De todas las literaturas, la infantil es la única que tiene un objetivo concreto: hablarle a los niños. “Los niños leen, en gran parte, desde un horizonte ajeno a los afanes disciplinantes, ya que aún no están presos de arengas mitigadoras, ni de discursos políticamente correctos”, decía Gustavo Roldán en una vieja nota publicada en Clarín en 2011. Es un terreno fértil para la sorpresa, la emoción, la profundidad, incluso el disparate. Sin embargo, hoy la literatura infantil es la reina del mercado: según el último informe de la Cámara Argentina del Libro, 1 de 4 libros que se venden son para chicos. Esto corre el riesgo de —valga la redundancia— no arriesgar e ir a lo seguro: personajes empáticos, moraleja y a dormir. Pero la literatura es algo más que eso; siempre es algo más.
En el libro de 1999 Introducción a la literatura infantil y juvenil, la filóloga española Teresa Colomer sostiene que hay tres funciones específicas: 1, “iniciar el acceso al imaginario compartido”; 2, “desarrollar el dominio del lenguaje”; y 3, “ofrecer una representación articulada del mundo que sirve como instrumento de socialización”. Ahí, entonces, está todo: la literatura infantil opera en el proceso formativo reproduciendo valores, pero ¿acaso puede ponerlos en duda, darlos vuelta, jugar a la contradicción? ¿Puede ser lo instituido y, a la vez, lo instituyente? ¿Puede reivindicar la tradición y, a la vez, traer lo nuevo? ¿Puede hamacarse de forma lúdica sobre los claroscuros sociales? ¿Qué ocurre cuando la literatura infantil se mete en zonas difusas, cuando transita la incomodidad?
Un deseo simple y genuino
Si el género es una construcción social que se apoya en objetos y costumbres naturalizadas, ¿qué pasa cuando un niño varón que aún no tiene constituida su identidad se interesa por algo que socialmente pertenece al mundo de las mujeres? “Cuando uso el vestido de mamá me observo en todos los espejos de la casa. Hago muecas y hablo como si fuera otra persona. Es muy divertido. Acaricio las piedritas de la tela”. El que habla es el protagonista de El vestido de mamá, publicado de forma conjunta por el sello argentino Del Naranjo y el uruguayo Criatura Editora. El autor es Dani Umpi y el ilustrador, Rodrigo Moraes. El niño ve a su madre con “un vestido hermoso que solo usa para las fiestas. Es un vestido brillante que parece de juguete”, y se fascina.
“Me imagino otra ropa con esa tela. Guerreros con capas. Camisetas de fútbol. Uniformes. Mucha tela mágica con ese vestido”. Un día se lo pone sin que sus padres lo vean y se va a la plaza a jugar al fútbol con los chicos. Cuando sus amigos lo ven venir, se ríen, se burlan. Al volver a la casa, sus padres lo ven con el vestido puesto y lo retan. “Ese vestido me trae demasiados problemas, pensé. Mis padres. Mis amigos. Todos se transformaban al verme con él. ¿Por qué algo tan hermoso les parecía tan feo?”, se pregunta. El relato se recuesta sobre la ingenuidad infantil y se propone ver el mundo con el prisma de un deseo simple y genuino. El niño no encuentra respuesta, porque no la hay, o sí: que el mundo es un lugar extraño y desde el diálogo y la sensibilidad tal vez podamos entenderlo.
Preguntas a la muerte
Un tema fascinante pero difícil es la muerte. Incluso para los adultos. Las escritoras españolas Ellen Duthie (investigadora especializada en Literatura Infantil y Filosofía) y Anna Juan Cantavella (doctora en Antropología Social y Cultural) lo abordan forma novedosa en ¿Así es la muerte? 39 preguntas mortales de niñas y niños ¡con respuestas!, publicado originalmente en España el año pasado y que acaba de editarlo en Argentina el sello Iamiqué. Las ilustraciones son del artista italiano Andrea Antinori. Las autoras abrieron talleres para reflexionar sobre este gran asunto con los más chicos (”es un tema del que se habla poco para lo fascinante que es”) y participaron familias, escuelas y bibliotecas. Les pidieron a chicos de entre 5 y 15 años que hagan preguntas. Y seleccionaron 38.
