Daniel Burman: “Cuando filmo siento el vértigo de contar una historia”

El director argentino estrenó “Transmitzvah”, una comedia agridulce sobre la búsqueda de la identidad, protagonizada por dos hermanos que “siguen comunicándose como los niños que eran”

Guardar
Tráiler de "Transmitzvah", de Daniel Burman

La primavera porteña se filtra a través de una ventana, en el edificio-cuartel general de una productora internacional de contenidos (cine, series, programas de televisión). Allí Daniel Burman -parte de la generación del seminal compilado de cortometrajes Historias breves de 1995, donde compartió crédito con Lucrecia Martel e Israel Adrián Caetano entre otros- recibe a Infobae Cultura para hablar de su nueva película Transmitzvah, una comedia agridulce y costumbrista, enfocada en los vaivenes identitarios de un niño que decide convertirse en mujer, se convierte en estrella pop y vuelve al barrio (el Once, cuando no) para encontrarse con “algo” que parece haber perdido. “Es un proyecto que ya tenía mucho tiempo. O sea, tenías esta historia en la cabeza antes de que el tema se vuelva relevante en la discusión social”, dice Burman, autor de emotivas películas como El abrazo partido, El nido vacío y Dos hermanos entre otras.

Formado en los ahora revitalizados años 90 (”retromanía ideológica”, podría decirse), Burman ostenta una sólida filmografía que lo ubica como uno de los directores más relevantes del cine argentino de este tiempo. Sus películas apelan a los sentimientos, los vínculos y la búsqueda de la identidad, dotadas de un original tono costumbrista casi siempre asociado a la numerosa comunidad judía de Buenos Aires. Justamente, Transmitzvah retoma ese color local que había dejado plasmado en la anterior hasta este momento, El rey del Once (2016).

Pasaron ocho años desde entonces, y en el medio, su desembarco en el formato de las todopoderosas plataformas de streaming, notoriamente, con el éxito de Iosi, el espía arrepentido, una serie de dos temporadas que contó como nadie la trama secreta de los atentados a la embajada de Israel y la AMIA, a través de la historia de un policía infiltrado. Una trama y un lenguaje bastante alejado de la emoción y el costumbrismo de sus películas. Sin embargo, para Burman, no hay conflicto. “No afecta mi libertad creativa. Estar en un estudio hace que tengas mayor libertad creativa y contención. Nadie me dice qué es lo que tengo que contar. Me genera mucha independencia. Son diferentes momentos”, dice en el inicio de un diálogo sobre su nueva película, la búsqueda de la identidad, los personajes del barrio que guarda en sus recuerdos de la infancia y el debate abierto sobre el universo de las series y cómo afecta (afectará) al cine.

Daniel Burman integra la generación
Daniel Burman integra la generación de directores que asomó con el compilado de cortos "Historias breves", que abrió una nueva etapa para el cine argentino

—Esta película tiene varias particularidades, pero inicialmente es la primera en ocho años, luego de El rey del Once. En el medio pasaron varias series, el éxito de Iosi, el espía arrepentido sobre todo... ¿Por qué ahora y por qué este tema de la transición de género y la búsqueda de la identidad?

—Tenía esta historia que había empezado a escribir hace muchos años. Fue una necesidad muy grande volver al cine. Volver a mi temática de la identidad, pero influenciado por un montón de cuestiones que han pasado en los últimos años y que tienen que ver con la agenda, por decirlo de alguna manera, de la identidad de género. No en referencias a los cambios sociales, porque en realidad lo que más cambió es la agenda y la atención sobre el tema. Siempre buscamos saber quienes somos y siempre la identidad de género fue parte esencial de eso. Pero siempre me llamó la atención este efecto paradojal y no deseado, en donde se redujo toda la conflictiva complejidad de la cuestión identitaria al género. Como si solo fuéramos nuestro género. Vivir alineados con nuestro género respetado socialmente y todo lo que eso significa como conquista, es un punto de partida obvio y necesario para esa exploración.

Pero es el punto de partida. Después, nuestra identidad tiene mil facetas y eso no termina y empieza ahí. Uno no solo es hombre o mujer, bisexual o trisexual. Uno no es solo judío, uno solo es argentino. El camino identitario es un tránsito a través de una figura geométrica borgeana, de infinitas caras. No se acaba nunca ese recorrido. Entonces, cierto reduccionismo también puede ser frustrante.

