Un punto rojo.
Los dos más grandes pintores de su generación.
Y un disparo que continúa resonando casi dos siglos después.
El Salón de Verano de la Real Academia de Arte era el pináculo de la pintura británica desde 1768, año de su fundación, con Joshua Reynolds como primer presidente. Siguiendo el ejemplo del Salón de París, la cita anual reunía a los más importantes artistas del momento, así también como a toda la aristocracia que pudiera adquirir obra.
Era el gran momento para mostrar las novedades, en el que se presentaban cuadros realizados especialmente para el evento. Los periódicos dedicaban páginas enteras a las críticas y las obras pasaban a ser el centro de la conversación social más adinerada, claro está. Lo que sucedía allí podía cambiar la carrera de cualquiera.
Más que una muestra, era una contienda que podía elevar o destruir egos, una disputa que se extendía a cada detalle, desde el lugar que se le otorgaba a un cuadro o junto a qué otro autor se lo colocaba.
Como los años anteriores, tres días antes de la apertura oficial los pintores tenían acceso para finalizar sus obras in situ o para darles los últimos retoques. En aquellas horas, el edificio Burlington House de Londres se convertía en una hoguera de un silencio vanidoso.
Para la edición de 1832, la junta académica había decidido poner a los dos pintores más reputados de entonces juntos: John Constable y J. M. W. Turner.
Pero no nos engañemos, que el hilo de la Historia hoy los coloque entre los grandes, no significa que entonces ya fuera así, por lo menos para Constable, que si bien venía exponiendo en el gran evento hacía unas tres décadas no tenía el prestigio y mucho menos los clientes que su gran rival.
Cuentan los biógrafos que Turner no sólo era el pintor más importante de su generación, sino también que lo hacía notar cada vez que se le presentaba una oportunidad. En esos días previos a la apertura solía llevar sus cuadros inacabados para ostentar su virtuosismo, la velocidad con la que trabaja.
Nacidos con un año de diferencia, sus carreras no habían discurrido a la misma velocidad. Mientras Turner fue aceptado a los 16 en la Royal Academy, Constable tenía ya una década más.
El primero, conocido como “el pintor de la luz”, era dueño de una pincelada libre, de apariencia caótica, utilizaba incluso sus manos y codos para dar movimiento, y hacía uso audaz del color, sus piezas eran coloridas, fugaces, plenas de contrastes, mientras que el segundo era más un academicista clásico, un detallista excelso, .
Joseph Mallord William Turner y John Constable no solo eran contemporáneos en uno de los períodos más fértiles del arte británico, sino que también personificaban dos aproximaciones diferentes al género del paisaje. Turner se inclinaba por los temas marítimos y atmosféricos, que contrastaba con la precisión y el detallismo pastoral de Constable. El yin y el yan.
Para cuando quedaron uno junto al otro en el ‘32 Turner ya se daba el gusto de elegir a quiénes vendía su obra de tantos interesados que tenía y Constable, por su parte, acumulaba pinturas en su atelier con destino incierto.
Si bien había pintado ya su obra más conocida, El carro de heno, que en 2022 fue vandalizada por grupo de activistas de Just Stop Oil, la gloria le era esquiva y para aquella edición había decidido dar un golpe sobre la mesa con la obra La apertura del Puente de Waterloo.
El artista había estado trabajando en la pieza de 220 x 135 cm por años, prácticamente desde que el puente se inauguró en 1817, por lo que el tema en sí no era una novedad. El cambio estaba en que su propuesta algo barroca, cargada, tenía una pincelada más movida y había trabajado con paciencia los contrastes del rojo, color poco habitual en su obra.
En 1820 había retratado el mismo espacio, de ángulos similares, aunque ahora la propuesta era aún más panorámica, así como la participación humana en la pieza, donde ya no era una decena de pescadores, sino alrededor de un centenar de personas en botes y barco, en balcones observando, haciendo la guardia sobre la costa. Un caos de movimiento.
Los cielos incluso difieren profundamente en composición. Uno, tranquilo, con unas cuantas nubes aquí y allá no parecen tener más razón que una cuestión de balances, mientras que La apertura el firmamento es tormentoso, los nubarrones van del blanco al ocre, arremolinados, por sus huevos haces de luz se filtran hacia el río Támesis.
En sus Memorias de la vida de John Constable (1843), Charles Robert Leslie, un pintor que se especializaba en representar escenas literarias y retratos, miembro y académico de la Royal, relató la historia que pondría en evidencia el espíritu competitivo de los artistas.
Leslie, que al año siguiente emprendió viaje a Estados Unidos, de donde eran sus padres, y donde tuvo -por razones lógicas- un mayor reconocimiento en vida, era entonces un pintor respetado pero el paso del tiempo lo ha borrado de la escena.
Cuenta Leslie que cuando Turner ingresó a la Academia quedó congelado frente a la obra gigantesca de su rival. Él se presentaba con Helvoetsluys, un cuadro de 520 x 386 cm, nada al lado de la monstruosidad de Constable.
Y no era solo una cuestión de tamaños. La escena en sí quedaba insignificante. En este se observa a la embarcación que le da nombre al cuadro ingresando al mar en Utrecht, en 1764.
En resumen, el tema era aún menos novedoso que el de su contrincante, trataba sobre un acontecimiento que en sí a nadie le interesaba y quedaba pequeño junto a La apertura, pequeñísimo. Encima era un cuadro frío en sus colores y al lado de la gama de rojos de su vecino quedaba más bien gélido.
Turner observó, observó, dio media vuelta y se marchó. Las obras, colgadas ya, no podían ser cambiadas y no había allí posibilidad alguna de reelaborar, de trabajar por más velocidad que tuviera como para que no quedara opacada. Pero regresó al otro día con un plan.
Turner llegó con pincel y paleta con un solo color, el rojo. En la parte inferior del cuadro colocó un punto, amorfo, una mancha indefinida. Constable, consternado, observó la escena mientras retocaba su cuadro. Turner se retiró.
Había confusión en la sala. Los pintores se agolpaban a observar el gesto, tratan de entender qué es que había pintado, arriesgaban posibilidades, incertidumbre total. Leslie se acercó, Constable lo miró y dijo: “Él ha estado aquí y disparado un arma”. El punto es una herida en la obra, pero también para el entendimiento. Este episodio fue dramatizado en el filme biográfico de Mike Leigh, Mr. Turner (2014).
El día de la inauguración, todos comprendieron el genio detrás del gesto. Aquella pequeña pintura fría de un tema que a nadie interesaba se robó la escena. Todos querían comprender qué era aquello que flotaba en el mar y con una pincelada como un puñal, o como un tiro, Turner logró alejar la atención del majestuoso cuadro de Constable y de todos los demás que se presentaron.
Una vez alcanzado su objetivo, Turner finalizó su obra y convirtió aquel garabato en una boya que flotaba a la deriva, abandonada a su suerte en las aguas turbulentas.
“Fue la forma de Turner de señalar cómo se necesita muy poco para hacer una imagen con verdadero poder visual en comparación con la superficie claustrofóbica y recargada de Constable”, dijo David Solkin, cuando en 2009 la Tate Gallery volvió a colocar las obras juntas luego de 180 años.