Cuando mi madre murió, luego de una larga y penosa degradación de la mente, y esparcimos sus cenizas siguiendo su última voluntad lúcida, pensé agregar su desgarradora partida en una nueva edición de Mamá. Once años después de su primera publicación, cuando todavía Carmina estaba viva y vigorosa, y consciente de todo, yo me había visto obligado a escribir un extenso epílogo para la nueva edición de Alfaguara: la vida continuaba, mi padre había muerto y la publicación del libro había destapado, tanto en España como en la Argentina, muchas novedades familiares, como testigos y pruebas sobre las peripecias desconocidas de quien había desatado el gran drama familiar al escaparse de todos en Asturias, abandonando a sus hijos y esposa en la pobreza más dura y en la peligrosa posguerra civil: mi enigmático abuelo, el ebanista José de Sindo. Cuando leyó ese texto agregado, mi madre me pidió un favor: “Si vas a escribir algo sobre este momento te pido que también pongas la verdad”.
Mamá
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Un tanto desconcertado, le pregunté: “¿Y cuál es la verdad?”. Me respondió con un dedo en alto: “Que ahora soy completamente feliz… Lástima que soy vieja”. Tardé en darme cuenta de lo que pretendía; dejarles a los lectores un soplo de esperanza en los últimos párrafos, luego de haber comprobado durante más de una década la impresión y la tristeza que les había provocado leer su historia inmigrante. Fue precisamente por eso que desistí con la idea de agregar, cuando murió, un segundo epílogo en el que se diera cuenta de sus últimos años y de su lucha contra el Alzheimer: Mamá es una novela verídica que narra una áspera odisea y acaba donde y como mi madre quiso, con un “final feliz” que rara vez la vida nos regala.
El itinerario de ese libro fue venturoso desde el primer día. Después de haber escrito El dilema de los próceres, una novela paródica sobre Sherlock Holmes y la historia argentina, yo me encontraba en una profunda crisis creativa. Entraba en las grandes librerías y me preguntaba íntimamente qué podía agregar a ese edificio incesante donde mes a mes llegaban maravillas y donde uno tiene la sensación de que todo ya ha sido escrito o está a punto de serlo. Por aquella época, en pleno crac de 2001, mi madre había caído en una gran depresión, en parte por sus desdichas personales y en parte porque muchos amigos y conocidos –viejos inmigrantes españoles, italianos y polacos- abandonaban Buenos Aires para regresar a sus patrias de origen. Se producía así un hecho circular insólito: inmigrantes que habían dejado de jóvenes sus lugares huyendo de la miseria, se habían afincado como extranjeros en otra tierra, se habían desarraigado y luego a la fuerza se habían vuelto argentinos, ya en el ocaso de sus vidas, fugándose también de la pobreza (ahora del país de adopción) tenían que vender o recoger lo poco que les quedaba y regresar a esos remotos pueblos donde habían nacido, pero también donde volvían como extraños.
Ese doble destierro, en la juventud y luego en la vejez, es inédito en la historia moderna, y Carmina acompañó a algunos amigos en esa condición hasta el mismísimo aeropuerto de Ezeiza y presenció esos dolientes adioses. Aceptó a regañadientes ir a ver a una psiquiatra, que la medicó, y un año más tarde parecía verdaderamente recuperada. A mí me intrigaba saber de qué hablaban en el diván, y traté de sonsacarle a Carmina esos intercambios. Pero mi madre fue evasiva. Hasta que me reveló, como al pasar y sin darle importancia, que ella le contaba su vida y que la psiquiatra lloraba.
Me impactó tanto que una profesional de todas las calamidades se conmoviera hasta el llanto con la simple historia de mi madre, que de inmediato pensé: “Tengo que entrevistar a conciencia a mamá y escribir su aventura, paso a paso, para que quede registro en mi familia y para que mis hijos comprendan de dónde vienen y cuál es su verdadera identidad”. Para ser rápidamente argentinos, muchos inmigrantes cortaron su relación con su pasado –nada más falso que el clisé “descendemos de los barcos”-, y por lo tanto, desvincularon el destino de sus hijos y nietos de aquellas familias frondosas que nos explican quiénes somos si es que nos sentimos capaces de reconstruirlas en el papel y prestarles atención. Porque el árbol genealógico, si se hace con tesón y pulcritud, forma imaginariamente nuestro rostro. Todos somos la suma impensable de muchos parientes a quienes ni siquiera conocimos.