Y también me gustaba la idea, creo que sanamente provocadora, de colocar en el centro de la historia a una mujer que pasó por una transición de género y cuyo conflicto de identidad no tiene nada que ver con el género. Si ves en las ficciones, normalmente cuando se coloca un personaje vinculado a algún colectivo que tiene que ver con ciertas cuestiones de identidad de género diversas, toda su conflictividad pasa por ahí. Es tremendamente cruel, porque es como reducir a las personas a cierto carácter diverso al cual pertenecen en un colectivo y que toda su vida pase por eso.

Juan Minujin y Penélope Guerrero,
Juan Minujin y Penélope Guerrero, los hermanos protagonistas de "Transmitzvah"

Es una obviedad, pero la ficción muchas veces no lo ha tomado de esa manera. Y me interesaba también esta historia de amor entre dos hermanos, que ya exploré en Dos hermanos. Los hermanos siguen discutiendo en su adultez o comunicándose como los niños que eran. No hay otra manera. No se puede discutir o hablar fuera de la perspectiva de la infancia.

Me acabo de acordar algo que no me había dado cuenta hasta ahora. En El rey del Once, hay un personaje muy chiquito que se llamaba Mummy Singer y quería ser cantante de jazz. Quería hacer su Bat Mitzvah y quería ver si le conseguían un rabino que haga la ceremonia. Y conocía uno que tenía un templo hipotecado y lo iba a ayudar a levantar la hipoteca si le hacía la ceremonia. Es un pasaje mínimo. Ahí me surgió un poco la historia. Después empecé a trabajar el proyecto con Daniel Gurevich, que es un extraordinario guionista y dramaturgo con quien sincronizamos nuestras voces y me llevó a lo que es la película actual. Que tampoco es la que iba a filmar, porque la película que empecé a preparar terminaba el viaje de los hermanos en Safed, un pueblo en el norte de Israel. Y en el medio de la preproducción nos atravesó el 7 de octubre, que fue un momento obviamente muy devastador. Personalmente y también para el proyecto. No tanto por no poder ir a filmar a Israel, que era lo más irrelevante, sino porque me pregunté si todavía tenía sentido contar una historia en un mundo post 7 de octubre, ¿no? Finalmente seguí adelante.

—Y eso es lo que te llevó a Toledo, entonces (N. de la R.: la escena final sucede en la ciudad española).

Si. Con lo cual también para mí era un dilema moral muy complejo de transmitir: voy a hacer esta película filmando en otro lado por una catástrofe humana en el sentido más profundo ¿Y cómo lo dejo plasmado eso en lo que hago? O sea, ¿simplemente no voy y filmo en otro lado? Era complejo: ¿de qué manera lo tenía que hacer? Hay una escena que deja una huella de ese traslado.

Burman durante el rodaje de
Burman durante el rodaje de "Transmitzvah", su nueva película

—Siempre hubo un componente emocional en tus películas y también esta cosa de la familia, los vínculos…. Pero en este caso, en esta película hay un giro de comedia absurda, diría, que aliviana el tema. ¿Pensaste en eso?

—Honestamente ese giro, esa mirada es lo más parecido a como soy yo en la vida.. El otro día mi hijo me dijo “es como Intensa-mente pero en tu cabeza”. Y me quedé pensando.

La verdad es que soy una persona profundamente emocional, espiritual y caótica. Con lo cual la película me representa muchísimo. Hoy lo que llamamos “percepción de la realidad” es profundamente desagradable en la mayoría de sus aspectos, si uno la abraza en su totalidad y casi ingestionable con nuestras herramientas. Basta para eso abrir las redes sociales, que básicamente es un lugar donde la gente se comunica a partir de lo que odia en común, algo inimaginable para una civilización de tantos siglos. Entonces, el absurdo y el humor nos protegen, pero nos permite lidiar también y no desconectar. Es una manera de continuar conectado y poder narrar sin tanto dolor.

—Las críticas de la película habla de ciertos toques almodovarianos, especialmente en cuanto a los segmentos musicales. ¿Te parece que es así?

—Reflexiono muy poco sobre lo que hago, se lo dejo a otras personas que trabajan de eso y lo respeto muchísimo. Para mí los movimientos coreográficos en una película son maneras de expresar aquello en lo cual el discurso no puede hacerlo. En algún momento uno llega a su casa con un estado de alegría o algo así, y va caminando y pega un salto, qué se yo… Porque hay algo en la vida que uno no puede decir. Hay pequeñas coreografías, incluso un abrazo es una coreografía. Es un momento coreográfico que hacemos porque lo que uno tiene para decir no se puede expresar con palabras: si yo digo “te abrazo” no es lo mismo que abrazar. Entonces, tan sencillo como eso. Hay momentos en que los personajes necesitan expresarse a través de la música, del canto y del movimiento. No tiene mucha más vuelta. Dicho esto, adoro el cine Almodóvar.

