Al fondo de una sombría planta baja, perteneciente a un edificio emplazado sobre avenida Corrientes -y casi enfrentado con el Cine Cosmos- se esconde un desconocido reducto que homenajea a la escritura.
Sí, en pleno epicentro de la zona de las librerías de la Ciudad de Buenos Aires, miles de plumas caligráficas de inmersión trazan una colección única creada por Daniel Salaverria, un artista plástico nacido en 1958, quien recibe a Infobae en su taller-museo.
Al abrir la puerta, se está frente a una verdadera ferretería artística que atesora curiosos objetos distribuidos en vitrinas y cajones. Todas las paredes contienen un pedazo de historia con respecto a la escritura, con un inmaculado orden quirúrgico. Por donde se mire, hay algo guardado. Como ese mueble imprenta tipográfico, con los clásicos cajones bien chatitos, anchos y profundos, cada uno de ellos subdivididos en rectángulos donde depositan cajas y cajas de plumas caligráficas.
Según el especialista, la tipología de estos objetos se divide acorde al tipo de letra que se ejecute. “Está la más común, la itálica (conocida también como bastardilla), también la copperplate (”plancha de cobre”, en inglés) o letra inglesa/redonda; también la tipografía gótica, o bien hay plumas para los que necesitan escribir ligero -caso taquígrafos o abogados- también hay plumas para chicos (que son más resistentes y difíciles de estropear). En cambio, las que usan los calígrafos en general son flexibles y delicadas, más sutiles y permiten el ensanchamiento de la letra según se requiera”, brinda Salaverria una pincelada general sobre el tema.
Entre ruidos de vitrinas que abre, este acuarelista oriundo de Caballito explica que en esa multiplicidad caligráfica se acerca a la necesidad del usuario. “Cada persona posee un peso de mano único, una forma particular de inclinar la pluma, la hoja y de sentarse con respecto a la escritura. Por ello están las líneas en formas redondas y las plumas con terminaciones cuadradas, algunas son más cómodas y otras más incómodas”, explica recordando la famosa “cucharita”, objeto que durante décadas formó parte de la currícula escolar en la materia Caligrafía. Y agrega: “La letra gótica no elastiza, la pluma es de una punta chata, a cambio de la letra inglesa -o conocida en España como redonda- donde es más fluida. En la gótica se escribe de a tramos”, comenta en tono didáctico para los principiantes en la materia.
Peso pluma
Piezas con carteles y cartelitos escritos a mano, rotulados a pulso (con el catálogo como soporte), otros mensajes que dicen “sin clasificar” (el estigma del coleccionista) y luego, digitalizar la ficha de cada pieza. Así es el día a día del mayor coleccionista de plumas de este estilo en el país. “Tengo aproximadamente unos 2500 tipos de plumas caligráficas de inmersión repartidas en unas 300 cajas diferentes” que, según él, también cuenta con la variedad según el tipo de templado con el que se fabrique cada una. “Esto es lo que genera un tensión distinta en el acero matriz”, explica sobre este universo casi inabarcable, por más reducido que parezca a simple vista.
Hay coleccionistas que solamente se enfocan en estudiar un solo tipo de pluma, otros buscan por países y están los que reúnen material por empresa. Sin embargo, Salaverria abraza variedad, busca que su abanico plumífero tenga confines bien extensos. “Solo en Argentina tuvimos una docena de marcas de plumas”, dice mientras abre un cajón del mueble tipógrafo, nomenclado por países, para ejemplificar su tesoro que lleva tres décadas.
“Para mí es más importante la historia que el objeto, su estudio, me interesa su materialidad como puede ser el de los tinteros antiguos o las plumas caligráficas por inmersión, porque son dos herramientas fundamentales para el dibujante. O sea, lo que tiene de bueno la pluma es que te obliga a no equivocarte y es como el equilibrista, vas aprendiendo a tratar de resolverlo todo de un primer efecto, es la primera impresión que tuviste”, justifica acerca de su pasión.
Daniel revela su ADN de artista plástico y boceta con la pluma, cualquiera sea ella, sin refugiarse en la letra redonda, bastardilla o inglesa. Lo suyo es dibujar. “Es que yo tengo eso como expresión natural, pensar que yo dibujo desde muy chico, inclusive dibujé con plumas”, dice este maestro mayor de obras recibido en 1978.
No por nada, mientras una pluma posa sobre su diestra, una casa va tomando forma sobre el papel. La arquitectura y la acuarela hermanan el oficio de este investigador histórico del patrimonio arquitectónico porteño. ¿Qué recomienda él a la hora de escribir para no morir en el intento y frustrarse con antelación? “Primero hay que ensayar con varios tipos de pluma, haciendo círculos hasta ver la cantidad de tinta exacta que querés para el trazo y que funcione en todos los sentidos. Tiene que haber como un feedback entre la herramienta y uno. Una vez que te acostumbraste, hay que ver cuál es la presión que se le puede dar, de a poco, sin impacientarse”, aconseja ante Infobae.
