¿Cómo estás? ¿Cómo estás esta semana en que no dejamos de saber cosas espantosas del caso de Gisèle Pelicot, esa mujer grande, casada, con hijos, una mujer con la vida feliz que cualquiera puede querer, un día descubrió —le mostraron— que su amado esposo la drogaba hasta dejarla hecha una muñeca de trapo y la hacía violar por uno, dos, tres, noventa tipos?
¿Cómo estás en estos días en que leemos el libro que la hija de Pelicot escribió ya en 2022, y donde cuenta cómo tuvieron que internarla cuando le mostraron que también ella estaba en las fotos, vestida “con braguitas”? ¿En estos días en que, al rato, sabemos que una de las violaciones duró seis horas?
Yo estoy vuelta loca, loca, loca. Y claro, una de las cosas que más golpea es que tantos hombres, de las edades más diversas, hayan aceptado ir a violar, como si te invitaran a tomar algo. ¿Cualquier hombre podría hacerlo? A estos, por lo menos, Dominique, el marido, los convocó en un foro en internet llamado “Without her knowledge” (Sin su conocimiento). Supongo que ya hay que tener algunas ideas bastante torcidas para ser parte de ese foro. Supongo, entonces, que Dominique fue a buscar entre quienes ya estaban dispuestos a hacerlo, fue a pescar en una pecera. ¿Cualquier hombre está en esos foros de los que gozan si es “sin consentimiento”? Nunca fui hombre pero no me parece. No.
Pensando en libros, esto me hizo acordar —otra vez— a Le viste la cara a Dios, un cuento largo, o novela corta, de Gabriela Cabezón Cámara. En realidad, el cuento se trata de una mujer secuestrada para la prostitución. Pero la idea partió de un pedido: que hiciera una versión de La bella durmiente. Ella pensó que una mujer tirada en la cama, sin conciencia, con hombres que la “visitan” podía ser una víctima de trata. No saltes, por favor, Cabezón Cámara no está diciendo que La Bella Durmiente es una mujer violada, está tirando del hilo para hacer su propia historia. La versión “novela gráfica” de Le viste la cara a Dios se llamó Beya, por el cuento.
Le viste la cara a Dios
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Ya te hablé de Le viste la cara a Dios y no me quiero repetir, pero lo volví a pensar. Me gusta de ese cuento lo mismo que me impresiona y me da rechazo: la brutalidad con la que se cuenta algo que es brutal. Es una Bella Durmiente que no está durmiendo, está despierta, pero que se va o trata, trata de ausentarse, trata de poner la cabeza en Marte para escapar del terrible sufrimiento.
A ella no la quieren dormida. La quieren sometida pero presente: “(...) acá dormís si yo digo, aúlla y pega más fuerte, furioso como un tirano porque te quedás hasta cuando estás parada y cogida y bien cagada a piñas porque ese es tu modo de ser la torturada que vuela y dice que él te va a enseñar a estar despierta putita”.
Claro, no es el marido a quien tiene que ver Beya a la mañana siguiente. Beya tiene un pasado “normal” y un presente atroz. Y, por qué no, un futuro que tal vez le permita volver a ser más o menos quién era. A Gisèle Pelicot, en cambio, le han barrido el pasado, se lo han desmontado, su pasado era una burbuja que ahora no es ni un charquito en el piso. No sé cómo se sigue sin eso, no sé cómo se nace a los 70 años con la conciencia del daño real y de la felicidad falsa. No recuerdo algo así en los libros.
Pero de drogar para tener sexo algo vi. Casualmente en estos días releía Lolita, ese clásico que Vladimir Nabokov escribió en 1955, donde habla de la relación entre un hombre adulto y una nena de 12 años.
El hombre, Humbert Humbert, habla alguna vez de drogar a la madre de Lolita y a la hija, juntas. Luego imagina que internan a la madre y le da pastillas a la hija: “(...) me daría oportunidad para estar a solas con mi Lolita durante semanas, quizás, y de atiborrar a la descuidada nínfula de somníferos”, dice.
