Escribir para no volverme loca: la historia con mi madre y los conejos desembocó en una novela

La autora de “Los ruidos vienen de la cocina” cuenta cómo el hallazgo inesperado de unos conejos cambió su percepción de la maternidad y también, una complicada relación familiar

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En “Los ruidos vienen de
En “Los ruidos vienen de la cocina” se explora la adopción como forma de maternidad, cuestionando el concepto tradicional

Los ruidos vienen de la cocina nació a partir de un alumbramiento animal. En abril de 2016 descubrí por la madrugada cinco conejos recién nacidos detrás de una tabla de planchar, en la cocina de mi departamento citadino. Yo acababa de cumplir 30 años, vivía con mi novio, creía que sabía todo de la vida y de mí, pero la aparición de esos gazapos derrumbaron mis certezas. Unas semanas antes había adoptado una coneja polish de siete meses, yo ya tenía un conejo, pero era grande de edad, se estaba apagando. La persona que me entregó a la coneja, She-Ra, me dijo que me quedara tranquila porque mi conejo, Warhol, ya no podría preñarla aunque quisiera. Pero lo hizo. El veterinario de exóticos me advirtió que no me encariñara con los conejos recién nacidos porque lo más probable fuera que no sobrevivieran. Pero sobrevivieron. Nadie tenía certezas. Entonces yo fui atravesada por un milagro, el milagro de esas vidas que se impusieron frente a las estadísticas, pero también el milagro de lo que iba a pasar conmigo a partir de ese acontecimiento.

A esos conejos se sumarían otros, durante los siguientes meses mi cocina se transformó en una sala de partos, y la casa, en una clínica de maternidad. La vida se interpuso en mi vida, y por consecuencia también apareció la muerte. No hay vida sin muerte, ni muerte sin vida. Y ese año vi de cerca el hilo endeble que los separa. Dormí poco y nada de abril a octubre, los conejos eran traviesos y hacían mucho ruido mientras el resto del mundo hundía su cabeza en la almohada. Yo entré en un estado de vigilia, hacía rondas nocturnas, y el tiempo se derretía en mis manos. Por mi historia familiar estaba acostumbrada a controlarlo todo, pero cada noche me enfrentaba al fracaso de esa creencia.

Era un sentimiento de desesperación que tarde o temprano se convertiría en alivio. En esos días comencé a escribir un diario narrando lo que estaba experimentando, escribía para tomar conciencia y confirmar que no era un sueño lo que estaba sucediendo. Escribía para no volverme loca perdida en ese caos que era imposible ordenar. Escribía para reconocerme en ese paisaje salvaje, y al no lograrlo tuve que averiguar quién sería de ahora en más. Pensaba que eso que estaba escribiendo era el libro que iba a publicar, pero gracias a otro accidente no lo fue.

La adopción de un conejo
La adopción de un conejo dio lugar a un "milagro", según la autora

En 2016 presencié las escenas más dulces y escalofriantes. She-Ra podía ser buena con algunos de sus hijos y con otros ser tan cruel. Decidí hacerme cargo de los gazapos que la mamá coneja no quiso alimentar, como una madre sustituta o una cuidadora de tiempo completo. Entonces confirmé una sospecha que siempre tuve: el instinto maternal no existe, y es mentira ese refrán dañino que asegura “madre hay una sola”. En Los ruidos vienen de la cocina, a través de los conejos, yo hablo simbólicamente de otra cosa: de que la gestación no es la única manera de tener un hijo. Ni es mejor o más verdadera que otra. Maternar tiene que ver con cuidar a otro, a quien lo necesite. Hay una presión o expectativa con que los hijos se parezcan a vos, que reflejen tus rasgos físicos, que tengan los mismos gustos. Me incomoda esa idea de la maternidad y paternidad. Creo en encontrarse en las diferencias, en que uno hijo no es un desprendimiento, tampoco una continuidad de quien lo trae al mundo. Los ruidos vienen de la cocina habla en código de la adopción. De ese proceso puntual, pero también de la adopción que sucede de otra forma, haciéndose responsable de alguien que necesite ser protegido. A pesar de que ya tenga una mamá.

Los ruidos vienen de la cocina habla del amor monstruoso de una madre. Y ahí es donde se cruza esa madre coneja con mi madre humana. La novela contrasta a lo humano con lo animal y por momentos se pierden los contornos de una y de otra. A la par de la historia de los conejos estaba el vínculo con mi madre. Tortuoso, triste, traumático, frustrante. A finales de 2019, después de varios años de estar alejadas con ella, tuvimos un reencuentro. Elegí un museo de arte para volver a vernos, ese día no supimos cómo saludarnos, si con un beso en el cachete o un abrazo. El acercamiento fue torpe y cuando me preguntaban cómo me fue, no sabía qué responder. Tenía miedo de dejarla entrar a mi vida de nuevo, de exponerme al peligro de que me lastime como tantas veces lo hizo. La gente que me rodeaba me decia que tome el acercamiento con cautela, que me cuidara mucho de mi mamá. Yo estaba ilusionada como lo está una persona en pleno romance.

