Magalí Etchebarne nació en Buenos Aires en el año 1983. Estudió Letras en la UBA y trabaja como editora. Publicó relatos en revistas literarias y antologías. En 2017 se publicó su primer libro, un celebrado volumen de cuentos llamado Los mejores días (“relatos complejos, a la vez melancólicos y vitales, capaces de darlo todo por un pequeño cristal de pasado”, según Alan Pauls). Luego fue el turno del inclasificable Cómo cocinar un lobo (2023), un libro de poemas pequeño e ilustrado sobre el duelo, que apunta a esas penas infinitas por las que todos antes o después pasamos y lo hace con una música y una delicadeza especiales.
Su segundo libro de cuentos, La vida por delante, es otra muestra de la destreza narrativa y la sensibilidad de Magalí y resultó ganador del Premio Ribera del Duero de narrativa breve. Fue publicado por la editorial especializada en cuentos Páginas de Espuma. Lo que sigue es la transcripción editada de la charla que mantuvimos semanas atrás para el podcast Vidas Prestadas.
La vida por delante
eBook
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— Estuve releyendo tus libros y recuerdo que cuando leí y escribí sobre Cómo cocinar un lobo yo misma estaba atravesando el duelo por la muerte de mi papá. Sin embargo, al releerlos ahora junto con el libro nuevo, noto que hay algo del duelo y del lugar de la hija, en general, que se lee en toda tu obra.
— Sí, además creo que Cómo cocinar un lobo es como una suerte de germen de este nuevo libro de cuentos, también porque los escribí al mismo tiempo solo que los poemas los terminé más rápido y los cuentos estaban avanzados pero no terminados, pero esa escritura la llevé en paralelo. Y, obviamente, la muerte de mis padres (ambos murieron con pocos años de diferencia) atravesó la escritura de los dos. Sobre todo la figura de la madre, que en este libro de cuentos es un personaje que inventé, ¿no? Porque esa madre no tiene nada que ver con mi madre real pero lo que sí me interesaba era esta idea de “estar a la sombra de”. Debajo de una figura que, como la madre del primero de los cuentos del nuevo libro, tiene muchas sentencias, muchas máximas sobre la vida. Es una opinóloga. Se rodea de este coro medio de moiras que son sus amigas.
— Me encanta ese personaje, me parece tan logrado.
— Y, además, le pasa de todo. Yo pensaba como cuál puede ser el colmo del dolor, y casi no hay colmo, ¿no? O sea, no hay fin en el sentido de que muchas veces en la vida vos decís “bueno, después de esto no me puede pasar nada más”. Y eso no hay que decirlo nunca, creo yo, porque la desgracia tiene como una capacidad de reproducción infinita, diría. Y con este personaje me imaginaba la idea de enfermarse de dolor. Que muchas veces es una frase un poco trillada o una idea usada. Como que no estoy tan de acuerdo con eso de que sea posible enfermarte por tus sentimientos, pero a esta mujer le pasa: se amarga y enferma.
— Al mismo tiempo uno piensa que en general, en todo caso son ciertas personalidades las que podrían enfermar de dolor. En este caso, esta mujer no parecía entrar en ese estereotipo, como que no le tenía que haber pasado.
— Sí, no le tendría que haber pasado, pero le pasa. Como que hay algo de la rabia que se instala en ella.
— La teoría de los humores del cuerpo, ¿no?
— Total. Y bueno, eso aparece mucho. Yo justo había recursado una materia de Puán, Literatura Argentina del Siglo XIX, con Alejandra Laera. Y entonces el tema era la enfermedad, así que volví a leer La enfermedad y sus metáforas, de Susan Sontag. Y aparece esta idea de los viajes, el cáncer como una enfermedad de la amargura y la tuberculosis como una enfermedad de la melancolía. Entonces pensaba, bueno, a ella además le recomiendan que viaje para que se sienta bien. Y que haga cosas para quitarse la pena de encima. Y emprende una cantidad de terapias alternativas medio infinitas. Bueno, hasta se pone una piedra, que es un poco lo que le da sentido a la tapa del libro.
