En octubre de 1913, el psicólogo suizo Carl Gustav Jung (1875-1961) tuvo en tres oportunidades inquietantes visiones de gran parte de Europa devastada por un diluvio de muerte y sangre que, sin embargo, no afectaba a Suiza, pues sus montañas se elevaban a modo de dique de contención. El ya renombrado Jung temió que se tratara del pródromo de un brote esquizofrénico, pues en aquel entonces era difícil prever que en julio de 1914 estallaría la Primera Guerra Mundial, declarada oficialmente el 1 de agosto de ese mismo año.
No obstante, en esa oportunidad Jung no se limitó a calificar a sus visiones de meramente “premonitorias”, sino que comprendió que la cultura y la historia se gestan en la profundidad de cada uno de los seres humanos, aunque ello no se advierta. Éste es quizás el primer mensaje de toda la obra junguiana, el cuidado de sí, de un “sí” que en buena medida desconocemos y cuya debida atención es condición necesaria para el cuidado de la humanidad y del mundo. Pero esta conclusión es el resultado de una lenta maduración que nace fundamentalmente de las experiencias sobrecogedoras, posteriores a las antes mencionadas, que Jung decidió registrar en unas libretas de tapas negras, acompañadas de algunas reflexiones, ahora publicada por la Editorial El Hilo de Ariadna por primera vez en castellano bajo el título Los libros negros.
Se trata de siete volúmenes, el primero contiene un estudio preliminar de Sonu Shamdasani y el resto los respectivos facsímiles en escala uno a uno, del manuscrito alemán con la traducción directa a nuestra lengua, supervisada por quien esto escribe y llevada a cabo por Laura Carugati, Romina Scheuschner y Gastón Rossi. Los libros negros no son, en sentido estricto, un “diario” sino lo que antiguamente se denominaba un “noctario”, es decir el registro de visiones y algunos sueños, en algunos casos acompañados de reflexiones.
Desde el punto de vista de la obra junguiana como tal, por un lado, Los libros negros completan a El libro rojo, pues Jung anotó inicialmente sus experiencias con lo inconsciente en el primero y no llegó a copiarlas todas. Los libros negros comienzan el 12 de noviembre de 1913 y terminan el 15 de diciembre de 1932, mientras que el texto de El libro rojo se inicia en la misma fecha y finaliza el 6 de junio de 1916, aunque contiene numerosas imágenes posteriores que llegan a fines de la década del veinte. Por ello, Los libros negros arrojan luz sobre algunas de esas imágenes y dan cuenta de la prosecución de estas experiencias visionarias. Mientras que Los libros negros registran las experiencias, El libro rojo las retoma y realiza una elaboración simbólica e imaginativa, aunque nunca “teoriza” en el sentido estricto de la palabra.
Con la publicación de esta obra tenemos un documento único, en varios sentidos de la palabra. Por lo pronto, al complementar y completar El libro rojo, permite comprender un poco más cuál fue el sentido de esa serie de experiencias visionarias que están imbricadas por hilos misteriosos, pero que deben ser abordadas en su conjunto. Me permito señalar que la lectura de estos textos es, en principio, una experiencia sacra, que no compite con ninguna confesión, pero que toca fondos insondables del alma. Por otra parte, estas obras constituyen el meollo oculto de toda la obra teórica de Jung, tanto de su psicología científica, como de sus propuestas psicoterapéuticas.
Jung, basado en su gran formación cultural y académica, intentó recrear en un lenguaje audaz, pero hasta cierto punto aceptable para la comunidad científica aquellas experiencias cruciales que también en parte pudo constatar en muchos de sus pacientes y, por cierto, en un sinnúmero de tradiciones míticas y espirituales. En todo caso es fundamental insistir que Jung no propone recetas ni doctrinas, solamente comparte confrontaciones con lo inconsciente y modos de abordarlo para que cada uno, si su anhelo se lo indica, haga su propia experiencia.
Los libros negros comienzan con el encuentro del “yo” de Jung con su alma “Alma mía, mi alma, ¿dónde estás?...” Es conmovedor este encuentro con su propia alma olvidada, que, sin embargo, ya se había hecho presente con anterioridad en sus sueños. Es un paso crucial el reconocimiento de esta dimensión humana que sobrepasa al “yo”, pero que requiere de su intervención, y es la que permite mediar con todo un mundo interno en donde van a ir apareciendo símbolos, particularmente bajo la forma de diversos personajes tales como Sigfrido, Elías, Salomé, la serpiente, Izdubar o Guilgamesh, el sabio Filemón y muchos más, algunos de los cuales solamente hallamos en Los libros negros. Puede comprenderse por qué Los libros negros comienzan con esta frase “Una gran tarea yace ante mí –vi su enorme tamaño– y su valor y significado se me escaparon. Me adentré en la oscuridad y seguí a tientas mi camino. El camino me llevó hacia dentro y hacia abajo.”
