INTRODUCCIÓN
EL PRIMER GUSTO
Dulces, jugosas, carnosas, fragantes, seductoras, tentadoras, las frutas son, más que envases nutritivos, alimentos que clausuran una comida, encarnaciones de sabor que contribuyen al cúmulo de experiencias sensoriales que conforman a un individuo. Son el punto de encuentro de historias, de recuerdos, ritos y creencias religiosas, de episodios literarios, expresiones artísticas y mitos, de investigaciones científicas y de tradiciones antiguas como la ancestral batalla campal de naranjas italiana.
Inocentes en apariencia, estas delicias han alimentado guerras y dictaduras sangrientas, han impulsado descubrimientos de nuevos mundos, han sido depositadas en la raíz misma de antiguos y distorsionados relatos sobre los orígenes de nuestra existencia. Ni la serpiente ni el diablo fueron los culpables de la expulsión del paraíso, señala jocosamente el escritor cubano Orlando González Esteva, en Cuerpos en bandeja. Frutas y erotismo en Cuba, sino la fruta misma; ella sola, la tentación extrema.
Aun así, estos cultivos perfumados desfilan por el camino del olvido, la ruta de la indiferencia; de la misma manera que su jugo es succionado en cada bocado, su dimensión narrativa ha sido extirpada, borrada en el último siglo. Desde comienzos del siglo XX, el discurso nutricionista avanzó de tal manera que se apoderó de ellas; como al resto de los alimentos, hoy las concebimos únicamente en tanto calorías, proteínas, lípidos, hidratos de carbono, fibra, antioxidantes, azúcares, vitaminas y demás componentes materiales que gobiernan con tiranía nuestras vidas. Somos marionetas de ingredientes que nunca hemos visto.
Tras siglos de nutrir cultos, creencias y obsesiones de exploradores, escritores y perfumistas, las frutas se han vuelto mudas. Han perdido su voz, su dimensión histórica, componente tan importante de su esencia como su cáscara, pulpa y semillas. Y, al hacerlo, se ha extinguido más que su sabor; hemos perdido su frondosa riqueza cultural.
Lo olvidamos, pero las plantas han desempeñado un papel dinámico y fundamental en la configuración de la biografía del planeta y de nuestra especie. Las frutas son el primer gusto, fueron nuestro alimento primigenio; antes de que nuestros antepasados dominaran el fuego y el arte de cocinar, los cuales echaron a andar los cambios psicológicos que permitieron el surgimiento de cerebros más grandes y del pensamiento complejo, los primeros homínidos se movían de árbol en árbol en los bosques de la sabana de África Oriental en busca de su pulpa y jugo.
Los paleoantropólogos sostienen que nuestra visión se agudizó para detectar los colores de la fruta madura. Nuestras manos se volvieron hábiles para recogerlas, y aquellos antiguos ancestros probablemente desarrollaron un torso erguido para recoger con mayor habilidad los alimentos cargados de dulzura introducción de las ramas de los bosques tropicales. Las frutas nos definen. Las frutas nos hicieron humanos.
Y, aun así, los historiadores las han desdeñado, las conciben como mero ruido de fondo, las invisibilizan en la novela — o cuento corto, según cómo se lo vea— de nuestra especie, el Homo sapiens. «No existe una historia de la humanidad, existen solo muchas historias de todo tipo de aspectos de la vida humana», repetía el filósofo Karl Popper.
Pese a nuestra indiferencia, los alimentos que ingerimos tienen un pasado profundo, sorprendente. Desde hace por lo menos cuatrocientos setenta millones de años, las plantas han colonizado el planeta. Constituyen casi el 80% de la biomasa o materia orgánica de la Tierra. Son las formas de vida evolutivamente más exitosas y diversas; gracias a la increíble habilidad para transformar la luz solar, el agua y los nutrientes que absorben del suelo en hojas, tallos y flores vistosas, aprendieron a sobreponer su máxima limitación, su inmovilidad. A lo largo de milenios gestaron, en el más hondo silencio, toda clase de ingeniosas estrategias de supervivencia. Quizá la más asombrosa haya sido la invención de las armas de seducción primordiales, las frutas, señuelos lo suficientemente atractivos — carnosos, coloridos, suculentos, fragantes— para configurar el deseo de toda clase de animales y reclutarlos según su conveniencia para devorarlas y esparcir sus semillas en valles, bosques, a lo largo de cadenas montañosas. Incluso, más allá de la Tierra.
En el día a día, las concebimos como obsequios dulces de la naturaleza, si bien el tomate, la palta (aguacate), la calabaza, el pepino, las berenjenas, el morrón (pimiento) y el limón — por inercia, desplazados al sector de verduras— pertenecen también a este club de las delicias. Ocurre que, desde una perspectiva botánica, las frutas son ni más ni menos que los ovarios maduros de plantas con flores, estructuras vivas que evolucionaron específicamente para tentar, para ser consumidas. Las hay rojas, amarillas, verdes, anaranjadas, azules, minúsculas, desmesuradas. Adoptan una inagotable diversidad de formas, antojadizas, inimaginables. Las hermana la misma misión: cobijar en su interior pulposo un tesoro, las semillas, garantía de su replicación, una vez que atraviesan el tracto digestivo de aves, osos, rinocerontes, grandes primates y otras especies, muchas de ellas hace tiempo extintas.
Estas creaciones biológicas, sin embargo, no se dieron en un vacío. Más bien fueron consecuencia de las presiones de un contrato mutualista, una danza coevolutiva imparable; sus distintivos rasgos — tamaño, forma, color, aroma, contenido de azúcar, ubicación en las ramas— emergieron impulsados por los requisitos dietéticos y las capacidades sensoriales de los animales dispersores que encontraron en ellas una fresca y deliciosa recompensa.