— Son cuatro cuentos los que componen tu libro y dos están interrelacionados. Me pregunto si quisiste todo el tiempo que fuera así porque, finalmente, también habrías podido escribir una nouvelle.
— Sí, lo pensé. Lo pensé muchas veces. Pero yo quería que fueran cuentos. Tenía en la cabeza la forma primero, en algún momento. Obviamente los cuentos estaban bastante avanzados y los tenía mezclados. Como decís, el primero y el tercero estaban unidos, después yo los separé porque me di cuenta que, si yo seguía, tenía algo del tono de una novela. Esos personajes podían avanzar. Y, después, lo que me pasaba un poco era que me aburría mantenerme dentro de la misma historia siempre. Lo que tiene de genial la escritura de los cuentos es que vos podés cambiar. O sea, dejo por un rato éste que estoy escribiendo y voy al otro y cambio de tema. Cambio de tema porque cambio de personajes. Pero sí, estaban bastante enhebrados.
— ¿Qué formato de libro te imaginabas?
— Tenía en la cabeza la idea de un libro que se pudiera leer como cuatro partes diferentes. Cuatro cuentos que se pudieran leer con independencia, que no necesitaras de otro para entender ni completar ninguna etapa del sentido pero que también sí fueran como parte de una vida, ¿no? La madre ocupa un espacio muy grande, como decís. La muerte está en casi todos pero, sobre todo en uno, ahí están los rituales alrededor de la muerte. El trabajo y la amistad, pero sobre todo el trabajo, en el segundo. Y el amor, el amor quizás vencido.
— Y la muerte del amor.
— Y la muerte del amor. Y el trabajo también porque ese personaje tiene un trabajo que lleva mucho tiempo. Pero sí tenía en la cabeza esa idea de cuatro partes. El último no iba a ser el que quedó, sí quería que hubiera un personaje masculino que ocupara más espacio porque me di cuenta de que tenía muchos personajes femeninos y que, en general, los hombres aparecían un poco como las piernas de los adultos humanos en Tom y Jerry, como cosas que están, que tienen una función, pero no se los ve. Y quería que en el último hubiera un hombre que pase al frente y se muestre. En algún pensé que era el padre de ella, de esta misma mujer. Y después, bueno, me decidí por una pareja. Me gustaba la idea. Como no había parejas unidas, había parejas que se habían roto ya desde el comienzo. Pero sí, esta idea de las cuatro partes la tenía. Y, de hecho, en algún momento el primer cuento y el segundo, que hoy no tienen nada que ver, también estaban unidos. Yo hice un taller muy breve con Federico Falco durante la pandemia y me acuerdo que se lo di al leer, lo leímos. Él es un gran lector además de un gran escritor. Y me dijo “esto no es el mismo cuento Maga, estos personajes te sobran. Vos lo que querés escribir es esta madre que ocupa mucho espacio. Y estos otros pueden ser otro cuento”. Y a mí me costó mucho tiempo darme cuenta de que él tenía razón. Primero, porque uno está encaprichado a veces durante la escritura. Te gusta algo.
— Y era empezar de cero...
— Y decir “ahora lo tengo que sacar y entonces este viaje ya no va a ser con este personaje, que me venía bien para que dijera esto”. Y, bueno, me di cuenta un año más tarde que tenía razón. Tardé mucho en aceptarlo y en editar esos cuentos de manera que fueran dos. Y hoy no tienen nada que ver.
— ¿Y qué pasa con la Maga editora cuando estás escribiendo? ¿Sentís que te molesta o que te ayuda tu trabajo de edición con otros?
— Yo creo que estoy bastante disociada, es una cuestión medio psiquiátrica que tengo. Pero creo que la claridad que intento tener cuando edito no la tengo cuando escribo. Paso mucho tiempo medio en las tinieblas durante la escritura. Muy desordenada. Muy caótica. Mucho tiempo de acumulación.
— ¿A qué llamás mucho tiempo de acumulación?
— Tiempo de guardar cosas que me parece que me van a servir.