También en su colección, Salaverria cuenta con varios “padres” de las plumas de acero: las de ave o pájaro, en donde la mano y la tinta se desplazan con mayor fluidez sobre la hoja. Esa pulsión propia, tan personal que demuestra el carácter del escriba y lo deja al desnudo al apretar una pluma de pavo, de faisán o de ganso. “Al hacer presión en la parte inferior se hace un trazo más ancho, la pluma ´aspira´ la tinta y deja correr en forma fluida el trazo, uno la va calibrando”, afirma. Y deja un dato de color: “Había gente que limpiaba las barbas y quedaba escribiendo solo con el cálamo. Además, según el costado del ave, la pluma era para diestro o zurdo”, reconoce el especialista acerca de la primigenia herramienta que impulsó los trazados canónicos de la Patria como la Constitución Nacional de 1853.
Como si fuese la repisa de un boticario, sobre las estanterías del taller de este artista plástico conviven botellones de todo tipo que, por su tamaño, parecen envases de tinta, pero no, son tinteros. “Imaginate una escuela, una universidad, necesitaba algo bien grande, venían como si fuese una damajuana, adentro de un cajón”, señala el coleccionista posando el dedo sobre uno de los objetos de mayor porte de su colección.
Salaverria reconoce que fue acopiando todo de a poco, con paciencia, tinteros de cerámica esmaltada del siglo XIX, hechos a mano, provenientes de España, otros con origen inglés, de vidrio, en donde se fabricaron masivamente (”llegaron al país de la mano de los ferrocarriles, eran pesados e involcables, con su tapa de bronce sellada hace 130 años”) y otros para barcos (con una gran plataforma circular de peltre) agrandan la colección de la escritura. Las formas son variadísimas y hasta esconden sus secretos como unos transparentes de origen alemán, con fondo de vidrio cuya base está desnivelada para que la tinta pose sobre uno de los costados y así se mejore la inmersión de la pluma a una profundidad exacta para todo aquel que pasa horas y horas escribiendo a pulso.
Historia en punta y tinta
La ciudad de Birmingham, en Inglaterra, fue cuna de un objeto relacionado con la dureza y la escritura: el acero y la pluma caligráfica de inmersión. Firmas canónicas como Perry & Co (“que llegaba a tener un catálogo de unas 2000 plumas de época”), William Mitchell, Josep Guillot & Sons o Sommerville, junto a un largo etcétera, pululaban por la fabril metrópolis de mediados del siglo XIX.
“Cuando buceamos un poco en la historia de la escritura, encontraremos que luego de la Revolución Industrial, los primeros fabricantes de aquella ciudad producían plumas con la ayuda de maquinaria a vapor en una escala nunca imaginada, este adelanto contribuirá a todos los países de Europa a alfabetizar gran parte de su población”, informa el coleccionista.
A estas grandes firmas también se sumaron otras provenientes de Francia (“con Boulogne Sur Mer como ciudad pionera en lo caligráfico con más de la mitad de la producción nacional”), como Gilbert & Blanzy-Poure, Leonardt, luego siguió Alemania (Brause, Documento, etc), para luego darle lugar a Italia y España. Y tardíamente aterrizaron en nuestro país, según el especialista, alrededor de 1870. “Está el caso de la nacional Kendall, de lo más moderno del estilo ya que se hicieron en el ocaso de estos instrumentos de escritura, cuando en Europa ya había pasado el furor y las máquinas en desuso para fabricar plumas de allá se traían acá”.
Revolviendo cajones, Salaverria saca una caja de plumas de Argentina, las D. (M.R.) y hasta Peuser -sí, la de la marca de la librería devenida en editorial- “que se fabricaban en Inglaterra, por su similitud con las plumas Perry”, comenta en relación a la firma pionera de las míticas guías de calles. “Una rareza es que muy pocas plumas se fabricaron en Brasil y hubo un tiempo prolongado en que convivieron con las plumas de ave, lo mismo que ocurrió décadas después entre el cruce de la caligráfica y la estilográfica”, dice Salaverria.
Una tarde en el museo
Durante la 17 edición de la Feria del Libro Antiguo en el Palacio Libertad, el asombro de los visitantes fue más allá de las primeras ediciones de las obras de Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, mapas y grabados antiguos, minuciosos trabajos de restauración y revistas de colección. Muchos se agolparon frente a una serie de vitrinas que mostraban por primera vez un breve anticipo del Museo de Instrumentos de la Escritura, con decenas de objetos que despertaron el interés general.