Para Burman, el denominador común
Para Burman, el denominador común entre el lenguaje de las series y las formas tradicionales del cine es "contar una historia"

—Otro rasgo distintivo de tu cine es ese costumbrismo de un barrio porteño en particular, asociado históricamente a la comunidad judía de Buenos Aires ¿Vos viviste en el Once? ¿Te criaste ahí?

—Viví ahí hasta los 17 años, en el Once más profundo. Es un barrio que hoy no existe pero que tampoco existió nunca, porque tengo un recorte fragmentario de la infancia que vengo recreando y llevando a todos lados. Una vez vino gente de la televisión holandesa a hacerme una entrevista en el Once y estaban buscando una esquina para poner la cámara y me dice “pero esto no se parece en nada a tu película”. Para eso tenés que poner la cámara dentro de mi cabeza y mi corazón. El Once es la infancia.

Yo voy al barrio hoy y lo veo a través de los ojos de mi infancia. Por eso en la película digo algo que creo y no es una provocación, es un convencimiento. La gran transición de la vida que es el paso de la infancia a la adultez, no lo terminamos de dar nunca. Salimos a la mañana y hacemos parecer como que somos adultos, en un mundo donde sabemos que es una farsa y que en algún momento alguien nos va a descubrir. Es un síndrome del impostor adulto.

—¿Esos personajes que aparecen, los viste o los conociste?

Todos esos personajes son parte de mi tránsito por la vida y son recreaciones, partes de partes de personajes que conocí y que quiero. Y que de alguna manera es como mantenerlos vivos. Construyo personajes a partir de fragmentos, de conversaciones, de escuchas o de lo que veo de un otro, que es solamente mi subjetividad.

Daniel Burman durante el rodaje
Daniel Burman durante el rodaje de la serie "Iosi, el espía arrepentido" (Prime Video)

Lucrecia Martel dice que las series imponen un discurso narrativo. Otros detractores afirman “una película de dos horas te cuenta lo que una serie te cuenta en 14 capítulos de 40 minutos” ¿Ese formato narrativo afecta tu labor cinematográfica, ahora?

—Te diría que es casi todo lo contrario. De hecho, si ves la película, no hay ninguna huella de estructuras seriadas. Todo lo contrario. Es una celebración de la libertad formal, porque cuando trabajas para una plataforma tenés claro que estás contando algo que está en un cierto marco. Es una plataforma que ofrece contenidos que la gente ve mayormente en su celular, andando en tren, mientras hace otra cosa o en pijama mientras discute con la mujer. Es ese contexto y yo no me peleo con eso. Y en ese marco podés llegar a contar historias muy necesarias, como me pasó en Iosi. Y la forma, en donde una libertad absoluta aclaro,, también se adecúa a esa caja.

Otra cosa es el cine, cuando la gente deja todo lo que tiene que hacer y durante dos horas decide que no hay ninguna otra cosa. Las series le suceden a la gente: se derraman y la gente las toma. Ver una película es una decisión vital, digamos, uno dice: voy a ver una película. Es una decisión muy diferente. Es entrar en una sala oscura con un montón de desconocidos para que te cuenten algo que no conocés. Es rarísimo (risas). Yo no los comparo. Pero en el fondo, lo que me sucede como director, es que hay un denominador común. Cuando te levantas a la mañana y lees una escena y decís “hoy voy a contar esto”, lo que te pasa es lo mismo.

Yo tengo un recuerdo para mí imborrable. A mí me gustaba mucho contarle a mi mamá lo que me pasaba en la escuela en el día, como a cualquiera, y deformarlo de una manera que le llame su atención. Y tengo el recuerdo de las 7, 8 de la noche, las uñas de mi mamá tocando en la puerta y yo iba corriendo sabiendo que cuando abría la puerta, estaba ella dispuesta a escucharme. Esa sensación de “alguien va a escuchar el cuento que tengo”. Cuando filmo, normalmente siento ese vértigo de que “voy a contar algo”.

[Fotos: Maximiliano Luna]

Guardar