— ¿Cosas escritas por vos o cosas de otros?
— Bueno, leo cosas y entonces me despiertan una idea y anoto. Y me voy con una imagen, escucho algo, una escena, una descripción y digo “esto me sirve para tal cuento, esto me sirve para este otro”. Tengo mis carpetas, mis documentos, que están ordenados pero lo llamo desorden porque no sé hacia dónde voy. Y, en cambio, cuando edito, tengo una distancia. Primero, lo que me llega –aunque no sea terminado– es lo que esa persona considera que es una versión para leer en ese momento y ahí opera algo que es que yo trato de ver la foto completa. En cambio, con mi propia escritura pasa mucho tiempo hasta que puedo ver la foto completa, como me pasó con este libro. Casi cuando lo estaba por entregar dije: “bueno, sí, hay un libro”. Porque también la pregunta que me hacía cuando escribía era: ¿estos son cuentos? Por esto mismo que vos decís, como “quizás, si yo sigo, esto podría ser una nouvelle”. Pero yo no quería, quería que fueran cuentos. Además, no me imagino otro cuento formando parte de este libro. Para mí es una unidad muy cerrada.
— Pienso en la cantidad de personas que escriben, que quieren escribir, y se han frustrado, y que de pronto piensan “no tuve suerte” o “no estuve en el lugar apropiado, en el momento apropiado”. Y en la cantidad de cosas que hay que hacer y que se tienen que dar, de pronto, para que un libro suceda. Sos editora y sos autora y seguís haciendo talleres con otros autores. Es decir que sometés tu literatura a la mirada de los otros.
— Sí, total. Para mí es muy necesario y no me lo imagino de otra manera. No sé cuándo se gana esa seguridad ni tampoco sé si me interesa ganar esa confianza ciega porque me parece que la duda es parte de la escritura. Escribo porque tengo preguntas. En general para mí la escritura está llena de incertidumbre y disfruto que sea así porque, justamente, en mi trabajo como editora tengo que tratar de bajarle el volumen a esa incertidumbre y que confíe en lo que le estoy diciendo.
— Ahí sos vos quien acompaña.
— Claro. Y convencerlo de ciertas ideas, transmitirle seguridad. Digamos que mi propia escritura es mi casa. Es mi terreno y mi privacidad. Ahí estoy llena de preguntas y de poca claridad. Entonces, que otros lean y puedan ver eso por mí es vital. En el caso de lo del taller, lo compartía con amigos y leíamos y aparecen muchas cosas en las lecturas de los demás. Cosas que no ves porque tenés todo muy cerca y porque a veces o estás muy entusiasmado o todo lo contrario, a veces uno está como disgustado con algo. Y la lectura de los otros te devuelve algo que no esperabas.
— ¿Los libros anteriores también los habías habías sometido a lecturas?
— El de poemas menos pero sí, sobre el final les di a leer todo mi material, que tampoco sé si son poemas. Es una prosa poética. Se lo di todo a leer a Paula Peyseré, una poeta que me encanta. Y ella me dijo un poco como Falco, aclarando y con distancia, me dijo: “mirá, hay muchos poemas acá pero me parece central los que tratan sobre la muerte, porque creo que la muerte de tus padres y este duelo, y vaciar esta casa, es lo que tiene más fuerza”. Cuando edito, yo digo “es lo que late”. Es lo que más vida tiene en el texto del otro. Y me hizo descartar otros textos, por suerte lo hizo. Me ayudó y me hizo pensarlo así porque hoy tampoco me los imagino juntos. Y me parece que ese librito tenía que ser de eso. Quizás también son cosas a veces muy personales y psicológicas que se cruzan ahí. Yo quizás no quería asumir que era un libro sobre la muerte de mis padres y, en realidad, era lo que tenía que contar en ese momento.
— Claro. Recientemente me tocó terminar justamente de desarmar la casa de mi viejo y me quedé pensando. Viste que cuando uno desarma una casa, en realidad aparecen como respuestas de preguntas que uno no hizo y que, de pronto, no sabe cuáles son esas preguntas que eso que uno está viendo te están respondiendo.
