Esther Cross (Buenos Aires, 1961) es cuentista, novelista y traductora. Publicó entre otros los volúmenes de relatos La divina proporción, Kavanagh, Tres hermanos, y las novelas Crónicas de alados y aprendices, La inundación, El banquete de la araña, Radiana y La señorita Porcel. Junto con Betina González escribió el libro La aventura sobrenatural, un libro que a través de capítulos breves e intensos cuenta un fenómeno cultural y social que se dio entre 1880 y la Primera Guerra Mundial, cuando confluyeron ciencia, espiritismo, ocultismo y magia en la vida y la obra de artistas, científicos y escritores, fundamentalmente en Inglaterra pero también en el resto de Europa.
Editorial Minúscula acaba de reeditar una de las obras más celebradas de Esther, La mujer que escribió Frankenstein, publicada originalmente en el año 2013. Se trata de un libro difícil de clasificar y allí radica posiblemente una de sus grandes virtudes. Es una suerte de ensayo biográfico o retrato de la autora del monstruo que es a la vez un maravilloso libro de divulgación. Con su clásica prosa transparente y una erudición sin alardes, Esther Cross recupera la figura de la gran escritora británica Mary Shelley y también reconstruye la sordidez y el clima social y científico de la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX.
Lo que sigue es la transcripción de la charla que mantuvimos semanas atrás durante la grabación del podcast Vidas Prestadas.
— Para los lectores es una alegría la reedición y me imagino que, como autora, debés tener una historia especial con este libro porque, en realidad, debés tener una historia especial con Mary Shelley.
— Sí, tengo una historia especial con ella y con este libro también porque una llega a los libros porque hay varias líneas de la vida literaria que llevan hacia eso. En este caso, esta especie de perfil biográfico. Pero además después son puntos que atraviesan y siguen, nada termina en lo que escribimos todos. Y a partir de este libro, por supuesto, seguí leyendo sobre Mary Shelley y su círculo, y eso abrió una puerta que da como a una especie de habitación que no tiene fondo.
— Bueno, una prueba es el libro que escribieron con Betina González.
— El libro con Betina es un derivado, es un pariente que se encuentra con todos los parientes de lectura de Betina, por otro lado. Estos big bangs de la literatura. Las afinidades, en las que creo cada vez más profundamente. Y, por otro lado, esta reafirmación o descubrimiento de algo que pasaba inconscientemente en mí, que es la fascinación por las biografías, los perfiles biográficos. Como algo que leí de Matías Serra Bradford el otro día, la biografía como género está en el fondo de los géneros, de la literatura en general. Contar una vida o contar un momento de una vida, en el género que sea.
— Coincido, claro. Durante tanto tiempo se decía que lo que importa es la obra, y sí, por supuesto, pero la vida de un autor también dice mucho. Y la vida de un autor que puede contar el mismo autor, también. Por qué separar tanto, ¿no?
— Por qué separar, bueno, habrá algún momento de estudio crítico en el que es importante separar. Pero, por otro lado, los momentos en que la vida y la obra coinciden, que a lo mejor es el momento en que está el escritor, la escritora, sentándose a escribir, para mí son fascinantes. Y lo que no se puede responder es justamente de dónde viene la tentación de ponerse a explorar. Para mí, esto de poder contar una vida, de tratar de conocer a alguien -y lo decía Borges que incursionó de distintas maneras en la biografía-, el hecho de que una persona se ponga a escribir sobre otra persona que no conoció para un lector que ninguno de los dos conocen, y que en ese trío se arme algo así como mágico, que es la reaparición de una vida que quedó en el aire a través de palabras, a mí me parece que es una especie de definición flotante de la literatura.
— Es maravilloso porque además podría ocurrir que haya lectores que entren por La mujer que escribió Frankenstein, o sea que entren por la vida de una escritora -si bien tu libro es un cruce entre vida, época y la obra más gloriosa de Mary Shelley-, y podría ir a la obra después. O al revés, como nos pasó a los que fuimos a tu libro después de haberla leído y de haber leído, incluso, biografías de Mary Shelley. Imagino que empezaste leyendo Frankenstein y que fuiste a su autora más tarde.
— Sí, yo llegué a ella mucho después. Mi primer contacto con Frankenstein fue el cine, el bizarro monstruo de Boris Karloff. La novela vino después, en una versión abreviada.
— ¿Sabés que yo vi primero El joven Frankenstein, la comedia de Mel Brooks, antes de ver la de Karloff?
