El Premio Nobel de Literatura es una buena guía de lectura, pero no es solamente una guía de lectura. Es una opinión literaria con un buen respaldo contante y sonante, casi un millón de dólares. Más que un golpe de suerte para el autor, que será publicado en todo el mundo, y la editorial que tiene sus derechos. El Premio Nobel de Literatura es, o suele ser, una intervención política. De parte de una institución, la Academia Sueca, que sabe que maneja distintinciones que, por algún motivo, son las más prestigiosas del mundo. Y que quien las reciba será mirado con otros ojos para siempre. De ahí en más pasará a “ser” Premio Nobel.
Entonces, la Academia no se priva de opinar sobre lo que pasa. Discretamente, a veces lateralmente. Se lo dio en 2006 a Orhan Pamuk, autor un turco denunciado en su propio país por reconocer el genocidio armenio que ocurrió en 1915. Por esos años, 2006, se hablaba del ingreso de Turquía a la Unión Europea. El Nobel venía a decir: sí, europeos, pero así, asumiendo el pasado.
Lo recibió en 2014 el francés Patrick Modiano. En su país se hablaba de un rebrote del antisemitismo y Modiano es el escritor de la Ocupación nazi de Francia, el que señaló la colaboración francesa con los alemanes. ¿Había un mensaje ahí?
Lo ganó en 2020 Louise Glück, estadounidense y blanca. Ese año un policía había asesinado salvajemente a George Floyd, por negro. Se esperaba que el gran galardón se lo llevara una afroamericana pero, dijimos, la Academia es sutil. Glück era una profesora culta y demócrata, que había sido premiada por Barack Obama. De nuevo: como si la Academia dijera: “éste es el Estados Unidos que queremos”.
Después del ataque a Salman Rushdie en 2022,- en que un estadunidense de origen libanés, Hadi Matar, le dio al autor de Los versos satánicos la cuchillada que le tenían prometida desde hacía años- supusimos que él sería el ganador. Pero no, demasiado directo. Se lo llevó Annie Ernaux, una autora que ha trabajado en su obra sobre el aborto, la sexualidad, la desigualdad de género y las experiencias femeninas. Era el año de la rebelión de las mujeres iraníes tras el asesinato en manos de la policía de Mahsa Amini por llevar mal puesto el velo. ¿Sería eso? ¿Una manera lateral de hablar del extremismo islámico?
A veces es más fácil hacer la lectura política, a veces más complicado. Pero este podría ser el año del israelí David Grossman. Un hombre polémico hacia adentro de Israel por su pacifismo. Pero, a la vez, el padre de un soldado caído en 2006 en territorio libanés.
Unos días antes el escritor, junto a otros autores como Amos Oz y A.B. Yehoshua firmó una solicitadapara que se hiciera un acuerdo y se terminaran los tiros. ”La acción militar, como tal, aparece ante nuestros ojos justificada desde un punto de vista ético y está de acuerdo con la ley internacional sobre la autodefensa”, decían. Pero igual sostenían que así no. Grossman era y sigue siendo un crítico del gobierno israelí a la vez que un defensor del Estado de Israel. Declaró que lo que no había funcionado con fuerza nunca funcionaría con más fuerza. Poco después de esas palabras cayó Uri, que era sargento.
“En estos momentos no quiero decir nada de la guerra en la que has muerto. Nosotros, nuestra familia, ya la hemos perdido”, escribió Grossman en un artículo enseguida.
Lo tremendo es que en 2003, cuando Uri entró al Ejército, Grossman había empezado a escribir una novela en la que una madre llevaba a su hijo a sumarse a las filas porque había guerra y, cuando volvía a la casa, decidía que no se iba a quedar ahí a esperar a que llegaran a su puerta los tres soldados que van a darles la mala noticia a los padres de los soldados muertos. Decidió que saldría por el país para detener la muerte. Ese libro se llama La vida entera y cuando lo abrimos sabemos que el hijo de Grossman no llegó a verlo publicado.
“Empecé a escribir el libro porque quería acompañar a Uri todo lo que pudiera”,- me dijo Grossman en 2012, cuando lo entrevisté en Buenos Aires. Y me habló de una paz difícil: “A veces es necesario que alguien acepte su derrota. Hablamos de soluciones parciales, no de justicia absoluta. Justicia humana, de compromiso. Hay que acostumbrarse a las limitaciones de la realidad: los israelíes tienen que renunciar a algunas pretensiones territoriales y los palestinos tendrán que renunciar a algunos de sus deseos”.