— O no aparece nada.
— O no aparece nada.
— A mí me volvió loca eso. La casa de mis padres era una casa en la que habían vivido mis abuelos, o sea los padres de mi padre.
— Había mucha historia ahí.
— Había mucha historia. Mi abuelo era ebanista y entonces había una cantidad de cosas, juguetes de madera, mi padre tenía animales, muchos pájaros. Que un poco aparecen están en Los mejores días. Mi otro abuelo era palomero, pero, bueno, también había animales. Y en esa tarea de vaciar la casa, me acuerdo que mi librero amigo, que es Fernando, que trabaja en Galerna, en Perú y Humberto 1º, me dijo mirá, cuando yo vacié la casa de mi madre, me encontré con un diario de ella y con cartas.
— Y vos soñabas con encontrarte con eso.
— Y yo decía “guau, yo voy a encontrar algo ahí, es espectacular”. Ahí tengo una novela, pensaba. Y no había nada. Vos sabés que con mi hermana nos encontramos con que no había nada.
— Igual, no siempre uno termina leyendo eso que encuentra.
— Y, es que es difícil.
— Por eso te preguntaba.
— Es que yo no sé qué hubiera hecho si encontraba algo así. O quizás lo leía pero no sé si hubiera podido usarlo para algo.
— Y en relación a las preguntas, una cosa que me pasaba era que me di cuenta de que había montones de preguntas que no hice, pero que de pronto, a medida que aparecían cosas, igual me surgían otras preguntas. O sea, que es medio inacabable porque no terminás de conocer ni siquiera a tus viejos.
— No, te surgen nuevas. Pero a mí me pasa, por ejemplo, que ahora que llevo unos años sin verlos y sin escucharlos me voy respondiendo. Ahora voy entendiendo algunas cosas. Pero, por lo menos en mi vida, es un proceso muy lento. Como que ahora voy entendiendo cosas que mi padre decía. Cosas que decía uno sobre el otro. Cosas que hacían y que en el momento las juzgaba y que por años las pensé de otra forma. Y ahora voy entendiéndolo. Yo creo que porque se están alejando de mí y de mi imaginación, o mejor dicho, se están acercando más a mi imaginación y están alejándose un poco del contacto directo que y empiezo a recordar cosas aisladamente y entonces tienen otro sentido. También me encuentro haciendo cosas parecidas, eso es tremendo porque te encontrás teniendo incluso expresiones iguales. Eso es fatal.
— O pasás por el espejo, te mirás y decís: “No, no puede ser”.
— No, bueno, ahora lo que me está pasando es que me sacan fotos y digo: soy mi papá. Es impresionante.
— No será que en un punto, eso de “uy, le preguntaría tal cosa o cómo no le pregunté tal otra” es, en realidad, un modo de decir “ojalá estuviera acá”?
— Sí, totalmente. Sí, sí, obvio. Sí, y además me pasa, casi te diría que me da vergüenza reconocerlo pero yo hablaba mucho con mi mamá a la noche, cuando me ponía a cocinar, cuando terminaba el día. Y al menos dos veces a la semana tengo la inercia todavía de tender a hacerlo... Como la idea de querer contarle algo. En general no me pesaba tanto pero ahora, por ejemplo, con el premio sí me pasó que dije “claro, esto me hubiera gustado que lo vieran”.
— Compartirlo.
— Como compartirlo. Creo que eso fue lo que más me emocionó de haber recibido el premio.
— Alguien que cree que hay algo más allá de la muerte te diría: lo están viendo.
— Sí, sí, yo creo que sí.
— Son los momentos en los que uno necesita eso.
— Sí. Los fantasmas no están tan lejos.
— Magalí, si bien sos una mujer joven, en tus relatos empieza a aparecer el tema de la vejez y el tema de la belleza y la decrepitud. ¿Cómo te llevás con eso?
— Mal (risas).
— (Risas) Como se debe.