— ¿En serio? Que suerte. Qué bueno haber entrado por ahí. Porque además es como la Piedra de Rosetta, estaban todas las claves ahí, después llegaste a la novela.
— Es maravillosa esa película, cada vez más.
— Es maravillosa y tiene esta virtud de las grandes obras, que la podés entender, te podés divertir, te podés conmover, sepas o no sepas todo el trasfondo que tiene. Es una genialidad.
— Entonces me decías que llegaste al monstruo por Boris Karloff.
— Yo entré por Boris Karloff. Después, me di cuenta de chica que estaba La novia de Frankenstein y ahí mi amor por Elsa Lanchester, la actriz. Hay una escena donde está Mary Shelley en Villa Diodati con unos galgos y están Byron y Shelley. Ese fue mi primer contacto. Después, una versión abreviada. Como que hubiera ido en flashback al revés, a la inversa. Después, el Frankenstein verdadero. Y en una relectura, una de las tantas, encontré una biografía de Mary Shelley con el dato del corazón, que me llamó mucho la atención, que es un dato muy discutido si se tiene que incluir o no.
— Hablás de la historia de que ella se quedó con el corazón de Percy Shelley, su marido.
— Se quedó con el corazón de Percy Shelley, así es. Y eso fue lo que yo dije “pero bueno, qué pasó acá”. Leí tantas veces esa novela y no había reparado en eso.
— Resulta raro decirlo así, pero un poquito se estilaba entonces eso de conservar reliquias humanas.
— Se estilaba, claro. Ese fue el dato que me llamó la atención e hizo que la descubriera a ella porque para mí Frankenstein era una entidad autónoma que flotaba en el espacio de la literatura, hasta entonces no había pensado quién la había escrito.
— Yo creo haberlo hablado con vos, pero leí en La ridícula idea de no volver a verte, de Rosa Montero, que Marie Curie también se quedó con restos de su marido, Pierre Curie.
— Vos me lo habías contado, así es, claro. Y bueno, es el valor de las reliquias, ¿no? Y lo que las reliquias tienen, como la fascinación que tenemos todos por volver a los lugares donde estuvimos, qué queda de nosotros. Robert Creeley decía que las biografías o las vidas para él eran más una cuestión de lugares que una cuestión de hechos encadenados o de objetos. Por qué este apego a los objetos.
— Por qué guardamos los dientes de los chicos, el pelito de cuando nacieron.
— Me parece que en las reliquias se resume esto de que somos una mezcla de racional e irracional muy potente. Y además, bueno, no había fotografía. En este caso, era poder quedarse con algo del otro.
— Hay algo muy fascinante de tu libro que es cómo recupera una época tan vital, si se puede usar la palabra, para la ciencia. Y en donde para trabajar para los cuerpos vivos había que trabajar con los cadáveres. Y como no había suficientes cadáveres, había profanadores de tumbas que proveían de esos cadáveres y el modo en que empiezan a surgir las mafias alrededor, con la necesidad de ir a profanar lo sagrado.
— Claro. Los médicos eran necesarios, eran admirados, héroes en un punto, pero por otro lado también se les temía exactamente por esto, no daban abasto; el suministro de cuerpos que estaban disponibles por ley no alcanzaba así que alguien tenía que hacer el trabajo sucio de conseguir cuerpos para los estudiantes de anatomía, que era algo muy necesario. No había anestesia, así que era importante que los cirujanos conocieran exactamente. Hasta ese momento la medicina había sido un arte deductivo, casi. Alguien venía y contaba lo que sentía y lo que le pasaba y el cirujano era un gran deductor que sacaba conclusiones.
— Un Doctor House.
— Un Doctor House, exactamente. Y ahora los cirujanos empezaban a hablar ya, bastante antes de Mary Shelley por supuesto, y bueno, la polisemia no deja de ser reveladora, encontrar en el cuerpo el sitio del mal. Adentro del cuerpo. El mal entendido como enfermedad y en todos sus sentidos. Entonces lo pueden localizar, lo van a buscar, lo tienen que encontrar no solo para curar las enfermedades sino también para poder operar sin anestesia, rápidamente.
— No era cuestión de prueba y error.
