“Querido Schur, usted recordará nuestra primera conversación. Usted me prometió que me ayudaría cuando yo ya no pudiera soportar más. Ahora es sólo una tortura y ya no tiene ningún sentido”. Era el 21 de septiembre de 1939, el hombre que hablaba se llamaba Sigmund Freud y había creado una teoría revolucionaria para pensar en los seres humanos. Había nacido en el Imperio Austríaco, a 250 kilómetros de Viena, pero -Hitler mediante- la cama desde donde pedía ayuda para morir estaba en Londres. Freud, el padre del psicoanálisis, había pasado las últimas dos décadas de su vida luchando contra un cáncer bucal.
El médico sabía lo que tenía que hacer: le inyectó la morfina prometida, el paciente se alivió, se durmió -¿qué habrá soñado Sigmund Freud en sus últimos sueños?- y dos días después, el 23 de septiembre de 1939, murió. Tenía 83 años. Había sido uno de los pensadores más influentes de lo que iba del siglo XX. Y sus ideas, lejos de irse con él, iban a crecer y crecer.
Freud había nacido el 6 de mayo de 1856 en Freiberg, hoy República Checa. Desde muy joven mostró un interés por la mente humana y, tras completar sus estudios en medicina en la Universidad de Viena, comenzó a investigar sobre los trastornos mentales. Fue su capacidad para observar y teorizar lo que le permitió formular una nueva y provocadora concepción de la mente, una que desafiaba las ideas predominantes sobre el comportamiento humano.
Freud en Viena: El nacimiento del psicoanálisis
Fue en Viena donde Freud desarrolló el psicoanálisis, un método que revolucionó la psicología y abrió nuevos caminos para la comprensión de los trastornos mentales. Su teoría central, que sugería que gran parte del comportamiento humano estaba controlado por fuerzas inconscientes, fue recibida con escepticismo e incluso hostilidad por muchos de sus contemporáneos. A través de su obra más célebre, La interpretación de los sueños, Freud postuló que los sueños eran la “vía regia” hacia el inconsciente, un campo desconocido hasta entonces.
El psicoanálisis freudiano no solo se limitaba a una técnica terapéutica para tratar enfermedades mentales, sino que también ofrecía una visión del ser humano como un ser profundamente conflictivo, impulsado por fuerzas que, a menudo, estaban en contradicción con las normas sociales y morales. Según Freud, las tensiones entre el “ello” (los impulsos inconscientes), el “yo” (el sentido racional) y el “superyó” (las normas y valores internalizados) son el origen de muchas de las neurosis.
El exilio
El 15 de marzo de 1938, el mismo día en que Hitler se dirigió a la multitud desde el balcón de Hofburg, en el palacio imperial de Viena, un grupo de tareas vinculado al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán apareció en la casa de Sigmund Freud, quien tenía en ese momento 82 años. Su esposa Martha intentó detenerlos pero los nazis no se fueron hasta que llegó el propio Freud, furioso “como un profeta del Antiguo Testamento”
Su vida en Viena se tornó insostenible. Judío y crítico del fascismo, Freud se encontraba en peligro. La persecución nazi hacia los judíos y la quema pública de sus libros, catalogados como “degenerados”, intensificaron la presión. El psicoanáliss fue declarado una “ciencia judía”. Los libros de Freud, quemados.
Como para que entendiera el mensaje, los nazis allanaron el edificio donde funcionaba la editorial psicoanalítica y donde vivía Freud y se llevaron a su hijo, que pasó el día detenido mientras lo interrogaban. Días después corrió la misma suerte su hija Anna, que fue a dar al cuartel general de la Gestapo en Viena. No quedaban muchas opciones.
Con ayuda de amigos influyentes y una red de psicoanalistas internacionales, Freud y su familia lograron emigrar a Londres en 1938, dejando atrás la ciudad que había sido su hogar y su centro de trabajo durante décadas. Dejó Viena el 4 de junio de 1938 dentro deun grupo de 18 adultos y seis niños del entorno familiar. Se llevó su perro chow-chow y su diván.
Cuatro hermanas suyas no escaparon, las cuatro murieron en campos de exterminio.
A pesar de su frágil salud y el avance del cáncer que lo consumía, Freud continuó trabajando en Londres. Allí vivió sus últimos meses en la relativa tranquilidad del exilio, rodeado de su familia y en contacto con discípulos y colegas. Sin embargo, el dolor que le causaba el cáncer de mandíbula se volvió insoportable. Para un hombre tan consciente del sufrimiento y de la vida interna de las personas, la idea de prolongar su propia agonía era inaceptable.
La decisión de una muerte asistida
Freud había luchado durante años contra el cáncer, soportando una serie de dolorosas operaciones que, si bien prolongaron su vida, no lograron erradicar la enfermedad. Según su biógrafo Ernest Jones, en septiembre de 1939 Freud decidió que no podía soportar más el dolor y solicitó a su médico de cabecera, el doctor Max Schur, que lo ayudara a poner fin a su vida. Schur, que era también un fiel amigo del psicoanalista, le administró una sobredosis de morfina, respetando así la voluntad de Freud de tener una muerte sin sufrimiento.
El acto, aunque controversial, fue coherente con la manera en que Freud siempre había concebido la vida y la muerte. Para Freud, la muerte no era un tabú, sino una realidad inherente a la experiencia humana. En muchos de sus escritos, abordó el tema del instinto de muerte (tánatos), sugiriendo que junto con el instinto de vida (eros), formaba parte de las fuerzas que gobernaban la psique humana.
Freud murió, pero sus teorías continúan vivas. Su capacidad para generar debate y su disposición a explorar los rincones más oscuros de la mente humana lo convirtieron en una figura revolucionaria. En un mundo que aún lidia con los misterios del inconsciente, el pensamiento de Freud sigue siendo una fuente de inspiración y, al mismo tiempo, un desafío. Tal como él mismo habría anticipado, el legado de Freud está destinado a seguir provocando reflexión, fascinación y polémica durante muchos años más.