Después vino otro libro, más terrible todavía. Más allá del tiempo, en que una pareja trata de aprender a vivir con la idea del hijo muerto. “A él sin su no ser no puedo recordarlo ya”, escribe Grossman. Lo dice el personaje pero ay, ¿cómo no ver al hombre que piensa en su hijo y siempre que lo piensa la muerte se para entre él y el recuerdo con la manos levantadas, como un arquero que logra tapar todo el arco?
El momento de la noticia, Grossman lo cuenta así: “En un instante fuimos arrojados/ al destierro. / Llegaron por la noche, llamaron a nuestra puerta,/ dijeron: a tal y tal hora,/ en tal y tal lugar, vuestro hijo,/ esto y lo otro. /Enseguida tejieron/ una tupida red, la hora,/ el minuto y el lugar exacto,/ pero la red tenía un agujero, ¿lo/ entiendes? La red,/ tan tupida, tenía/ por lo visto un agujero/ y nuestro hijo/ cayó/ al abismo”.
Ante el 7 de octubre
Esta semana, cuando se cumplía un año del ataque del 7 de octubre y de la respuesta israelí, Grossman escribió en el diario francés Liberation: “Cada vez que un presidente estadounidense proclama con bombo y platillo: ‘Estados Unidos apoya el derecho de Israel a existir’, me hace saltar. La intención es buena, ciertamente, pero ¿podría uno imaginar a un presidente que declarase: ‘Estados Unidos apoya el derecho de Francia a existir’? ¿O el de Italia, de los Países Bajos, de Egipto o de la India?”
Y sigue: “Solo Israel, entre todos los países del mundo, sufre esta situación absurda: es el único cuya ‘legitimidad’, necesaria para una existencia estable, no es reconocida por los demás, después de setenta y seis años de soberanía. Es insoportable que sea el pueblo casi totalmente exterminado durante la Shoá el que viva hoy de nuevo, en su propia conciencia y en la de muchas naciones, al borde de un abismo psíquico de tal magnitud”.
Y se hace la gran pregunta: “¿Tenemos, sin embargo, el lujo de desesperarnos y de dejar de mover cielo y tierra para encontrar una solución?” La respuesta está cantada: no. No. Y la solución, dice, es la misma que viene gritando hace años. “Israel está obligado a favorecer lo más rápido posible las condiciones para una situación de paz con sus vecinos —al menos, con aquellos que estén dispuestos a ello. Y también con Irán. Aunque esta esperanza parezca vana hoy, la paz es de interés nacional supremo para Israel. Y para un buen número de países árabes”.
En pocas palabras, este es David Grossman. Capaz de un humor terrible -¿el humor judio?- en su novela Gran Cabaret, donde hay un comediante hijo de una sobreviviente del Holocausto que dice cosas como: “Siempre iba con la cabeza gacha y el pañuelo de la cabeza cubriéndole la cara, no fuera a ser que alguien la viera, y pegada a las vallas y a los muros para que nadie fuera a contarle a Dios que seguía con vida”.
Es un hombre capaz de volverlo a pensar todo, y que cree que eso es lo mejor. “A veces una historia no nos deja seguir adelante”, me dijo en otra entrevista, en 2015. “A veces hay un mito nacional, el mito de la víctima, como el mito de Masada, donde un general heroico hace suicidar a todos: está tan idealizado y es un mito terrible. Tenemos que revisar los cuentos que nos contamos, los privados y los colectivos”.
¿Por qué ese hombre puede ganar el Premio Nobel? Sí, por la belleza y la inteligencia de sus textos. Pero también por haberse plantado en la idea de que es imprescindible una solución negociada. “Israel es una fortaleza pero todavía no es un hogar”, dijo en 2018 en el Día del Recuerdo, donde se homenajea a los soldados muertos. “Si los palestinos no tienen un hogar, los israelíes tampoco lo tendrán (...) Cuando Israel ocupa y oprime a otra nación durante 51 años, y establece el apartheid en los territorios ocupados, se convierte mucho menos en un hogar”, sostuvo entonces”.
Muchas cosas pasaron desde entonces. Las multitudinarias marchas en Tel Aviv por una reforma judicial que quería hacer Netanyahu y que muchos israelíes entendieron que afectaba la democracia, por ejemplo. Pero, sobre todo, la masacre del 7 de octubre de 2023.
No sé si Grossman tiene la solución, si en general tiene razón, si es posible aquello con lo que sueña. Pero la moderación no está de moda y sí sé que, en su literatura y en sus actuaciones públicas, David Grossman fue capaz de sacarse la camiseta del fanatismo y mirar al otro lado, sin dejar de pararse en el suyo. No hace falta estar de acuerdo pero vale la pena leerlo, y a eso ayuda el Premio Nobel.