— Cuanto más rápido pudieran operar, iba a ser menos doloroso y había muchas más probabilidades de que los y las pacientes no murieran durante la operación y que el médico también pudiera sobrevivir a eso. Porque había que tener un carácter muy especial para poder hacerlo. Y bueno, es este momento crucial donde tanto se habla de la vida y, sin nombrarla, se está hablando mucho de la muerte, también, por todas estas razones. Y esto está permeando en la época. No sé cuánto vale hablar de espíritu de la época, yo creo que sí y que los escritores, a veces, o la ficción, a veces, puede captar este espíritu de la época que está dando vueltas, como aleteando.
— En tu libro vos hablás de Mary Shelley y esa época pero también hablás de nosotros, hoy.
— Claro que sí. Yo creo que a veces en la ficción o en las crónicas que construyen relatos se puede ver el miedo, el rumor, el latido de una época. Lo que está sucediendo, que va mucho más allá de los hechos puntuales que se puedan registrar.
— Algo que me alucina siempre del Frankenstein es esta idea del monstruo compuesto de retazos y cómo eso, como metáfora, puede aplicarse a tantas cosas, empezando por la literatura. Que Mary Shelley haya visto eso me alucina.
— Es muy impresionante. Y ella, en la tercera edición de Frankenstein, respondiendo a cómo escribe la novela dice -no sé con cuánta conciencia- que no se puede crear nada a partir del caos. Que todo se tiene que crear a partir de materiales. Y lo que está tratando de ver es con qué materiales de la realidad ella crea esta ficción. Pero lo impresionante es que, en la novela, cuando el doctor Frankenstein arma el monstruo ella no usa partes de cuerpos, no dice “partes o fragmentos de cadáveres”, ella habla todo el tiempo de “materiales”. Es muy sutil. Entonces, que en el prólogo a la tercera edición, cuando ella cuenta de dónde sacó las ideas y las imágenes para armar su novela también use la palabra materiales, está empatando las dos cosas.
— ¿Es la edición en la que aparece su nombre por primera vez esa?
— No, en realidad su nombre aparece en la segunda edición pero ésta es la edición que tiene que revisar más a conciencia, que domestica más. Ella ya es más grande, es una escritora profesional. Y además los editores un poco la obligan -y ella lo hace con gusto- a responder esta pregunta, que si hubiera sido un escritor varón no hubiera tenido que responder. La pregunta era cómo una joven muchacha pudo tener una idea tan espantosa. Y ella responde en un prólogo que es brillante; un prólogo que es para diseccionar porque ahí tenés toda la novela y la vida de ella servidas.
— Uno no puede ser tampoco tan lineal pero ella nació en una casa muy especial con una madre muy especial, la escritora y pensadora feminista Mary Wollstonecraft, a la que no conoció por otra parte ya que murió luego del parto, y un padre también muy especial, el filósofo anarquista y utopista William Godwin. Así que eso de “de dónde sacó esas ideas brillantes”, bueno, venía de un seno particular.
— Exactamente, sí, una madre de la que ella toma, y esta también es un arma de doble filo, ella toma de la madre todo esto. Fue precursora de lo que para nosotras es el feminismo, hoy. El padre es un pensador de avanzada. A la vez salen a la luz pública, estos padres tratan de vivir de acuerdo a los principios que tienen. Eso se paga caro. Esto va a tener como un gran impacto en la vida privada de ella, en cómo ella vive todo lo que le pasa en su vida.
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— Mary comienza siendo amante de Percy Shelley, más tarde se convierte en su marido. No era tan común
— Exactamente. Y ella a la vez tiene un perfil muy bajo. Cuando la acusan de muchas cosas no va a salir a defenderse, cosa que su madre hubiera hecho porque lo hizo siempre. Y bueno, sí, y ella hay muchas ideas de su madre que aparecen en Frankenstein, también.
— ¿Vos pensabas en el sufrimiento de Mary Shelley en su vida? Porque fue una mujer sufrida ¿no?
— Sí, sí. Y también en esto de la transformación del dolor. Y hablando de esto, cuando vos decías “no se puede ser tan lineal” es dónde queda la obra en esa vida, dónde queda la obra porque si vos leés los diarios de ella, no se puede creer lo ocupada que estaba. Por ejemplo, cuando mientras ella escribía Frankenstein era tan joven, ya se le había muerto una hija y estaba embarazada. Tenían problemas económicos. Entonces los diarios están inundados de varias cosas, una es todo lo que ella quiere aprender. También, cuando leés esos diarios, te impresiona el rendimiento del tiempo, que creo que es algo de época. Lo que traducía, lo que estudiaba, los viajes. Los problemas económicos, sumas, cuentas que no dan.
