Hola, ahí.
Quiero escribir sobre todo pero a veces las manos me dicen dejá de escribir.
Me contaba en estos días María Gainza que desde siempre le cuesta mucho escribir sin una fecha de cierre en la cabeza, como si la libertad en los tiempos no fuera un estímulo para la escritura sino todo lo contrario. Es un toc de los periodistas, necesitamos saber que hay un deadline incluso para ponernos a pensar sobre qué vamos a escribir; todo sale más rápido si sabemos que hay un límite, una hora inamovible en la que lo que vos escribís debe ser entregado a alguien o directamente publicado.
Necesitamos esa hora como gran indicador y, a la vez, lo mismo que debería ordenarte te aniquila. No es casual: cada vez que pienso en el concepto de deadline me sale pensar en la death line, la línea de la muerte.
Un hombre con y sin pasado
El gobierno desfinancia el cine argentino con énfasis y orgullo y, al tiempo que asistimos a esa línea de la muerte enunciada, se estrena El Jockey, la nueva película de Luis Ortega. Leo y escucho hablar sobre el filme en los medios y las redes sociales y, como pocas veces, encuentro verdadera pasión en los comentarios.
Aunque la historia tiene como trasfondo el universo del turf, el universo Ortega se despliega mucho más allá del hipódromo, las apuestas y el vicio. El protagonista de la película (que si te engancha, no te suelta ni siquiera varios días después) es Remo Manfredini (Nahuel Pérez Biscayart, actor supremo), gran campéon de turf ahora en etapa de derrape en caída libre, quien vive presionado por sus adicciones y también por la mafia encarnada por Sirena (Daniel Giménez Cacho, el Zama de Zama), el capo a quienes le obedecen tres matones ridículos protagonizados por Daniel Fanego (en su último trabajo) Roberto Carnaghi y Osmar Núñez.
Remo vive alcoholizado y no para de drogarse; si la droga es para caballos, se la toma igual. Tiene una novia, Abril (Úrsula Corberó), quien también corre y le rinde cuentas al mismo mafioso, y que está embarazada de Remo. Ella lo banca, lo sigue cuando puede pero también se la percibe algo harta de ese tipo que corre en línea recta hacia la autodestrucción. Él debería nacer de nuevo para volver a enamorarla…
Remo se cae una vez. Remo se vuelve a caer. Remo está internado y nada de lo que pasa en su cerebro es compatible con la vida. Cabeza vendada y con forma de huevo gigante, tapado de piel y carterita de tía abuela, huye y comienza un viaje en círculos por la ciudad y por dentro de sí mismo. Es El hombre sin pasado de Kaurismaki pero queer y en CABA. Lo que sigue, es una puerta abierta al delirio, la poesía, el color y la emoción en toda su diversidad.
Es mucho lo que podría decirse de El Jockey; hay referencias cinéfilas y literarias explícitas y no tan explícitas: hay Leonardo Favio, hay Almodóvar, hay surrealismo, hay cierto halo de Wes Anderson, hay un caballo que se llama Mishima… Son, entonces, diferentes los ángulos que podrían analizarse y hasta podría, incluso, escribir varios envíos sobre algunas de las maravillas y alucinaciones que propone esta película que en su audaz apuesta por la libertad puede hacer que algunas personas se pierdan porque están demasiado acostumbradas a que les cuentan un cuento. La libertad creativa también puede quitar el aire.
Leí en una entrevista a Luis Ortega que el Remo que se pierde en la ciudad está basado en Maxi, un ¿ucraniano? ¿ruso? de Sebastopol que circula por Buenos Aires vestido así de extraño, entre hombre y mujer. Se lo contó de esta manera a Fernando Gutiérrez, para la Rolling Stone:
“Hay una imantación con ciertos sujetos que cargan con una humanidad muy particular, y uno quiere zambullirse ahí donde siempre hay mucho dolor. Pensé enseguida que el único actor del mundo que podría hacer eso era Nahuel Pérez Biscayart. Empecé a escribir algunas cosas pensando en él vestido de esa manera, y rápidamente se alargó su cabeza en mi imaginación. Un amigo me llevó al hipódromo y vi a todo este mundo de jockeys y jocketas bajitos, donde todos vestían colores y nadie pesaba más de 50 kilos. En seguida se me unieron las dos cosas. Este tipo que está dando vueltas por la ciudad y no sabe si existe podría ser un jockey que se cayó del caballo, se escapó del hospital, agarró un tapado de piel y de a poco se transformó en señora”.
