“Por qué leer los clásicos”, suele ser una pregunta habitual en el campo de las letras. Incluso se puede redoblar el interrogante para reflexionar acerca de qué nos pueden decir esos volúmenes que para muchos (¿ignorantes?) pueden resultar anacrónicos, vetustos. No es el objeto de esta nota preguntarse acerca de qué es un clásico –en caso de que a esta altura se desconozca de qué se está hablando–, pero para cualquier lector desprevenido, una definición posible podría ser aquel texto que resiste al paso del tiempo, a las reversiones, a las adaptaciones, y que convoca –a ser leído, por supuesto–.
Por qué leer los clásicos es, además, un ensayo de Ítalo Calvino en el que expresaba que “no se leen los clásicos por deber o respeto, sino por amor”. Esa cita funciona también como epígrafe de la primera página de los volúmenes de la flamante colección de UNSAM Edita que lo parafrasea y llama Por qué leer a los clásicos.
Otro concepto que suele circular en el ámbito de la promoción lectora es la idea de convite, de convidar, de compartir, de acercar lecturas. Y esto es lo que moviliza y motiva a Por qué leer a los clásicos, tal como señala Edgardo Scott, director de la serie, en la nota a la colección que cierra cada volumen. Estos libros recogen la idea de Calvino, de ser movidos por el placer, pero también, como indica Scott, la de relectura. Un escritor contemporáneo escoge un texto clásico y apreciado y lo potencia con su prólogo. Ese es el principio rector de la serie. “Nos hemos propuesto, además, que ese llamado a los clásicos sea llevado a cabo por autoras y autores que, consideramos, no solo han construido una voz de altísimo valor, que se manifiesta en sus propios escritos y lecturas, sino que además dan cuenta de un profundo amor por la literatura. Ellos serán, entonces, nuestros médiums e interlocutores con aquel más allá o más acá sagrado y sensible”, continúa escribiendo Scott.
Para esta reseña se imponía conocer si existía una motivación para elegir tal texto por sobre otro, a lo que Scott accedió a responder para Infobae Cultura y señaló que justamente radica no en el cuál, sino en el quién. “La motivación para elegir estos clásicos surge, en realidad, de los autores, de la motivación para elegir a los autores que eligen los clásicos. Nos parece siempre importante, en esta colección, ubicar ese dúo, ubicar ese tándem”. El trabajo de la edición estriba en la pregunta de “¿Qué autor contemporáneo argentino puede hablar de tal o cual clásico?”. Ese es un poco el modelo, continúa, “el clásico es importante, por supuesto, pero es igual o más importante el médium, el rescatista, el editor, en algún punto, que va a decir ‘este para mí es un clásico hoy y es un clásico mío’”.
Esa operatoria genera una fuerza poderosa, que conmueve, y sin, a priori, intención, cobra un valor sentimental para el nuevo (o no) lector de ese texto clásico. En Babilonia, de Armando Discépolo, prologado por Mauricio Kartun, los punteos que hace el dramaturgo, con su humor agudo, con esa voz tan propia, contagian las ganas de leer esa pieza teatral. Su prólogo es una suerte de mapa, de bitácora de notas marginales. En el caso de La isla del tesoro, de Robert L. Stevenson, María Teresa Andruetto comienza con una breve historiografía de la lectura –que evoca a Carlo Ginzburg y Roger Chartier durante los años universitarios– para continuar con la propia historia y su encuentro con ese volumen de la colección Robin Hood. Apunta al corazón con ese recuerdo, pero inmediatamente lo troca a un interés desmedido al sumergirnos en la vida de su autor.
Estos hilos de los cuales tirar son los que señala Scott como valiosos. “Lo que esperamos del lector de la colección es que valore estos dos gestos”, por un lado encontrarse con esa obra desconocida, y, a la vez, “encontrar un interlocutor privilegiado en ese autor, y de hecho va a conocer por ende a un autor que además está en esa tradición”.
Teniendo en cuenta que la colección, si bien es literaria, está enmarcada en una editorial universitaria, Edgardo Scott, señala varias cuestiones en torno al contexto de producción y de recepción, que no se circunscribe solo al ámbito académico, más bien todo lo contrario, abre el juego a otros lectores por fuera de las aulas. “Por un lado está ese vector de lectura, y después –supongo que, digo pensando en los lectores jóvenes, en los lectores universitarios–, me parece que el lector en general puede encontrar una versión donde también hemos tenido el cuidado de la traducción, donde hemos tenido el cuidado de los prologuistas, es decir, hemos creado un contexto, un lugar y una colección justamente como para que pueda haber una mirada más de conjunto. Creo que además de ese lector joven que simplemente no leyó tal o cual clásico, y aún, el que lo leyó pueda releerlo a la luz de la colección”.
En relación con esta idea de ediciones literarias cuidadas dentro del ámbito universitario, resalta la valía que le imprime publicar literatura en estas editoriales. Sin ir más lejos, afirma que sus primeros libros de ficción los publicó la Universidad de La Plata. “Y varios de mi generación, Selva Almada, Juanjo Burzi, editamos ahí”. Rescata, como señalaba, el trabajo cuidado que existe en estas editoriales universitarias. “Uno esperaría que en una facultad haya otro tipo de edición, otro tipo de curaduría, de selección; que puede leerse de otro modo que el mercado, más allá de que después tengan una distribución en el mercado. Intervienen de otra manera que las editoriales que nacen en el mercado literario mismo y en la industria literaria misma: están menos acosados o acechados por la industria. Tienen algún margen. Y entonces me parece que la literatura que puede circular ahí siempre va a aportar algo más, algo distinto”.
Tal vez esa sea otra de las claves de leer los clásicos, insertos en otros contextos, nuevos, diferentes de los de su creación. Para Scott, “la coyuntura forma parte del imaginario de lectura”. En una época como la actual, en la que la autoficción es potencia, señala, publicarán los Diarios de Jules Renard –por María Gainza–; pero también editaron Medea –con prólogo de Carla Maliandi–, “esa mujer que comete un crimen con sus propios hijos y que por ende pone un poco en jaque cierta idea de maternidad y cierta idea, también, de femineidad”. “Entonces, volver a uno de sus fundamentos, volver a un imaginario que tiene veinte siglos y a cierta forma de resolver ese imaginario, me parece que es valioso”, concluye.
Qué sucederá tras los últimos acontecimientos es incierto, pero por el momento los lectores de clásicos –o lectores a secas– tienen la posibilidad de dejarse guiar por escritores contemporáneos argentinos que convidan sus lecturas favoritas.
Al cierre de esta nota, se han editado La isla del tesoro, de Robert L. Stevenson, con prólogo de María Teresa Andruetto; Babilonia: Un día entre criados, de Armando Discépolo, con prólogo de Mauricio Kartun; Viaje sentimental por Francia e Italia, de Laurence Sterne, con prólogo de Edgardo Cozarinsky, y Medea, de Eurípides, con prólogo de Carla Maliandi.
Fotos: Gentileza Prensa UNSAM Edita.