La primera y acaso la única preocupación de María Gainza cuando me invitó a participar de esta presentación fue que procurara ser breve: “podés leer lo que quieras, lo que te sientas cómodo, pero no me gustaría tener al público cautivo demasiado tiempo”. Le prometí –y ahora les prometo a ustedes– que iba a cumplir con ese deseo. Por lo demás, a la promesa de brevedad le sumo otra que en los últimos años se ha vuelto casi una obligación, y a la vez un obstáculo paralizante, para el crítico o el presentador: no incurrir en spoilers. Algunos, por supuesto, habrá, pero trataré de que sean pocos.
Un puñado de flechas
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Creo que no incurro ya, de entrada, en un spoiler, si les revelo por qué este libro se llama así, y esto porque esa información no solo está en el primer capítulo sino también en la contratapa. El título refiere a algo que Francis Ford Coppola le dijo a María Gainza, narradora y esquiva protagonista de este libro, cuando, en 2008, se instaló en Buenos Aires para filmar Tetro: “El artista viene al mundo con un carcaj que contiene un número limitado de flechas doradas. Puede lanzar todas las flechas de joven, o lanzarlas de adulto, o incluso ya de viejo. También puede ir lanzándolas de a poco, espaciadas a lo largo de los años. Eso sería lo ideal, pero ya sabés que lo ideal es enemigo de lo bueno”.
Esa inquietante reflexión que hace un director de cine que por entonces orillaba los 70 años y seguramente intuía que su carcaj, del que en otros años había sacado flechas afiladísimas, ya estaba vacío –Tetro es una película imposible y, al parecer, la reciente Megalópolis también lo es– inaugura un libro que, desde allí, resulta el más reflexivo y confesional –diría, incluso, el más íntimo– de los tres que publicó María hasta ahora. De hecho, este libro funciona como una suerte de ars poética y también de balance. Creo, entonces, que esta es la ocasión propicia para preguntarnos, junto con María y su nuevo libro, en qué blanco dieron las flechas doradas que hasta ahora disparó. En otras palabras: creo que esta es la ocasión propicia para empezar a dilucidar cuáles son los rasgos que distinguen ese territorio literario conquistado a punta de flecha al que podríamos llamar, apropiándonos de un término que propone el epílogo de este nuevo libro, la “zona Gainza”.
Empezaré por el más evidente de esos rasgos: el vínculo con las artes plásticas. La literatura de María surge en buena medida de las artes plásticas –de su paso por la carrera de Artes, de su actividad como crítica– y regresa una y otra vez a ellas para tomar impulso. En el comienzo del libro, María cuenta que, hace unos meses, su escritura se encontraba en un callejón sin salida y que intentó escapar de allí tomando clases de acuarela. Esto es lo que Hitchcock llamaba run for cover. Los avances con la acuarela son casi nulos, pero el paso por ella le permite regresar a la escritura, pero a una cuyas comas son como “pinceladas de Cézanne”. Respecto de esta imagen –comas que parecen pinceladas– habría que decir que una modulación de ese vínculo con las artes plásticas resulta en que la literatura de María sea, entre varias otras cosas, el resultado del anhelo por hacerles ver a sus lectores las muchas obras –cuadros, esculturas, fotografías– en las que se detiene.
La retórica llama écfrasis al procedimiento que consiste en “la representación verbal de una representación visual”. La de María es –me perdonarán el neologismo– una literatura ecfrástica en la cual la pluma –o el teclado– funge como pincel; una literatura que se lee pero que también se ve o –mejor dicho– que invita a ver. Al respecto, debo decir que hasta ahora me debatía entre pensar que los libros de María propician que uno recurra a la web –o, en el mejor de los casos, a los museos o a las galerías de arte– para conocer algo más de las obras que en ellos se mencionan o que, por el contario, al hacer eso –confieso que lo hice más de una vez– estaba incurriendo en algún imperdonable pecado de lector. Por eso sentí cierto alivio cuando, en el final de este libro, esa práctica aparece no solo explícitamente legitimada sino, además, estimulada.
En efecto, en la última página de Un puñado de flechas, cuando se demora en un video que se hizo viral en 2010, además de describirlo –de hacer su écfrasis– María anota por primera vez una sugerencia que hasta ahora sus libros venían pronunciando tácitamente: “Vayan a verlo, corran”. La literatura de María nos invita a que, mientras leemos sus libros, o cuando terminamos de hacerlo, corramos a ver las obras a las que hace referencia; se trata de un movimiento de ida y vuelta entre la literatura y las artes plásticas que, como en la anécdota de las clases de acuarela que la devuelven a la escritura, es correlato del movimiento que la propia María, como autora, también realiza entre una y otras.
Ese interés en las artes plásticas se relaciona además con un tema –quizá deba decir: con un problema– que también les da unidad a cada uno de sus libros y a los tres como conjunto: el vínculo enmarañado entre una vida y una obra. Una preocupación central de María –creo que no exagero si hablo de obsesión– es intentar saber, sin que le interese llegar a una conclusión precisa –nada le interesa menos que la “coerción siniestra” que ejercen las precisiones–, cómo y por qué se anudan una vida y una obra. María sabe que ese anudamiento es un misterio; sabe también que, como todo misterio, en contraste con el enigma o el secreto, no tiene solución. Pero como las soluciones le interesan menos que las precisiones, le parece “una hermosa pérdida de tiempo”, para decirlo con palabras de La luz negra, asediar ese misterio: apremiarlo con su letra punzante –con sus flechas– para que diga algo, sin importar que ese algo que pueda decir ese misterio la hunda, y con ella a sus lectores, todavía más en la perplejidad. Y esto porque su literatura corteja la incertidumbre, el fuera de foco, la falta de resolución: lo que en otro sitio llamé “las potencias de lo inexacto”.