Una de esas piezas era una centenaria hoja escrita con distintos tipos de plumas de inmersión: una fina de letra inglesa, la segunda una pluma rápida (más elástica), también de la misma tipografía, y la tercera parecía realizada con una estilográfica o pluma a fuente. Pero lo más llamativo, era el mensaje del documento: “Era una orden de allanamiento de un cabaret en Rosario, debido a una falla eléctrica, durante mediados de los años 20″, comenta Salaverria con naturalidad.
— ¿Cómo conseguiste cosas así?
— Hay gente que por ahí vende, no sé, todo una herencia. Compré lotes de colecciones enteras de plumas, unas 5 mil o también cosas insólitas como un pedazo de madera, en punta, que era un viejo borratintas del siglo XIX.
— Imagino que habrás revuelto por todos lados...
— En una oportunidad mandé a un ex colaborador a comprar unos seis envases de tinta antigua y cuándo regresó me contó que el lugar era... una cárcel, yo ni sabía (risas). También recuerdo cuando fui a una feria en Barcelona, a ver qué encontraba, era como una especie de estacionamiento gigante de autos y de allí me llevé varias cajas de plumas. O cuando un colega compró una librería y tenía dos cajones repletos de las caligráficas, se las compré todas, era mucha plata pero cuando hay oportunidades así, hay que aprovechar.
— ¿Cómo es tu metodología de compra, a quiénes recurrís?
— Es muy del boca en boca, las recomendaciones con colegas del interior del país, alguien que viaja afuera, canje con coleccionistas del exterior, recorrer anticuarios o ferias, pero no tanto Internet. Por lo general las plumas vienen en cajas de 144 unidades lo que es algo a favor a la hora de intercambiar, como si fuesen figuritas. El que colecciona esto, en general, es una persona que no tiene problemas económicos. En Europa es un coleccionismo de alta gama, pero el problema no es cuánto valen, sino encontrarlas.
— ¿Por qué es un universo de colección tan desconocido y reducido?
— Porque como eran elementos de uso doméstico, se los menospreció. Para muchos, las cosas tienen un valor a través de lo monetario, lo material, en este caso, para mí no es así. La parte histórica es lo que los hace interesantes, porque si se va colocando una pieza a continuación de otra, a través del tiempo, te encontrás con la evolución de los materiales.
— ¿Tenés alguna marca u objeto fetiche dentro de tu colección?
— Sí, la empresa alemana Soennecken, fundada en 1875 por Friedrich Soennecken, en la actual ciudad de Bonn. Estudio mucho sobre ellos, todo lo que consigo de esa firma va para la colección, si tengo que invertir, es ahí. Tienen unas antiguas y sobrias cajas de chapa negra con kits de plumas y su respectivos catálogos, las ves a lo lejos y sabés que es Soennecken.
— ¿Cómo se originó la idea del Museo de Instrumentos de Escritura?
— Se fue formando solo, hace unos dos años vino Abel Alexander (reconocido investigador, coleccionista y conservador de fondos fotográficos) y me dijo al venir al taller: “Esto tendría que ser un museo”. Y reconozco que ya tenía una forma así este espacio, a metros de lo que hoy es mi depósito de pinturas y archivo de la obra que antes oficiaba como atelier. Fui haciendo las vitrinas y ya empecé a poner todo de otra manera, guardado en cajas, más ordenado.
— ¿El museo va a funcionar en donde está tu taller actual?
— No, lo primero que se me ocurrió es hacerlo virtual, una página web donde esté toda la información y que la gente pueda compartirla. Esto no tiene gracia si es para mí solo. La idea es que venga gente y lo pueda usar como fuente de estudio. Será virtual hasta que aparezca algo, después podrá llegar a ser físico pero tres o cuatro veces más grande que este lugar. Además requerirá una atención que yo no puedo ahora.
— ¿Aparte de plumas, tinteros y botellones para tinta, qué otros objetos tendrá?
— Habrán lápices mecánicos que incluyen portacrayones, portalápices, portaminas y accesorios para lápices, barras y sellos para lacre. También piezas de oficina hasta objetos suntuarios elaborados en marfil, bronce bañado en plata, madreperla, opalina y galatita. Se exhibirán primitivos tiralíneas, pasando por las plumas tipo embudo hasta la lapicera tubular de finales del siglo XX y los primeros modelos de Ladislao Biro, la famosa birome. Además. escalímetros, reglas de cálculo, lápices graduados para dibujo técnico y antiguas pastillas de acuarela, entre otras cosas.