En su novela, Maia Debowicz
En su novela, Maia Debowicz contrasta la relación tortuosa con su madre con la vida de los conejos

Solo pude recuperar la palabra escribiendo un texto llamado “Madre no hay una sola”, donde narraba esa salida, intentando hallar respuestas. En ese relato pude apenas titular las tragedias que nos unieron y distanciaron con mi mamá. Una historia de psiquiatricos, intentos de suicidio, agresiones, violencia verbal. El texto se volvió viral y de repente muchas personas desconocidas conocieron (parte de) mi historia. El problema es que esa narración quedó detenida. Fue el relato de un momento específico que duró un instante, un reencuentro breve, chiquito, y cuando muchas de las personas me recordaban ese texto, la emoción que les dio, en mí repercutía el dolor. De lo que no pudo ser, de una discontinuidad del deseo, de lo cruel que puede ser a veces la ilusión.

La última vez que vi a mi mamá fue en 2020. Dejamos de hablar, no supe nada más de ella. Algunas relaciones no son posibles, a veces las formas de amar no coinciden. Pero de alguna manera, cada tanto, me enteraba de que estaba bien. Los conejos y mi mamá siempre estuvieron relacionados, porque cuando nacieron los gazapos me corrieron los miedos, y me obligaron a redefinir la idea de maternidad. Dejé de intentar salvar a mi mamá y me dediqué a tratar de salvar a los conejos más frágiles. Hasta que la fragilidad me tomó a mí: los primeros días de 2023 estuve al borde de la muerte. Fui internada, tenía tres órganos comprometidos, me operaron de urgencia y, como aquella madrugada de 2016, dejé de ser la que era. Terminé de cortar lo que me unía a mi mamá. En esa cirugía perdí muchas cosas, pero también renací.

Apenas salí del hospital tiré a la basura el manuscrito que había escrito en 2016 llamado Fábrica de conejos, y escribí una novela a partir del nacimiento de los gazapos cruzado con el vínculo con mi madre. De aquel manuscrito no quedó nada, ni una sola oración. La operación y la experiencia extrema que viví en el hospital hicieron que abandonara el pudor. Salí como una hoja en blanco, y con un lenguaje virgen por descubrir. Ya no usaría las mismas palabras, el mismo tono, porque mi mirada sobre el mundo había cambiado.

“Tu escritura cambió, vos cambiaste”,
“Tu escritura cambió, vos cambiaste”, le dijeron a la autora de este texto (Imagen Ilustrativa Infobae)

Los ruidos vienen de la cocina fue la oportunidad que tuve de reescribir la historia con mi mama y darle otro destino, aunque lleve un nombre ficticio. En el acto de convertirla en un personaje pude quitarle su monstruosidad. Ahora parte de ella está en las paginas de Los ruidos vienen de la cocina, y dejó de ser un fantasma que se cuela en todas partes. En el proceso de escritura de la novela me acompañó a sol y a sombra la escritora Flor Monfort, nos reunimos cada quince días. Ella leyó mi manuscrito escrito años atrás y me dijo lo que yo ya sabia “Tu escritura cambió, vos cambiaste”. Me propuso reescribirlo y yo decidí escribir de cero. Flor me dijo “Escribir literatura es caminar a ciegas, pero yo te doy la mano”. Y lo hizo. Fue mi cómplice, mi amiga, otro milagro en mi vida. Flor me dio la oportunidad de no atarme a los hechos tal cual sucedieron, me regaló la libertad del desvío literario. La primera versión de la novela, aquel manuscrito que tiré, hablaba de la gestación. La segunda pone el foco en la adopción.

En la literatura solo se puede construir desde la distancia con los hechos. Al igual que cuando pintás un cuadro y necesitás alejarte del lienzo para estudiar la composición, ver qué le falta, qué sobra. Para escribir una novela hay que meterse dentro nuestro para después salir del propio cuerpo, y escribir observándonos desde una ventana. En Los ruidos vienen de la cocina desnudé mi intimidad por completo, pero decidí no revelar los secretos de los demás. Sobre todo de las mujeres de mi familia. Los secretos son sagrados. Creí que cuando terminara el libro iba a saber qué siento por mi mamá, pero todavía me lo pregunto.

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