Se prepara: “Debía asegurarme de que cuando llegara mi encantadora niña, esa misma noche, y, después, noche tras noche, hasta que Santa Álgebra me la arrebatara, tuviera los medios para hacer dormir a dos personas tan profundamente que ningún sonido o roce las despertara”.
Lolita
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Va al médico, busca algo que no falle: “Abrió un botiquín y cogió un frasco lleno de cápsulas de color azul violeta, con una banda púrpura en un extremo. Dijo que acababan de ser lanzadas al mercado y no estaban destinadas a neuróticos que se duermen con un trago de agua hábilmente administrado, sino a grandes artistas insomnes que debían morir unas cuantas horas cada día a fin de vivir siglos”.
Y más adelante, lo hace:
“¿De qué son esas píldoras?
–De los cielos estivales –dije–, ciruelas e higos, y uvas rojas como la sangre de los emperadores.
–No, en serio... por favor...
–Oh, simplemente, píldoras para papá. Vitamina X. Te ponen tan fuerte como un buey o una hacha. ¿Quieres probar una?
Lolita asintió vigorosamente y me tendió la mano.
Esperaba que la droga obrara rápidamente. Así fue, por cierto”.
Poco después cuenta para qué la droga. Para que ella no sepa nada, que no se entere, para conservar su virtud: “Estaba decidido a proseguir mi táctica de preservar su pureza actuando sólo en el secreto de la noche, y sólo cuando la niña estuviera desnuda y completamente anestesiada”.
Pensar un poco más
Mientras tanto, me acordé de un texto que publicamos con Leamos hace unos años, como parte de una serie de entrevistas que condujo Ezequiel Martínez, hoy director de la Feria del Libro de Buenos Aires. Se titula, justamente, La vergüenza, y es un ensayo muy breve que escribió la filósofa argentina Diana Cohen Agrest.
Lo pensé, claro, por esa frase de Gisèle Pelicot que ya es bandera: “La vergüenza tiene que cambiar de lado”. La dijo porque había decidido no ocultarse, dar la cara, esta es la cara de la mujer a la que violaron sin parar, la cara de la mujer que fue sólo vagina para uno y otro y otro y otro. La cara de la que se burló amorosamente el marido, Dominique, durante diez años.
La vergüenza. La derrota narcisista
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En su ensayo -que hoy se resignifica- Cohen Agrest va a preguntarse si en estos tiempos en que se exhibe todo sigue existiendo la vergüenza. Pero antes se va a preguntar qué es eso, qué es la vergüenza. “Unos la concibieron como el sentimiento que nos invade cuando somos descubiertos por otros en conductas ya reprobables”, señala. Entonces no es moral, es como aquella frase pícara que dice: “Vergüenza es robar... y no poder escapar”. Si se la piensa así, la vergüenza, dice Cohen Agrest, es puro miedo al qué dirán.
Entonces la pensadora avanza y cuenta: “El filósofo existencialista Jean-Paul Sartre afirmó que sentimos vergüenza ante la mirada de los otros toda vez que somos descubiertos in fraganti en situaciones en las cuales pensamos menos en nosotros mismos que en cómo somos vistos por los demás”. El ejemplo de Sartre es: me sorprenden mirando por la cerradura. “No me queda, entonces, sino admitir que soy como el prójimo me ve: vulgar, intrusivo”.
Pero no es la única manera de pensar el asunto. Se puede entender que la vergüenza sí es una posición moral. Y Cohen Agrest habla del filósofo John Rawls, “quien sostuvo que sentir vergüenza no necesita de otro, ni real, ni imaginario. Porque no es la mirada del otro la que nos importa, sino el ideal moral conforme al cual intentamos vivir, y es en relación con ese ideal como medimos nuestra autoestima”.