Lo que me gusta muchísimo de El Jockey
Como ya se dijo y se escribió mucho y no creo tener nada demasiado original para sumar pero, a la vez, soy fan de las listas, te dejo una con las cosas que me gustaron de esta película escrita por Ortega, Rodolfo Palacios y Fabián Casas, una película que recomiendo sobre todo a aquellos que aprecian a los artistas que buscan romper con los moldes y abrir nuevas puertas a los sentidos.
Acá va mi listita:
Nahuel Pérez Biscayart. Porque es un Buster Keaton siglo XXI, belleza fija y en movimiento. Por lo que hace con el cuerpo, con la mirada y con las pocas palabras que le toca pronunciar.
La iluminación, la fotografía. El aura Kaurismaki de la peli tiene mucho que ver justamente con que el responsable de la fotografía es Timo Salminen, el gestor de la luz del director finlandés. La película remite a la historia del cine y a la historia del arte, a cada rato hay escenas en las que harías stop solo para mirar con detenimiento, como en una galería o un museo.
La música y el baile. Ortega consigue vincular su hermoso delirio, que podría ser para pocos, con las canciones en español más conocidas del planeta. La exquisitez de su estética, de la mano de la canción popular y la Lacrimosa, de Mozart, Palito Ortega, Sandro, Nino Bravo, “Sin disfraz”, de Virus, con ese baile medio commedia dell’arte que hacen Pérez Biscayart y Corberó. También las chicas-potras bailando en el vestuario antes de montar y correr. En definitiva: si no salís de la sala cantando “Al partir, un beso y una flor/ un te quiero, una caricia y un adioooós”, es que te moriste y no te avisaron.
El casting. La elección de los actores, como la de la música, busca jugar con la sorpresa y el reconocimiento. Es ver actuando a personas que nunca actuaron antes y a actores a los que conocés desde siempre haciendo otra cosa y disfrutando de esa paradoja creativa. Los trillizos marmota que le hacen de ridícula guardia de corps a Sirena son una película aparte, como también lo es todo lo que tiene que ver con el comisario de Roly Serrano y la narradora oral de Adriana Aguirre.
El vestuario. Hay tanta voluntad de hermosura y sensualidad en las prendas y los géneros que querés apreciar todo en detalle: la blusa blanca de Corberó, la carterita de cuero de Remo cuando sale del hospital, la ropa primaveral de Lola en prisión, los trajes de seda de los jockeys y las jocketas. Y cuando digo todo es todo.
Las ideas que dan vuelta. La bizarrez y las discapacidades convertidas en norma, el mafioso con un bebé a upa que siempre tiene la misma edad aunque cambie de color de piel, la Argentina morocha, los desdentados que parecen sacados de algún Goya, las vírgenes ubicuas y las que camuflan el alcohol en el camino hacia la pista, la mugre herida (como el ángel turbio y dealer que compone Luis Ziembrowski), los géneros fluidos, el Malevo Ferreyra que canjea la vida y la muerte y las múltiples miradas sobre la paternidad.
Literatura I
“Muchos años después, poco antes de su muerte, mi padre me regaló uno de sus tesoros más preciados: la pequeña camisa azul y fucsia con la que un jockey de apellido Olivera había corrido a su yegua Malhablada en la séptima carrera del 9 de julio de 1970 en el hipódromo de Rosario y había conseguido, al fin, un triunfo aplastante. Me la dio acomodada entre papeles de seda en una caja de zapatos gris: él mismo, que no sabía hacerlo, lavó y planchó la prenda minúscula para que yo la guardara como recuerdo suyo. La recibí con el orgullo torpe, con la emoción entrecortada que siempre se interponía entre nosotros y la conservé entre mis cosas más preciadas.