— Vos sabés que me pasó algo que después de escribirlo leí un ensayo de Susan Sontag. En “Los dos canales de la belleza” habla de esto específicamente, de la vejez en las mujeres y la vejez en los hombres. De esa gran diferencia entre cómo lo vivimos las mujeres, que es que rápidamente empezamos a percibir que nos estamos transformando, que estamos cambiando.
— Que te lo hacen sentir también, eh.
— Te lo hacen sentir. Es algo que aprendés. Es algo que viste a tu madre hacer eso con su propio cuerpo. Hablando esto que decíamos antes de lo que recuperás de los que ya no están, yo pienso cómo mi madre se miraba a sí misma y digo: eso es algo que sí me gustaría deconstruir y desarmar, esa mirada siempre tan juzgona de cómo te ves. Tan crítica. Y que creo que es algo muy diferente, es constitutivamente diferente entre los hombres y las mujeres. Los hombres, dice Susan Sontag, un día llegan a viejos, tienen canas, les quedan bien. Incluso una lo dice. A mí me pasa con muchos hombres que digo: es mucho más lindo ahora con 60 que cuando tenía 20. Y realmente me parece más lindo. Más atractivo. Más interesante. Y dudo que alguien lo diga sobre una mujer , cuando realmente lo es, porque a mí, en general, hasta conmigo misma me pasa, yo me veo mejor ahora a los 40 que a los 20, sin dudas. Pero estoy segura de que no responde a ningún canon de la belleza verme más linda ahora que a los 20, cuando tenía mejor la piel, no tenía arrugas, no sé, todo estaba en su lugar.
— Sí, en general de las mujeres se suele decir “fue lindísima, era lindísima”.
— Fue lindísima. O mirá que linda es a pesar de la edad que tiene.
— También.
— Y esconder la edad.
— ¿Pero habrá manera de superar algo así?
— No sé. Y además hay algo para mí muy invasivo que apareció que es esto de la invitación a hacerte cosas, que siempre existió pero, al menos yo cuando era adolescente no convivía con eso, no era una posibilidad bajo ningún concepto que tus padres te llevaran a inyectarte cosas en la cara. Yo abro Instagram y me aparecen las publicidades de agujas atravesando una cara. Yo en el cine cierro los ojos si veo eso. ¿Y por qué creen que eso es invitante? Es como si me vendieran unas pantuflas.
— Pero evidentemente lo es porque, de hecho, las mujeres se someten a eso. Ni hablar en el caso de las actrices o de las mujeres que trabajan con su cara y con su cuerpo.
— Pero yo creo que ahora ya excede a las actrices que sí son personas que viven de la imagen. El acceso a eso se volvió muy directo, muy constante, y hablo de prácticas que son muy invasivas. A mí eso es lo que me llama la atención. Bueno, en general eso que pasa con la vejez me sorprendía pero también me pasa, y creo que en los cuentos está, y es la relación de la vejez y la memoria, ¿no? Y el paso del tiempo como una idea quizás más abstracta que me obsesiona bastante desde siempre, desde muy chica, como qué pasa con el tiempo, qué pasa con lo que vivís y no está. Por qué recordás como recordás. Porque creo que se recuerda como los cuentos, con fogonazos. No hay una cronología en el recuerdo que aparece de esta mujer. Aparece un pasado remoto que es la luna de miel, después el tiempo va y viene. Y eso me obsesiona bastante porque pienso que a medida que crecés, lo que más tenés por delante en realidad es pasado, es lo que te viene. Digo, es lo que estábamos diciendo de nuestros padres, yo cada vez pienso más en ellos. Incluso pienso más ahora que cuando vivían. ¿Y por qué?
— Porque los dabas por hecho, claro.
— Ya no están más, entonces en general lo que te acompaña todo el tiempo es el pasado. Y creo que eso era un poco lo que me preguntaba mientras escribía, como qué recuerda esta mujer. Qué percibe esta hija que está junto a ella. Y, después, estos momentos de senilidad que en general, no sé, quien haya acompañado a alguien en los últimos momentos de su vida o alguien que esté senil, a mí me pasó con mi propia madre y me pasó también con mi abuela. Me sorprendían mucho ciertos accesos a la memoria de golpe muy lúcidos, con mucho detalle, de cosas que habían olvidado por años o que no se acordaban para nada pero que en esos momentos volvían.