Y hasta se puede llegar a una tercera posición: “La vergüenza es un sentimiento que asoma ante la mirada de otras personas reales, aunque internalizadas”.
A veces, dice, te avergüenzan incluso opiniones con las que no estás de acuerdo: “El mismo individuo que, por ejemplo, no ve nada malo en comprar servicios sexuales poco convencionales, se siente avergonzado cuando se ve etiquetado en una publicación de Facebook donde se lo ve jugueteando alegremente con travestis”.
Y se pregunta: “¿Acaso la vergüenza no es una respuesta espontánea que nos invade toda vez que dejamos “filtrar” algo de nuestra esfera íntima que preferiríamos no mostrar? "
¿De qué podría sentirse avergonzada Gisèle Pelicot? De haber sido convertida en una cosa, de haber sido penetrada, habitada, “ocupada”, como dicen en algunos lugares para el acto sexual, fuera de su deseo y de su decisión, vergüenza de que su cuerpo se volviera algo público. De no haber tenido ningún control. De todo eso cargando en esa mochila pesada que es una cultura con siglos de imposición del recato, la virginidad y la monogamia para las mujeres. Podría sentir vergüenza y, de hecho, no tenerla es su grito de guerra. Salve, Gisèle.
¿Cambiará de bando la vergüenza? ¿La tendrán los violadores, los abusadores, los violentos? ¿Ya cambió de bando y por eso él no se deja fotografiar y ella sale a cara limpia? Cohen Agrest concluye con una frase pesimista: “Y, como ya no se muere por honor, ya no es necesario, según parece, vivir con honor”. Sin embargo, la historia nunca termina, no está hecha, se hace a mano. Siempre siempre hay futuro.
Mis subrayados
La vergüenza
1) Lo que la ingesta del fruto prohibido les reveló a Adán y Eva fue una vulnerabilidad y una fragilidad radicales que debían ser preservadas en la intimidad. Y su sexualidad fue un aspecto entre otros por resguardar.
2) El conocimiento sexual impartido por la serpiente fue la idea de la privacidad: los genitales se volvieron vergonzantes cuando se descubrieron como esenciales a la intimidad, al deseo o no deseo de exhibir el deseo.
3) Desde la irrupción de la cultura mediática asistimos a la declinación del rol de la vergüenza.
4) Cuando sentimos vergüenza ajena, cierta responsabilidad puede moderar nuestras reacciones: si asistimos a un acto accidental (la súbita rotura del cierre de un pantalón, demasiado comprimido por los kilos que intentaba contener), la vergüenza ajena puede alentar en nosotros cierta piedad. La simulación de no haber percibido el percance cubre con un manto de elegancia una situación a todas luces vergonzante.
5) La vergüenza depende de la mirada ajena, entonces ese sentimiento carece de todo valor moral.
6) Si dependemos de la mirada ajena, entonces pagamos el costo de ser arrastrados por mandatos de los cuales no somos autores (porque como somos vulnerables a las críticas, seguimos normas morales que nos son impuestas).
7) Pues basta un observador imaginario internalizado como disparador de la vergüenza: puedo avergonzarme con sólo imaginar que, de estar viva, mi abuela me censuraría al verme robar en un negocio de ropa.
8) Paradójicamente, mientras que el hombre arrojado del paraíso instaura la civilización llevando consigo una vergüenza que, siempre se pensó, lo acompañaría como sombra espectral de su condición humana, hoy parece que asistimos a una disolución de la vergüenza. Y, como ya no se muere por honor, ya no es necesario, según parece, vivir con honor.
* En fin, este es un caso que ha puesto mucho en cuestión. Perdón si ya no aguantás el tema, iba a hablar de otro texto hoy —uno de Roberto Arlt, ya verás— pero mi cabeza anda por acá, sin remedio.
* Si querés contarme algo de lo que estás leyendo, escribime a pkolesnicov@infobae.com y te contesto.
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