Sigo prefiriendo los caballos sobre cualquier otro animal en este mundo: ellos saben vivir con la tensión –insoportable para los humanos– entre el agobio del sometimiento y el desparpajo de la felicidad.
Y este verano, al mirarlos, comprendí que ya saben, con seguridad, que los hombres los necesitan cada vez menos, que sólo los usan como remedo del pasado y que ese desinterés disimulado les permite intuir un futuro más libre, más ornamental”.
(Fragmento de “Horses”, un texto del libro Parajes, de Cristina Iglesia).
El hombre que amaba a los caballos
Hijo de un paisajista y una institutriz, Franz Moritz Wilhelm Marc nació en Munich en 1880. Para la historia del arte será siempre Franz Marc, un artista que luego de estudiar Filosofía y Teología, comenzó a pintar y conoció de primera mano el impresionismo, para terminar fascinado con la obra de Van Gogh y Gauguin.
Franz Marc era un apasionado por los animales, en especial los caballos, a los que dedicó gran parte de su obra de colores primarios, una obra que sigue despertando emociones aún hoy.
En muy pocos años pasó por diversos estilos y diferentes formas de expresar su modo de ver la vida y el mundo, en clave espiritual. Su entusiasmo y su curiosidad lo llevaron del arte figurativo (siempre animales, nunca humanos, tal vez porque no eran dignos para el retrato) para terminar en la abstracción, luego de conocer la obra de Robert Delaunay. Marc fue, junto con Kandinsky y August Macke, uno de los fundadores del movimiento expresionista alemán “El jinete azul” -un nombre también vinculado a los caballos- y uno de sus mayores exponentes.
Persuadido de que debía pelear para lograr la purificación de Europa, se alistó para combatir en la Primera Guerra y aunque pronto llegó el desencanto, ya era demasiado tarde. Murió en el frente en 1916, durante la batalla de Verdún, el combate en el que se enfrentaron alemanes y franceses, el más largo y sangriento de la guerra. El hombre que amaba los colores vibrantes y los caballos tenía 36 años cuando cayó muerto a causa de una esquirla de metralla en su cabeza.
Leo la historia de este artista y enseguida Google me lleva a Blue Horses, un libro de poemas de la estadounidense Mary Oliver (1935-2019) del año 2014. El primero de los poemas está dedicado a Franz Marc y lo leo en inglés pero no encuentro traducción en español: quiero leerlo en mi lengua y quiero, sobre todo, poder reproducirlo en este correo.
Busco, consulto a algunas amigas y a la manera de una botella al mar le mando un mensaje a Inés Garland, delicada autora y traductora. Piensa un segundo y me dice que no recuerda si el poema ya está traducido: me pide que se lo mande. Enseguida me escribe por Whatsapp que, como es breve, a lo mejor me lo traduce.
Inés, la misma que tradujo a Sharon Olds, a Lydia Davis, Mavis Gallant y a Lorrie Moore, entre otras autoras, me acaba de decir que está pensando en traducir el poema de los caballos azules de Mary Oliver para que yo pueda reproducirlo en mi newsletter. Comienzo a entusiasmarme.
“Hice una primera traducción. La dejo descansar y te la mano a la tardecita”, me escribe dos horas después. Para entonces ya no es entusiasmo lo mío, es profunda emoción. Cuatro horas más tarde lo manda, cree que quedó bien, eso me dice.
“Es hermoso”, me escribe también.
Sí, Inés, es hermoso.
Literatura II
Entro en la pintura de los cuatro caballos azules.
Ni siquiera me sorprende cómo es que puedo hacerlo.
Uno de los caballos se me acerca.
Su belfo azul me toca con suavidad. Lo abrazo
por sobre la crin azul, no me aferro, solo
me uno con él.
Él consiente mi placer.
Franz Marc murió joven,
metralla en el cerebro.
Yo preferiría morir antes que tratar de explicarles a los caballos azules
qué es la guerra.
Se desplomarían de espanto o simplemente
les parecería inverosímil.