— Y en el medio, escribiendo el Frankenstein.
— Pero Frankenstein está apenas nombrado, apenas mencionado. Entonces vos decís: esta obra genial, la obra que inicia la ciencia ficción está ahí apenas nombrada.
— La mujer que escribió Frankenstein es un libro relativamente breve pero que tiene tanto y que deja siempre tanto para reflexionar sobre Mary Shelley, sobre el monstruo que ella creó y sobre esa novela maravillosa que anticipó la ciencia ficción, como decías recién. Porque es como una especie de novela faro de la literatura de todos los tiempos, ¿no?
— Sí. Primero ella crea al monstruo que, darwinianamente, es el monstruo más fuerte. Es el monstruo que atraviesa todas las generaciones. No hubo monstruo que haya podido derrotarlo. Se adaptó a todos los cambios. Cuando una persona dice la palabra monstruo, lo más probable es que se le aparezca la imagen de Frankenstein, eso es muy impresionante. Entonces, lo primero que uno tiene que pensar es qué tiene este monstruo.
— Que lo hizo imbatible.
— Es una criatura que está hecha de palabras. O sea, son signos sobre una página. Qué flexibilidad tiene. Y eso abre miles de preguntas. Hay bibliotecas completas escritas alrededor de este monstruo. O sea, cuál es la capacidad, qué pregunta trae este monstruo. Entonces, no sé, por ejemplo Harold Bloom dice qué habría pasado si el doctor Frankenstein hubiera sido un excelente cirujano estético.
— Claro.
— Ahí viene una pregunta. Pero son muchas ¿no? También una puede pensar: Piglia toma una idea de Benjamin y dice “qué es un monstruo”. No están hablando de Frankenstein, pero una también lo puede pensar así. ¿No es alguien que tiene una personalidad exagerada respecto a lo que les pasa a todos? ¿No es el asesino en serie? ¿Los monstruos son los que llevan como a una especie de exageración lo que está pasando en su momento? Pero, al final, la gran pregunta que plantea este monstruo es qué es un ser humano. Porque este monstruo de ella es muy parecido al médico. Es el doble.
— Bueno, de hecho lo llamamos Frankenstein pero porque era el nombre de su creador.
— Y el creador le dice: yo soy monstruoso en lo que tengo de parecido a vos. Y cuando la novela sale, porque el monstruo sale del libro y la historia sale de la novela de Mary Shelley también, y ni bien se publica ya empieza a haber adaptaciones en el teatro. El pánico que produce es tal que lo primero que tratan de hacer es deshumanizarlo. Deshumanizar al monstruo. Le ponen clavos. Tratan de que no hable. Cuando, justamente, la pregunta que está planteando es la pregunta de George Steiner también: cómo alguien puede escuchar música clásica y leer literatura y después ir y asesinar.
— Lo hemos visto con los nazis. Lo hemos visto con los militares en la Argentina.
— Exactamente.
— Justamente lo más tremendo es pensar en esa idea de la humanidad de los monstruos, ¿no? En la película inglesa Zona de interés, la de Jonathan Glazer, eso está maravillosamente volcado. Ahora, hablando de cine, porque empezamos hablando de cine, puede sonar raro preguntarlo así, pero cuánto tuvo que ver el cine realmente con la forma en que las generaciones posteriores fuimos pensando en el monstruo y en Frankenstein.
— Yo creo que muchísimo. Y está bien que así sea porque todo puede traer al libro nuevamente. Igual, a mí me encantaría tener la máquina del tiempo para ver cómo habrá sido el primer encuentro de las lectoras y los lectores con el libro, cuando no sabían con qué se iban a encontrar. Porque ahora no debe haber nadie que se encuentre con esta novela sin saber qué es lo que va a leer.
— Pero la mayoría de la gente que tal vez conoce la historia no sabe que se va a encontrar con un texto absolutamente complejo e innovador en términos literarios.
— Ah, no. No saben que va a haber una carta dentro de otra carta y un relato y un testimonio y que se van a cambiar los narradores y que al final no sabés quién persigue a quién.
— ¿Y eso cómo pudo ser elaborado por esta mujer que, según vos contabas recién, en sus diarios apenas mencionaba ese “trabajito”?