Durante cincuenta horas, en días salteados, entrevisté a Carmina como hijo y como periodista. Lloramos y reímos juntos, y descubrí intimidades inquietantes y actos surrealistas o valerosos. Mientras iba escribiendo capítulo a capítulo, se los leía a ella y a mi hermana, y un día el trabajo tocó a su fin. Fue entonces cuando Gloria Rodrigué –directora editorial de Sudamericana y a la sazón quien publicaba mis libros cuando todavía no eran exitosos-, se enteró de la existencia del original y me lo pidió para leerlo. Ella y su familia habían huido de Cataluña por razones políticas, pero tenían en su casa porteña dos empleadas asturianas a quienes querían mucho, así que Gloria se llevó los impresos con mucha curiosidad y los fue leyendo en un vuelo a Uruguay. Mientras leía, lloraba y lloraba, y al llegar a Punta del Este ya tenía decidido convencerme de que publicara aquella crónica. Yo tenía muchísimo miedo de exponernos –con nuestras grandezas y nuestras mediocridades y fracasos-, pero me dije: “La palabra crucial la tendrá mi madre”. Así fue. Y Carmina dijo, encogiéndose de hombros: “No tengo nada que esconder, que lo publiquen si quieren”.
Lo hicimos con tiradas muy bajas, y con mucha timidez, pero a los tres días lanzaban una reimpresión, y luego otra, y otra más. Y lo presentaron –todavía no existía la grieta- José Pablo Feinmann (“Mamá es simple y poderosa como la vida. Sólo que la vida no está tan bien escrita”) y Jorge Lanata (“Acá Fernández Díaz demuestra que las distancias entre la verdad y la belleza no son tales: ambas corren juntas cuando se sabe dónde ir a buscarlas”). Después todo se disparó: el fenómeno editorial y la publicación en América Latina y en España.
Una mañana, recién llegado y desde Ezeiza, Joan Manuel Serrat me llamó para felicitarme por el libro y para decirme, con pena, que a él le hubiera gustado escribir así sobre su padre, pero que ya era demasiado tarde. Me avisó, unos meses después, que “medio Barcelona está leyendo tu novela”. El día que organizamos una firma en Oviedo, la cola medía 150 metros: venían de todas las aldeas y los pueblos y los barrios con ejemplares de Mamá. Fue en el Corte Inglés, y un encargado de la librería me dijo: “Ni Saramago juntó tantos paisanos”. Arturo Pérez-Reverte, que por oficio es un hombre duro, me confesó en el café Gijón que lo había conmovido mucho y que yo estaba fundando mi nuevo territorio literario. Aparecieron directores y productores cinematográficos de España, América Latina y hasta de Estados Unidos con la intención de filmarla, pero mi madre no quiso que yo les cediera los derechos: “No entreguemos nuestra intimidad a nadie”. Le hice caso y rechacé todas las propuestas. Una vez, ya más vieja, me preguntó: “¿Cuál fue la cifra más grande que te ofrecieron?”. Me habían ofrecido 350 mil dólares. “¡Hubieras agarrado viaje!”, se escandalizó: “¿Por qué coño me hiciste caso?”.
Mi madre firmaba ejemplares durante mis presentaciones en la Feria del Libro, y camaradas de letras –al descubrirla entre el público- se acercaban y querían sacarse una foto con ella. Aun así jamás perdió la modestia, ni le dio mucha relevancia al asunto. Durante el relanzamiento de Mamá en España, en 2019 y gracias al interés por la obra que tuvo la gran editora Pilar Reyes, mucha gente de la cultura madrileña me ametrallaba sobre la vida y el temperamento inefable de Carmina. “Fernández Díaz escribió uno de los grandes libros argentinos de esta última década –resumió Juan Cruz Ruiz-. Le cambió la vida a él y nos cambió a nosotros la manera de entrar en las historias ajenas. En mi casa ese libro se ha multiplicado: desde que entró el primer ejemplar, diversos miembros de la familia lo han querido leer, y en mis viajes a Buenos Aires he ido trayendo cargamentos sucesivos de Mamá”. El gran escritor de Ordesa, Manuel Vilas, agregó que mi libro era “una de las cartas de amor y agradecimiento más hermosas y hondas que un hijo haya escrito a su madre”. Tal vez Mamá no trate meramente de la épica inmigrante, ni de la lucha denodada de una mujer. Quizá tenga razón Vilas y aquel libro íntimo que no iba a conocer la luz, y que luego dio algunas vueltas por el mundo, era simple y esencialmente eso: una carta de amor de un hijo a una madre. Una simple carta de amor.