No sé cómo agradecerte, Franz Marc.
Tal vez nuestro mundo se vuelva más amable algún día.
Tal vez el deseo de hacer algo hermosoes la parte de Dios en cada uno de nosotros.
Ahora los cuatro caballos se acercaron,
inclinan sus cabezas hacia mícomo si tuvieran secretos que contar.
No pretendo que hablen, y no lo hacen.
Si ser tan hermosos no bastara, ¿qué
otra cosa podrían decir?
“Los caballos azules de Franz Marc”, de Mary Oliver.
(Traducción de Inés Garland).
Las palabras mudas de Sari
Los duelos no siempre llegan con la muerte. Hay duelos de vuelo bajo, silenciosos, que comienzan antes. Por ejemplo, cuando tu mamá ya no te reconoce. O cuando comienza a perder las palabras que antes fluían y podían maravillarte. O cuando su mirada está perdida la mayor parte del tiempo o lo que te dice ya no tiene sentido ni para vos ni para nadie. Hay duelos que se consagran cuando tu mamá ya no es la persona que fue.
Editorial Rosa Iceberg acaba de publicar ¿Por qué son tan lindos los caballos?, el primer libro de Julieta Correa (Buenos Aires, 1989), que registra uno de esos duelos tempranos que a veces duran años. Cuando Juli supo que se venía la noche en la vida de su madre (“la que guarda los recuerdos de esta familia perdió la memoria”, dice al comienzo), comenzó a recuperar los papeles y registros de todo tipo de las ideas, pensamientos y listas de pendientes que Sari dejaba por toda la casa, escritos que la ayudaron, como las piedritas de Hansel y Gretel, a rearmar de alguna manera la foto de la vida, del deseo de su madre cuando ya dejaba de ser su madre.
Julieta le pone palabras a una metamorfosis, la que ocurre cuando se invierte la relación natural y una mujer pasa a convertirse en la madre de su madre, algo para lo que una nunca está preparada. Pero también repone las palabras que ya no salen de la boca y de la mano de Sari, una mujer diestra para la conversación y la escritura, alguien que conocía de universos que estaban fuera del registro de la mayoría.
“Me cuentan sobre una disciplina que se llama paleontología magnética, que dice que todas las rocas tienen la memoria del origen. Me aferro a las cosas que tienen memoria para hacer pie: una roca. Me resisto a creer que todo lo que era y sabía no quedó en ningún lado”.
Sari no era una madre prototipo. No se pintaba ni se arreglaba; combinaba los colores de la ropa según su ánimo, no existía para ella la idea de combinación como no existía tampoco la mirada de los demás.
“Me acuerdo de que cantaba y bailaba.
No recuerdo que supiera ni una sola receta de cocina. Cuando yo era chica su especialidad era carne picada a la plancha con ajo y queso fresco. A veces un huevo. El súmum.
Sí sabía que los caballos árabes son los más elegantes y podía reconocer pájaros por su canto, o por el color de sus huevos. Encontraba nidos donde los demás veíamos solo pasto”.
El tránsito a la demencia, la enfermedad y la muerte de Sari arranca en la pandemia, algo que le sumó dificultades a una etapa de por sí complicada. En su libro fragmentario, sutil y conmovedor, Julieta narra cómo es desprenderse de una madre que, aunque está ahí, ya no está. Ya no es.
Sari había nacido en el seno de una familia tradicional, con apellidos que tramaron la historia argentina. Tuvo tres hijos, dos matrimonios. Era culta, hablaba idiomas, amaba el campo, la naturaleza, los animales. Los caballos, dibujaba caballos.
“Salir a caballo. Entrar al corral con el bozal o una soga cualquiera. Primero espero a que me vea bien y sepa que lo voy a agarrar.
Cada animal tiene sus rituales. Una o dos vueltas, una frenada si me apuro a atajarlo y levanto una mano. O si no, arrinconado y dándome un poco el anca, lo hago enfrentarme. Estira el cuello y la nariz, lo dejo que me olisquee la mano. Le toco la cruz. Ya estamos.