— Y que uno más de una vez cuando los escucha se pregunta pero ¿por qué fue tan importante esto? ¿Por qué quedó ahí y otras cosas no quedaron?
— O ¿dónde estaba esto y por qué antes no se lo acordaba? ¿Por qué no me lo contó antes y me lo cuenta ahora? Entonces aparece la duda: ¿será un invento? ¿Esto es ficción? ¿Está inventando porque está senil? Pero son recuerdos que tienen muchas características que uno en un relato diría es muy verosímil. A mí eso me sorprendía. Me sorprendió mucho con mi abuela más que nada, con mi madre menos porque mi madre digamos que casi no hablaba al final. Y había leído No he salido de mi noche, de Annie Ernaux, que es un diario que lleva sobre la madre y sobre la internación de su madre. Y su madre también está senil. Y tiene unos accesos a la memoria de una poesía…
— ¿Podés leer mientras estás escribiendo? ¿Es algo que te sirve? ¿O reservás tiempo para leer sobre lo que vas a escribir?
— No, leo al mismo tiempo, en general. Y, además, me pasa mucho con los cuentos, sobre todo, que como la pregunta que me hago todo el tiempo es ¿yo puedo escribir un cuento? Eso me lo preguntaba mientras escribía esto. Como ¿yo sé cómo escribir un cuento? ¿Sé cómo se hace un cuento? Entonces leo cuentos que me gustan o cuentistas. Y digo: bueno, a ver qué hace acá. Cómo hace este paso de escena. Cómo cambia de tema. Cómo lleva a los personajes de un lado a otro. Eso me sirve. Muchas veces leo un poco desordenadamente, una suerte de I-Ching de mi propia biblioteca que es como, a ver, agarro a Salinger, Katherine Mansfield, Cheever, lo que sea, y a ver qué me dice.
— Me gusta la imagen.
— E incluso lo hago un poco como un juego. Como estoy con un tema, no sé, por ejemplo, el viaje, las cataratas. Y me fijo en el índice a ver alguno que me resuene que me puede volver a hablar de ese tema. Nunca funciona así pero a mí me sirve como…
— Es un disparador.
— Y es ver cómo hacen lo que hacen. En general, todos los que escribimos escribimos porque leemos. Porque ese placer que encontrás en leer lo querés reproducir y querés que a otro le pase eso mismo con tu texto.
— Si te pregunto si sos más lectora que escritora, ¿qué me decís?
— Sí, creo que sí. Y además creo que sé hacerlo mejor. Me gusta más, no sé. Y es mucho más lindo leer que escribir. Yo disfruto escribir, o sea, encuentro un goce ahí. No lo puedo negar porque por algo lo hago, es como una pulsión. Hay autores como Sharon Olds con los que me pasa que, leyéndolos, casi siempre tengo que suspender la lectura y voy y anoto algo. Porque lo que te pasa con gente que tiene una voz tan particular es que decís “ah, claro, es en este tono”. Que calculo que debe ser lo que les pasa a los músicos, que escuchan algo que dicen: esta es la nota. Y yo digo: ah, es esta la palabra.
— Recién te escuchaba hablar del cuento, de aprender sobre el cuento. Habrás leído mucho a Alice Munro.
— Me encanta.
— ¿Podés separar al autor de la obra? ¿Te cuesta? Te lo pregunto a partir de las revelaciones en relación a lo mal que se comportó como madre
— Sí. Bueno, obviamente que puedo. Para mí es una escritora genial. Y no dudo de que hay escritores geniales que son personas horribles. Pero nunca dejaría de leer su obra como no dejaría de ver películas de Woody Allen o escuchar a Michael Jackson, no sé. Silvina Friera la otra vez me decía algo que me pareció muy inteligente que era como Munro no deja de ser una mujer de su época. Yo no sé si mi madre no hubiera hecho lo mismo. También son de otra generación y, es verdad, Alice Munro murió con 90 y pico de años.
