo a través de la retórica él lo quiere dar vuelta y se va por otro lado... Cuando ví, pensé “Relajate, loco, la vida es así. No tenés que tener culpa del éxito ni del no éxito”.
—Quiero seguir con tu historia luego del “período Amsterdam”. Ese ciclo de tus películas en la Lugones fue para toda una generación de nuevos directores, críticos, gente del cine, una gran influencia, un impacto. ¿Vos lo sentiste así, sabés que fue así?
—Fue muy raro porque yo no me esperaba nada. Me acuerdo que paraba en Gandhi cuando venía acá, enfrente al San Martín ¿viste? Y al tercer día, cruzo y veo la cantidad de gente que hacía fila para entrar. Y que se colaban por las escaleras, que sacaba la gente porque se quedaban en el pasillo con la puerta abierta. Pensé “debe ser así, debe venir mucha gente a la Lugones”. Pero después, claro, la gente salía, caminaba por la calle, me golpeaban la ventana de Chiquilín o venían a Gandhi… Entre esos había algunos que después se hicieron directores, venían y me decían “¿puedo hablar con vos? ¿Cómo hiciste esto? En ese momento sentí que era una pieza necesaria para ese momento del cine. Yo veía muy maquetas a las películas de acá. Para cierto tipo de historia que yo quería contar, quería salir de eso maquetado, darle un poco más de naturalismo.
—Hoy día, no habiendo pasado tanto tiempo de eso y con la influencia que sabes que tuviste ¿Te sentís reconocido como tal, como alguien que motivó un cambio de narrativa en el cine argentino?
—Voy a ser muy sincero. De todas esas películas, creo que me terminé de desprejuiciar y hice un cine que no se hacía acá, fue Buenos Aires viceversa. Creo que esa película en su momento fue realmente un golpe, porque encima tuvo éxito comercial. Y creo que esa película, si hablamos de lo estético, realmente ayudó a cambiar. Esa película sí influyó muchísimo en sacar esa solemnidad. Yo quería descontracturar, sobre todo que fuera corte y ritmo, documental... Y no era habitual. En aquella época, veías un extra en el fondo y hacía que hablaba, chupaba un helado. Todo muy falso… Toda película es un experimento. Y eso fue decir: “Bueno, vamos a ver en qué resulta”. Y con esa película, en un momento sí, me sentí como “puta madre, la verdad creo que vengo armando algo”. Veo que a esos chicos que eran un poco más jóvenes, les hizo bien. Se descontracturaron. Ven que no es tan difícil hacer cine. Ni tenés que ir a un estudio, ni tener una gran productora.
—Llegaste a filmar en Hollywood (La casa del lago, con Keanu Reeves y Sandra Bullock, 2006) ¿Cómo fue la experiencia, la repetirías?
—Es un lugar donde me hubiera quedado a vivir, ganando plata. Pero no es para mí. No quiero ofender a nadie, pero es un lugar horrible donde todo es competencia, números, aparentar y todo lo demás. O sea, trabajando todo bárbaro. Y aparte, mucho mejor de lo que uno piensa porque la verdad que nunca me rompieron las bolas. Me dejaron hacer cámara, cosa que es imposible allá. Y experimentar con un montón de herramientas y cosas que nunca podría haber experimentado. Aparte, no es que yo quise llegar a Hollywood. Valentín se vendió, la compró Disney y me llamaron.
Lo que pasa es que te encasillan, ¿viste? Después de Valentín me mandaban guiones de nenes que querían ser estrellas de béisbol o no sé, que quería ser campeón de ajedrez... Yo qué sé. Yo hice una película de un nene, medio autobiográfica, y ya está. No quiero hacer mucha más películas así. Después, cuando hice La casa del lago, me mandaban guiones románticos, chotos. Pero no soy boludo y digo “algo voy a aprovechar”. Y lo sigo aprovechando porque me mandan guiones como doctor de guiones -cosa que odio-. Escribo, doy mis opiniones, tiro alguna escena y eso me mantiene, puedo pagar las cuentas... O sea que algo saco de Hollywood. Pero vivir ahí, no... Warner compró un guion mío y lo tienen ahí, trabado. Lo quieren cambiar, lo quieren convertir en otra cosa y dije que no. Algún día lo firmaré yo.
—Última pregunta. Ahora estamos en la era del reino del streaming y las plataformas. Lucrecia Martel ha dicho que le parece una “dictadura narrativa” de las series ¿Vos crees que este tsunami va a matar al cine?
—Yo creo que es echarle la culpa a otro. Si los directores hacemos cine de mierda para vender, calculando al público y diciendo “estos boludos”, la culpa de los directores... Si vos hablás con los ejecutivos de Hollywood, la verdad es que que saben muy poco de cine. Saben de números. No está la caja negra que te dice domina. La culpa, en todo caso, la tenemos nosotros, los creadores. Si no te querés meter en esa, no te metas. Después, en cuanto a las series, no sé, siempre hubo series... El problema es el medio, esto de que cualquiera pueda prender un televisor, un teléfono y elegir las películas. Es esa dinámica, no en sí el producto.
Lucrecia, hacé tu cine, ya está. Yo hago el mío. Que cada uno haga el suyo. Si la gente se aburre con tus película no es por el streaming.
[Fotos: Gastón Taylor]