Aparecieron cosas así: ¿Yo me moriré? Cuando te mueres, ¿se te va el pensamiento? Cuando morimos, ¿todo el cuerpo se muere de golpe? ¿Cómo sé cuando me duermo que no me he muerto? ¿Por qué nos incomoda hablar de la muerte? ¿Es verdad que cuando te decapitan, tu cuerpo corre sin cabeza? Si se muere alguien a quien quieres, ¿cuánto tiempo estás triste? ¿Qué hay después de la muerte? En un futuro, ¿existirán máquinas para revivir a la gente? Las autoras responden en formato pedagógico y epistolar. “Querida Claudia: ¡Estás de suerte! La tuya es una de las pocas preguntas sobre la muerte que tiene una respuesta clara y directa. Se puede contestar con una sola palabra: sí. Pero, aunque sea la respuesta correcta, ¿no te parece que se queda corta?”
Lo fantástico en nosotros
Levente fantástico de Martín Blasco, editado por Loqueleo, ilustrado por Darío Mekler, es un libro de cuentos que, como indica su título, aborda el género de la fantasía, pero sin ingresar del todo. Las escenas son cotidianas, simples, a veces graciosas, otras melancólicas, y de pronto aparece un elemento que lo subvierte todo. Hay un relato donde una chica ve una maraña de gente, un grupo difuso, pero no reconoce rostros ni géneros; “sólo estaban allí”, dice. Siente que la persiguen hasta que se incorporan a su vida. Los cuentos mantienen esa sensación de extrañeza que asusta y embriaga, que afecta y fascina. En algún punto lo fantástico siempre está con nosotros. No hace falta entenderlo. Como la maraña de gente que la chica siempre ve. Al fin de cuentas, lidiar con ese desajuste es parte de vivir, ¿no cierto?
La historia detrás de la historia
Hay historias que hablan de otra cosa. Que cuenten una cosa pero que hablan de otra. Ricardo Piglia decía que el cuento siempre tiene dos historias: mientras una se narra a la vista de todos, la otra crece detrás. Útiles perdidos (AZ Editora) desarrolla un interesante juego de superposiciones iniciando en Julio, que empieza segundo grado y lleva un lápiz nuevo a la escuela, pero ese lápiz se pierde y de pronto se humaniza, se vuelve personaje: se llama Lápiz Nuevo. Julio se va a la casa, Lápiz Nuevo queda en la escuela y termina, triste y desamparado, en una caja de zapatos forrada de amarillo que dice “útiles perdidos”. Ahí se encuentra con Lápiz Viejo, cortito de tanto de escribir. Entonces Lápiz Viejo le empieza a contar su historia, por todas las manos que pasó, las cosas que escribió, las vidas que vivió.
“Un día, la maestra de Emilia, que se llamaba Viviana, necesitaba un lápiz para escribir una carta de amor porque estaba enamorada. Y como estaba enamorada se había olvidado la cartuchera en la casa. Así que revisó la caja forrada de amarillo que decía ‘útiles perdidos‘ y me encontró. De adentro mío salieron palabras de amor, corazones, puntos y comas. Y así me mudé a la cartera de la señorita Viviana, que estaba enamorada”, escribe su autor, Nahuel Prado, acompañado por ilustraciones de Roma que dibuja sobre manchas de témpera. Útiles perdidos avanza en forma de mamushkas atando microcuentos encadenados. Pero, ¿cuál es la historia detrás de esta historia? El misterio, el desamparo y la aventura de crecer: una zona muy difícil de abordar sin caer en solemnidades. Quizás por eso existe la literatura.