La búsqueda de luz y de sentido requiere asimismo el reconocimiento de oscuridades soslayadas, pues como decían los alquimistas todo ascenso requiere de un descenso. En este sentido el alma es mediadora de los insondables misterios, pero no siempre se muestra amable. Asimismo, el alma a veces posibilita la comunicación con personajes espantables, pero que guardan un saber arcaico, como es, por ejemplo, el caso de Ha, que le hace conocer unas runas sui generis que no aparecen en El libro rojo, pero que se insinúan en algunas de sus imágenes como un saber abismal. En otras ocasiones es el alma quien necesita del yo y su “sangre” y hasta de su “corazón”. “Ay”, replica el yo... “Qué quieres de mí”. Y el alma le responde que quiere su corazón entero y -como se verá posteriormente- ello permite que la misma alma posea la fuerza para comunicarle grandes revelaciones. Por otra parte, a menudo el alma se contrapone o complementa figuras de lo femenino internas, como es el caso de Salomé, o mujeres de carne y hueso como María Moltzer y Toni Wolff, pacientes, analistas, colaboradoras y amigas íntimas de Jung.
La obra no ofrece un sistema y, por ende, no quiero que mis aclaraciones interfieran con la experiencia única, sorprendente, paradójica de su lectura. En efecto, la propia alma le advierte a Jung “Cuidado con cada sistema. Los sistemas son errores de largo aliento”. El alma en cierto momento se presenta como triple; una parte es serpentina y se conecta con lo oscuro y demónico, otra parte opuesta es celeste con forma de ave, se conecta con lo luminoso y, finalmente, la tercera parte corresponde al yo y es “humana”. Vale la pena saborear el misterioso pasaje en el que el alma le enseña su propia condición triple al mismo “yo”. “Si no estoy conjugado a través de la unión de lo Bajo y lo Alto, me divido en tres partes: la serpiente y vago en esa o en otra forma animal: viviendo la naturaleza demónicamente, suscitando miedo y deseo. El alma humana viviendo por siempre en ti. El alma celeste como tal morando con los Dioses, lejos de ti e ignorada por ti, apareciendo en la forma de un ave. Entonces cada una de estas tres partes son independientes.”
Esta condición por así decirlo “mercurial” del alma le permite al yo acceder a escenas inesperadas y a conectarse con otros personajes ignotos que van entretejiendo una trama singular que transforma al “yo” tornándolo polifónico. Fanes, el Dios luminoso o el rostro luminoso de Dios le dice al “yo “de Jung “La voz una de todos los seres habla en ti”. El alma da cuenta de toda la oscuridad que se anida en la interioridad y que es un correlato del mal en el mundo. Pero, asimismo, se va advirtiendo cómo estas tomas de consciencia a través de un recorrido caleidoscópico hacen que se vaya configurando una nueva imagen de Dios en el seno del individuo. Esto se evidencia cuanto más se está en “sí mismo” y no en el mero “yo. “Tú eres en Dios, cuando tú eres en ti mismo.” Pero esto no significa un encerramiento subjetivo, sino que la comunidad de seres visibles e invisibles también está presente en nuestra interioridad, de manera tal que el renacimiento de la imagen de Dios responde a esa “muerte de Dios” anticipada entre otros por el filósofo Friedrich Nietzsche.
Por ello esta “nueva religión”, que no reemplaza las confesiones es, en realidad, una religiosidad renovada que destaca una vocación profunda de nuestra psique abocada a rescatar el sentido y que remarca la necesidad de una mayor interrelacionalidad entre todos los seres humanos. Es así que esta obra centenaria de algún modo hoy cobra una vigencia mayor que en su época. En un mundo en donde a menudo predomina el utilitarismo y una racionalidad científica puesta al servicio de la codicia, estas obras no ofrecen una respuesta moralista, no proponen una nueva ideología, ni invitan a un sincretismo irracional.
De alguna manera dan a entender que el ser humano, en realidad cada ser humano, está llamado a cultivar su interioridad y, de este modo, a colaborar con el renacimiento de un sentido que, sin negar lo útil y lo racional, orienta a la humanidad y colabora con la gestación de una nueva imagen de Dios o de una totalidad que también abraza la materia, lo femenino y el mal. El ser humano es una suerte de canal entre lo indiferenciado y lo diferenciado, lo infinito y lo finito. A través del alma que recibe el corazón del individuo, éste último se une primero a lo divino manifestado oscuramente y luego asciende luminosamente. Esta misión es condición necesaria para la pacificación de todos los seres y la orientación de una humanidad en crisis. Tal parece ser la vocación de esta época. “Cada era del mundo, leemos en Los libros negros, tiene algo que conocer por encima de todo, y algo que no le está permitido conocer por encima de todo.”
* Encargado y supervisor de traducciones de la edición en castellano de C.G. Jung. Los Libros Negros.
* La obra es publicada por El hilo de Ariadna, la editorial que dirigen Leandro Pinkler y Soledad Costantini