— No lo sé. Ella era una gran lectora. Creo que ella toma muchos tópicos y recursos de la época y les da esta huella personal. Ahí es donde aparece algo que, no sé, seguramente esto no sería muy válido académicamente, pero es el factor genio. A ver, la utilización de cartas es un recurso muy de la época. Ahora, esta especie de juego de cajas chinas que hasta algunos consideran defectuoso, sin embargo tiene un muy buen efecto en una novela en donde finalmente no sabés quién está persiguiendo a quién. Quién está contándole qué a quién. Y donde nosotros, que somos los que leemos, somos finalmente los destinatarios de esa carta, lo que le imprime a toda la novela una sensación de suspenso y de inminencia muy impresionante porque, a todo esto, ya sabemos que pasó.
— Claro, pero le sigue permitiendo mantener vigencia.
— Le da como un estado de presente a una carta que está contando algo que ya pasó. Son como cartas a destiempo. No sé cómo hizo.
— Con respecto a lo que hablábamos antes, lo que pasó en la época de Mary Shelley, que era tan sustantivo en términos de avance científico, hace pensar también en la actualidad, con esta era de vértigo científico y tecnológico. Entonces creo que se trata de un libro del que se desprenden reflexiones que vienen muy a cuento para lo que estamos viviendo.
— Sí. Sí. Bueno, la ciencia ficción finalmente lo que hace es transportar la pregunta de la ficción, que por lo general se pregunta qué va a pasar con el personaje, y la ciencia ficción se pregunta por qué nos va a pasar, a dónde estamos yendo y llevándola con un tinte un poco más pesimista, que tiene lo suyo para conversar. Gibson decía bueno, esa pregunta ya está. Ya estamos. Ya está. No es qué nos va a pasar, es qué nos está pasando.
— Bueno, ocurrió durante la pandemia de coronavirus, con otra de sus novelas, mucho menos conocida.
— Con El último hombre, exactamente. Y ella también lo vio venir. Tiene que ver con esto que decía Flannery O’ Connor de que cuando un escritor, una escritora, hunde los pies en la realidad de su tiempo, se convierte en un profeta de distancias, ¿no? Porque, al palpar bien lo que está pasando en su momento histórico, puede de alguna manera anticipar lo que va a pasar o lo que está pasando mucho más lejos y más lejos en el tiempo, también.
— Cuando decís que te gustaría retroceder en el tiempo y verla a ella, a Mary Shelley, ¿qué le preguntarías?
— No, me sentaría al lado. Pero, sobre todo, a mí lo que más me gustaría es conocer la impresión que habrán tenido las personas que se asomaron por primera vez a la novela.
— Más que cómo ella escribió lo que escribió.
— Sí, bueno, después de haber leído tanto veo esa época como muy oscura y terrible y fascinante, también. Hay un libro de Richard Holmes que se llama La edad de los prodigios. Terror y belleza del Romanticismo, y creo que efectivamente fue la era de los prodigios. Así como creo que la nuestra también se puede ver como una era de prodigios. Y Mary Shelley, y Shelley y Byron tenían una visión bastante oscura de su época. Ellos venían de una generación que se había ilusionado mucho con la Revolución Francesa y se había desilusionado mucho también con la post revolución. Entonces, los anacronismos son difíciles pero me imagino cómo habrá sido esa sensación. Y, sin embargo, era la era de los prodigios también. De prodigios de la literatura y de la ciencia, que se cruzaban.
— ¿Qué vas a buscar vos a esos tiempos para tu presente? Porque estamos hablando de este libro y también está el que escribiste con Betina González, también en relación a una época en la que había una experimentación con los espíritus, con lo fantástico. ¿Alguna vez te preguntaste si estás yendo a buscar algo de tu propio presente a esos tiempos?
— Yo creo que sí. Me parece que es entrar con las mejores guías en estas selvas de los tiempos y rastrear cómo estas cabezas o estas almas formidables se plantearon preguntas.
— Eso lo hiciste ya desde tu primera novela, de Crónicas de alados y aprendices, donde tratabas con los artistas del Renacimiento
— Claro, puede ser, sin que fuera intencional. Pero yo el otro día estaba releyendo Frankenstein y encontré un subrayado de hace tiempo que para mí ahora tiene una resonancia… Hay un momento que dice que cuando la verdad se parece tanto a la mentira, es muy difícil estar bien. Y esa frase…
— Hoy es increíble lo que eso significa porque ya estamos dejando de pensar en la verdad. Ya no existe la verdad.
— Claro, por eso. Exactamente. Entonces, me parece que en este volver están estas personas que fueron visionarias, son como mentes brillantes.