— Sí. Ya hacía varios años que su cabeza no estaba en este mundo.
— No, también. Digo, no es que tampoco uno puede relativizar todo por su época pero un poco sí…
— Eso no quiere disculpar sino entender.
— No, para nada. Y tampoco quiere decir que uno perdone eso que le hizo a su hija. Y también me parece bien que su hija lo pueda decir y que eso aparezca como un problema. A mí no me va a impedir seguir leyéndola.
— ¿Y te hizo leer de manera diferente los textos? ¿Así como buscabas los diarios o las cartas…?
— Sabés que no la volví a leer. Desde que me enteré de esto no la volví a leer. Pero a la vez digo que en realidad yo creo que no está tan lejos de la posibilidad de que eso sea así, en el sentido de que para mí era como una maestra de la complejidad de la complejidad de los vínculos y sobre todo de la complejidad al interior de una familia. Que eso no estuviese dicho explícitamente y que no hubiera habido quizás, porque no me acuerdo un relato en el que pase algo similar, pero digo, no es un viaje directo a veces. Y creo que esa complejidad que ella muestra, esa que como dice Fabián Casas “lo que se pudre forma una familia”, me parece que en Alice Munro eso es muy vital también, esas trenzas un poco podridas, los silencios. Creo que uno puede leer su obra en esa clave no teniendo esta información pero a mí por ejemplo no me impide volver a leerla.
— Otra de las cosas que aparece en tus cuentos tiene que ver con la muerte del amor y la imposibilidad del amor.
— Sí, el último cuento es una pareja, digamos, estancada en la incomodidad. Me gustaba la idea de que no se separaran, bueno, estoy contando el final, no se van a separar. De hecho no era así, cuando entregué el manuscrito ese cuento no terminaba así, terminaban separados.
— No, mucho más sórdido y podrído es que sigan (Risas).
— Claro, no, ellos tienen que seguir juntos. Tienen que quedarse ahí. Y de hecho lo que más me interesaba era la posibilidad de que una pareja discutiera desde que sube al auto en Buenos Aires. Discute todo un viaje en la ruta. Discute todo un fin de semana. Y vuelve discutiendo. Después que yo había entregado el manuscrito, vi la película Anatomía de una caída, que es espectacular. Tiene esa discusión en el centro, es espectacular porque lo que aparece ahí es como el poder discursivo que hay en una discusión, también actoral. Porque hay algo de performance, uno no es quien es habitualmente, pone lo peor de uno y lo mejor, la inteligencia más dolorosa para decirle al otro lo peor, casi como un espadachín. Y me gustaba eso, que discutieran, discutieran, y que no pudieran salir de ahí. Quizás es como un estado de la pareja que pareciera que es permanente.
— Uno conoce parejas así.
— Sí, sí. Hay una frase de Lorrie Moore en un cuento que dice algo como que el matrimonio es un degollado que pasea su cabeza por el pueblo. Esa es una pareja un poco así, muerta viva. Un zombi que sigue caminando, digamos.
— Y por qué uno sigue buscando eso, es la pregunta. El par.
— Bueno, es que estos no sé si están buscando el par, yo creo que lo que hay ahí es un poco como algo que condensaba para mí el epígrafe del libro, usar esos versos de Adélia Prado, para mí sintetizaba bien algo del libro. Estos versos que a mí me gustaban porque como que ella lo que pide no es algo, ni un qué ni un cómo, lo que pide es querer, es desear. Y me parece que es la pregunta que la atraviesa. Sobre todo a esos personajes. Que es la pregunta por el deseo y la pregunta por el deseo a una edad y no a otra.
— “El cielo está brumoso, hace frío, estoy fea,. acabo de recibir un beso por correo. Cuarenta años: no quiero cuchillo ni queso. Quiero el hambre”. Es divina la cita.