Y es además esa misma obsesión la que determina que, sin que pueda hablarse de libros biográficos, y menos aún de biografías noveladas, los tres puedan considerarse experimentos con la biografía que habilitan ese merodeo en torno al misterio de cómo se intersectan una vida y una obra. “¿Quién no arrastra algún misterio en su biografía? Hay detalles que se pierden en la noche de los tiempos y es mejor así: terminar de entender las cosas vuelve rígida la mente”, se asegura en El nervio óptico. Toda su literatura es un laboratorio biográfico en el que ensaya distintas formas de contar vidas de artista para intentar entenderlas, pero no para terminar de entenderlas: la proximidad de una revelación pero nunca la revelación (vale decir: nunca la rigidez cadavérica).
María desprecia un poco la biografía, o al menos desconfía de aquello que Pierre Bourdieu denominó, también despreciativamente, “la ilusión biográfica”. “La vida es la antiforma”, se asegura en La luz negra. Pero son justamente ese desprecio y esa desconfianza –esa falta de respeto– los que hacen posible esa experimentación. Y en esto María es como Virginia Woolf, que porque también despreciaba un poco la biografía, pero porque, al mismo tiempo, se sentía fuertemente atraída por ella, se permitió experimentar con este género, como lo evidencian esas anomalías biográficas tituladas Orlando y Flush. Pero además, en el caso de María, el interés en la biografía se expande hacia la autobiografía. El nervio óptico, La luz negra y ahora Un puñado de flechas también alojan distintas formas de contar su propia vida; o, mejor dicho, sus vidas: la que vivió, la que acaso vivió, la que le gustaría haber vivido y la que quiere que sus lectores crean que vivió.
Los tres libros son, entonces, desde la primera página, resultado de la confluencia de dos búsquedas –una biográfica y una autobiográfica– que se complementan y entrelazan. María cuenta a los otros contándose a sí misma y se cuenta a sí misma contando a los otros. Y así, en las páginas de sus libros se pasa, sin solución de continuidad, como en una cinta de Moebius, de la vida propia a la vida ajena. Desde esta perspectiva, sus tres libros –en los que me gusta ver una trilogía– se presentan como una galería de retratos de artistas –y entre esos retratos, el suyo–; pero –la aclaración es importante– una galería muy particular en la que unos y otros retratos, como si además de retratos fueran espejos, se funden y confunden. Al respecto, un spoiler: a los retratos que ofrecen El nervio óptico y La luz negra, Un puñado de flechas suma, entre otros, los de Francis Ford Coppola, Bodhi Wind, María Simón, Alberto Goldenstein y Nicolás Rubió.
Y entonces, ¿qué son los libros de María Gainza? Se me escapan las razones por las cuales Un puñado de flechas no se publicó como novela, como sí ocurrió antes con El nervio óptico y La luz negra. No obstante, en reemplazo del de novela, en la contratapa aparece otro comodín crítico, uno por lo demás también adecuado a los otros dos libros; allí se asegura que “[Un puñado de flechas] rompe las barreras estancas de los géneros”. Al respecto, me preguntaba si existe otro término que defina mejor a estos tres libros y creí hallar una posible respuesta agazapada entre las páginas de la tercera parte de Un puñado de flechas.
Esa tercera parte se titula “Una concentrada dispersión” y está consagrada a una colección y a un coleccionista del que nunca se da el nombre. La opacidad onomástica –los nombres propios que se dicen a medias, que se dicen tarde, que se dicen en clave o que no se dicen– es parte de las experimentaciones biográficas que realiza María. Pero lo que me importa ahora es que en este capítulo, enfrentada a una proliferación de cuadros ante la que no logra descifrar cuál es el principio que la organiza, María se pregunta por la índole de toda colección y por las dificultades hermenéuticas que impone a quien se enfrenta a una: “Me pregunto si esta colección no se comportará como las líneas de Nazca, si no tendrá un diseño que solo se pueda entender desde el aire”. Y es ese mismo desafío –el de tratar de entender cuál es el principio organizador que cohesiona una serie de elementos– es el que formulan los libros de María, que son también “una concentrada dispersión”.
Esa concentrada dispersión –ese difícil equilibro entre lo centrípeto y lo centrífugo que logra María en sus libros– puede recibir ciertamente el nombre de novela o de literatura que rompe las barreras entre los géneros, pero me resulta más atractivo –y más en sintonía con su literatura– llamarla “colección”. Los tres libros de María deben ser considerados como una proliferante colección de vidas y de obras: de vidas en intersección con obras.
También en este capítulo, cuando se comenta una película de Raúl Ruiz que gira en torno a un cuadro ausente en una colección, se dice que a los protagonistas “el sentido de la serie se les escapa y, sin embargo, tienen la certeza de que hay un hilo”. Una experiencia similar le ocurre al lector que se enfrenta a esa colección de vidas y obras que es la literatura de María: el sentido se le escapa pero, a la vez, está seguro de que existe un hilo que les da unidad a las partes, un hilo que eslabona delicadamente unas partes con otras. Tener acceso a esa certeza precaria –ensayo otro oxímoron: a ese esclarecido desconcierto– es uno de los muchos placeres que la “zona Gainza” depara a quienes se aventuran en ella.
Con esto termino. Leí lo que quería, me sentí cómodo… quiero creer también que, como me pidió María, no los tuve cautivos por demasiado tiempo. Ahora vayan a leer Un puñado de flechas, corran.
[Fotos: Roxana Schoijett]