— Ahora, vos también sos traductora. Traducís mucho y traducís cosas muy buenas. Y cuando uno traduce, lo que está haciendo es llevando a otra lengua la palabra de otro. ¿Cómo te sentís con eso? Sos una escritora que produce mucho y al mismo tiempo trabaja desde lo más íntimo la obra de otro, por decirlo así.
— En este momento, la traducción va ganando terreno. Y tiene que ver con esto de la biografía que hablábamos antes, también. Yo no tengo formación profesional como traductora, no seguí la carrera de traductorado. Y me parece que hay una tentación de entrar en donde una se plantea más preguntas, también. Entonces, eso está por un lado. Y, por el otro, esta es una época en la que la gran dificultad es escuchar al otro. Y yo creo que en el género de la biografía y en la traducción, que no tienen nada que ver, pero lo que sí tienen en común es afinar para escuchar al otro. No sé, creo que hay mucho para pensar sobre la traducción. El otro día estaba leyendo algunas reflexiones de Borges, como haciendo todo un rastreo de la traducción y en Borges hay mucho escrito sobre eso. Pero él decía que la traducción también ayuda a pensar sobre la escritura y sobre la literatura.
— Sobre la propia.
— Sobre la propia y en general, también. Es una forma de volver mucho más depurada a lo que una escribe, después. A no perder tiempo. Es un aprendizaje. Y bajás la cabeza también.
— ¿No perder tiempo con qué?
— No dar tantas vueltas, porque la traducción te hace, a mí por lo menos porque quizás por esto de que no tengo formación profesional a veces tengo que estar horas con una oración que parece simple y me doy cuenta de que tiendo de lo más complicado a lo más simple, a llegar a eso, a poder escuchar lo que está diciendo la escritora o el escritor para llegar hasta ahí. Entonces, después, cuando me siento a escribir no pierdo tiempo, ya vengo como entrenada y me entrené de la mejor manera que es escuchando al otro. Es tratando de afinarme en lo que dijo otro escritor, otra escritora. Y a veces esa es la mejor manera de poder escuchar también la voz nueva para algo nuevo que una quiere escribir.
— ¿En qué estás trabajando ahora?
— Ahora estoy con una traducción. Y escribo cuentos lentamente. Eso me trae problemas porque, después, cuando vuelvo, ya salí un poco de ese clima y me cuesta retomarlos. Varias cosas sueltas y muy metida con la traducción.
— ¿Lo hacés al mismo tiempo?
— Me cuesta. No, a mí me gustaría ser estereofónica, pero no.
— Te gustaría ser Mary Shelley.
— Me gustaría ser Mary Shelley, poder hacer como muchos colegas que traducen a la mañana y escriben a la tarde, pero no puedo: me toma mucho la traducción.
— Una podría pensar en tu literatura asociada a la narrativa de Bioy, de Silvina, del propio Borges, diría. Una narrativa clara y argentina. ¿Eso es algo que te propusiste, que te proponés? Porque en tu escritura no hay barroquismos, no hay nada rebuscado en el modo en que contás. Y hay una elegancia particular, como elaborada. ¿Es algo que te gusta cuando leés?
— A mí me gusta cuando lo leo. También hay escrituras barrocas que me gustan mucho. Y recién te escuchaba, bueno, ojalá que fuera así como decís, pero recién te escuchaba y me acordaba de uno de mis abuelos, era arquitecto y profesor de Historia del Arte. Y él tuvo mucho que ver con las cosas que a mí me gustan. Yo lo acompañaba mucho en sus recorridos y salíamos a caminar juntos. Y él por ejemplo siempre me decía: mirá, cuando busques una mesa, siempre la más difícil de encontrar es la mesa que es recta, que son las cuatro patas con la tabla arriba. Esa es la más difícil de encontrar y cuando la encontrás es carísima. Porque en esa mesa se notan todos los defectos. Por ahí, cuando salís por los negocios vas a ver mesas todas llenas de adornos y…
— Chirimbolos, como decían antes.
— Chirimbolos. Él también conocía el mundo de los falsificadores de antigüedades. Me decía bueno, cualquier cosa la podés esconder ahí. Cualquier defecto que hayan hecho cuando juntaron las patas con la tabla. Bueno, esas cosas que los grandes les dicen a veces al pasar a los chicos, a los chicos les quedan grabadas. Y yo creo que de ahí me quedó algo de la claridad. Que un poco hizo que me gustaran más ciertas cosas que otras y que aspirara a eso.
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