— Es divina porque pareciera como que ella tiene el cuchillo, digamos que ya sabe cómo hacerlo y tiene qué, pero le falta querer. Y eso me parecía que era algo que podía definir a todas las mujeres de los cuentos y también a los dos personajes del último, a él también. Él es una persona muy atenta a mirar, porque mira a sus actores, es un director de teatro entonces sabe mirar la escena.
Alice Munro es una escritora genial. Y no dudo de que hay escritores geniales que son personas horribles. Pero nunca dejaría de leer su obra como no dejaría de ver películas de Woody Allen o escuchar a Michael Jackson
— Necesita ver y escuchar.
— Necesita ver y escuchar pero no puede ver lo que tiene inmediatamente al lado que es a ella.
— Hablamos de tener 40 años, de esta cita, de tu edad. Qué pensás que es hoy una mujer de 40 años, que llegó a ver el estertor de esa generación de mujeres como Alice Munro y también a vivir estos últimos años una liberación que parecía que llegaba para siempre y que ahora vive un retroceso y parece que nos quieren volver a mandar a la cocina.
— Es como una moda además, no sé si viste, no sé cómo se llama esto.
— La trad wife.
— Sí, que es increíble. Es increíble.
— Les gusta a algunas chicas.
— Cada generación tendrá sus conquistas y sus derrotas. La mayoría de mis amigas tienen hijos, yo no tengo hijos, es probable que no tenga hijos. Eso quizás empieza a aparecer con más naturalidad en las mujeres de mi generación. También es algo que en realidad estuvo siempre la conversación sobre ser madre o no ser madre.
— ¿Te preguntan mucho por eso?
— Bueno, un poco sí. Pero te lo pregunta más gente grande, en general. Pero quizás, esto, la gente de mi edad no me lo pregunta. Y mucho menos los que tienen hijos.
— ¿Y cuando te pregunta la gente grande te molesta?
— Me parece raro porque es algo que nunca le preguntarías al otro por otras decisiones de su vida como ¿te enamoraste? No te preguntaría yo eso de la nada a vos. ¿Estás enamorada? No sé, no se me daría por preguntarte eso. O cuánto ganás. Hay cosas que no preguntás. Pero sobre los hijos, sí. Y sobre todo a las mujeres está todo bien preguntárselo, es extraño. Quizás eso es como algo que veo que intentamos no darle muchas vueltas. Al menos algo que percibo con mis amigas, como la que tiene y la que no tiene y no hay mucha cuestión. Que quizás eso antes se discutía más pienso, no sé. Y que creo que está cambiando para las generaciones que vienen.
— ¿Qué clase de lector o lectora te imaginás para tu libro?
— Qué difícil. Vos sabés que me pasa mucho que en los clubes de lectura encuentro que las lectoras, lejos de tener mi edad o la edad de los personajes, o son más jóvenes o son más grandes.
— Eso es bueno.
— Sí, es muy curioso eso. Como que veo chicas mucho más jóvenes que yo, que estos personajes, y mujeres mucho más grandes. Quizás no interpela tanto a las que tienen mi edad. Pero bueno, en principio imagino lectores a quienes les guste leer cuentos. En España pasaba mucho esa pregunta por el cuento como un género menor, como un género de iniciación. Como el arenero de la escritura para un día escribir la novela. Eso lo vi muy fuerte. Muy marcado en las lecturas, en las preguntas en las entrevistas, en todo. Acá en Argentina, por suerte, no. Me parece que nuestra relación con el cuento es más natural.
— Mucho más familiar, claro.
— Más familiar.
— El género de los grandes escritores argentinos.
— Pero bueno, de cualquier manera te tiene que gustar leer cuentos. En España un señor dijo algo genial. Estábamos en el stand de la Feria de Madrid y yo estaba en la caseta de Páginas de espuma, que son todos libros de cuentos, entonces pasa un hombre, mira y pregunta qué es. Entonces estaba Carmen, la chica de prensa que atendía, y dijo: Son libros de cuentos, somos una editorial de cuentos. “Ah, no, yo ya superé eso”, le respondió él.
— El señor no va a leer a Borges nunca más, pobre.
— Fue espectacular.
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