Siempre les hablo. Los saludo con alegría, o con tranquilidad. Como si me dirigiera a seres humanos o a los perros. Conocen. Ellos conocen a cada persona, su voz, su olor, sus gestos”.
“Cuando monto a caballo vivo mi parte más feliz y genuina. Abstraída en la contemplación y observación de lo que me rodea, la naturaleza”.
“¿Por qué son tan lindos los caballos?¿Por qué hay tanta belleza en el mundo?¿Por qué lo olvidamos a veces?Pues yo no lo olvido”.
(Del diario de Sari que recupera Julieta).
El dolor que desgarra puede provocar también efectos hermosos en la literatura. El libro de Julieta Correa consigue esa belleza a través del relato de una vida que se apaga y los destellos de una inteligencia y una sensibilidad en ese tránsito, todo narrado desde el amor pero también desde el agotamiento que nos toma durante el tiempo en el que los cuidados se convierten en el eje de nuestra vida. Cuando cuidamos las 24 x 7 pero a la par seguimos trabajando, riendo, llorando y teniendo una vida personal atravesada por la pérdida que se avecina.
Esto es lo que sucede cuando quien está saliendo de escena es otro, pero sabés que en su partida se lleva gran parte de quien sos vos.
Literatura III
Todo el invierno tus hombros de bestia tironearon del collar
y de las correas y del horcate, para arrastrar
trineos llenos de troncos a secar durante la primavera y el verano,
para el fogón en el próximo invierno y para la estufa ardiente.
En septiembre arrastraste carretas de estiércol para abonar los campos,
estiércol de las Holsteins y bostas tuyas llenas de avena.
Todo el verano araste el césped en el prado y el campo de heno, el arado
repiqueteaba a tu lado, mientras subía el sol a lo largo de la mañana.
Y después del calor del mediodía arrastraste un rastrillo por el mismo campo
armando pilas y arrastraste la carreta de pila a pila
y el rastrillo cuesta arriba hasta el establo de heno,
tres parvas de heno por día que habían sido pasto erguido a la mañana.
Los domingos trotabas cuatro kilómetros hasta la iglesia con una carga leve
la calesa con capota de cuero y pastabas al sonido de los himnos.
Generación tras generación, tu cogote se frotó contra el marco de la ventana
del establo, suavizando la madera como el mar suaviza el vidrio.
Cuando te pusiste viejo y rengo, cuando te dolían los hombros al inclinarte a pastar,
un mes de mayo el hombre, que te alimentaba y te cuidaba y te ponía el arnés cada
mañana,
te guió por el campo de maíz cosechado al terreno arenoso sobre Eagle Pond,
y cavó un pozo a tu lado mientras temblabas, puro hueso
y apoyó el caño del revólver en el hueco blando detrás de tu oreja
y disparó la bala y te derribó dentro de tu tumba,
paleó arena para cubrirte, plantó varas de San José encima de tí
donde para el verano siguiente un surco en la tierra era tu monumento.
Por ciento cincuenta años, en la Pastura de los Caballos Muertos,
las raíces de los pinos empujaron a través de la pálida curva de tus costillas,
capullos amarillos florecieron por encima de tí en otoño, y en invierno
la helada movió tus huesos en la tierra —viejos trabajadores, hacedores de tierra:
Oh, Roger, Mackerel, Riley, Ned, Nellie, Chester, Lady Ghost”.
“Los nombres de los caballos”, de Donald Hall. (Traducción de Inés Garland).
Una vez más, muchas gracias por acompañarme hasta acá. Si te dan ganas de escribirme, mi correo es hpomeraniec@infobae.com.
Las imágenes de este envío son fotos de la película El jockey, de Luis Ortega, pinturas de Franz Marc y la tapa del libro de Julieta Correa.
Te deseo una buena semana y con momentos felices, que cada vez valen más.
Hasta la próxima.
*Para suscribirte a “Fui, vi y escribí” y a otros newsletters de Infobae, ingresá acá.
** Para leer los “Fui, vi y escribí” anteriores, clickeá acá.