¿Por qué obedecer? Y... ¿cómo no hacerlo?

Porque estamos subyugados, por miedo, por necesidad... ¿por qué seguir lo que nos dicen? El filósofo Georges Didi-Huberman hace una historia de la obediencia. Y llama a no decir que sí sin pensar, ni decir que no porque sí

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El Hitler lleno de monedas
El Hitler lleno de monedas que creó el artista John Heartfield en 1932.

Hace algún tiempo vi, escrita en una pared, la frase: “¿Qué harías si fueras libre?”. Me dio un sacudón por dentro, como cuando algo en el pecho da un saltito. ¿Qué me preguntás qué haría si fuera libre? ¿Cómo, no soy libre? ¿No soy una adulta que vive en una sociedad no totalitaria, que toma sus decisiones, sujeta solo a las consecuencias de esas decisiones? Y si era tan así ¿por qué me interpelaba esa pared?

Entonces, no me resultó indiferente cuando llegó a mis manos el libro ¿Por qué obedecer? de Georges Didi-Huberman. Uf, por qué obedecer. Pero tengo antes otra pregunta: ¿cómo hacer para NO obedecer?

Didi-Huberman es un historiador del arte, filósofo y ensayista francés, nacido en 1953. ¿Por qué obedecer?, en realidad, primero fue una charla que el autor dio en una serie de “pequeñas conferencias” para chicos que se organizaron en Montreuil, un suburbio de París.

Por eso Didi-Huberman empezó hablando de ellos. Los chicos, dijo, muchas veces tienen que obedecer, lo que —y sí— tiene alguna lógica. Que ordenen su cuarto, que no naden en la parte peligrosa del río…

El libro de Didi-Huberman.
El libro de Didi-Huberman.

Pero los adultos, les advierte, están obligados a obedecer mucho más. Y no es fácil saber por qué o para qué. Por eso, les dice a los chicos, unos y otros tendríamos que reflexionar bien para no obedecer ciegamente jamás, ni desobedecer porque sí. Y tener mucho cuidado cuando creemos que tomamos decisiones libres pero, en verdad, estamos obedeciendo.

En su exposición, el filósofo va a usar ejemplos extremos, como la obediencia fanática a Adolf Hitler. Y otro no menos inquietante: el conocido estudio por el que le pagaron a gente para “torturar” a otros dentro del marco de un experimento científico. Tenían que pasarles cada vez más electricidad, según lo indicaban doctores con guardapolvos blancos. Los torturados eran, en realidad, actores, pero lo que probaba el estudio era hasta dónde podía ir alguien con una orden clara y una “razón”.

Didi-Huberman va a terminar diciendo que no hace falta ser malísimo para causar daños tremendos sino que alcanza con ser obedecido... u obedecer. Para eso apela a Hitler y el nazismo. Sí, estaba Hitler pero ¿por qué siguieron sus ideas macabras, por qué las convirtieron en hechos de sangre y de dolor?

Y tiene una hipótesis: “Dicen que sus discursos eran fantásticos”. Que tenía una tremenda energía, con promesas de odio y destrucción. Que subyugaba. Atención a esta palabra: subyugaba, ponía bajo el yugo. Dominaba.

El nefasto carisma de Adolf
El nefasto carisma de Adolf Hitler al micrófono. (AP)

Claro que no eran todos los subyugados, no es obligatorio creerse lo que dice un gritón ni —lo sabemos bien— los gritos serían más que ruido si no hubiera graves situaciones de fondo. En la Alemania nazi, pese al peligro real que eso significaba, hubo pensamiento crítico. Didi-Huberman señala a un artista, John Heartfield, que hizo retratos paródicos de Hitler. Lo mostraba lleno de monedas, que había tragado.

Tal vez nos aliviaría un poco imaginar que fue él [Hitler] el único autor de esta abominación”, dice Didi-Huberman. Pero, ay, no fue así. Un loco solo va al manicomio, un malo solo queda aislado, un criminal solo va preso. Invadir países, organizar una forma industrial de la muerte, saquear, es algo que se hace entre muchos.

Arquitectura de la obediencia

“Entre el faraón que decide y el esclavo cuyo trabajo se explota, hay toda una red de arquitectos, jefes de obra, capataces y funcionarios que encarnan la cadena de obediencia necesaria para cumplir una orden abstracta, incluso arbitraria, dada por el soberano”, escribe. Una arquitectura de la obediencia.

En la cima de esa arquitectura está el líder carismático que fascina y fanatiza: “La persona fanatizada está a la vez enamorada y alienada, es decir, sujeta, sometida, esclavizada. Obedecerá entonces con la certeza de que actúa libremente”. Los que se emocionaban con los discursos de Hitler y terminaban vociferando con él después se volvieron insensibles a la masacre. Se hizo ante sus ojos; de hecho, con su consentimiento. Esto, claro, no pasó solo con el nazismo.

El filósofo después habla de Eichmann. Desde un escritorio, dice, organizó la masacre de los judíos de Europa. Cuando, después de la guerra, lo juzgaron, la filósofa Hannah Arendt presenció su proceso y luego escribió “un libro célebre en el que refuta la idea de que ese hombre fuera un ‘monstruo’, un criminal nato, un puro y simple bárbaro. No, Eichmann era un hombre banal, un hombre que obedece, que ejecuta”.

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Al mismo tiempo que se hacía el juicio a Eichmann —en 1961— el psicólogo estadounidense Stanley Milgram hizo, en la universidad de Yale, el experimento del que te hablé antes. El 63 por ciento siguió adelante dando y dando mayor voltaje.

En este caso específico de obediencia a la autoridad, el que obedece ha dejado de hacerse preguntas como persona responsable: ha abandonado su “poder de pensar”, e incluso su poder de emocionarse. Ha reprimido toda emoción con relación a otro” dice Didi-Huberman.

Había una autoridad, se obedeció, punto, la autoridad sabrá. De eso se trata, de hacer el mal sin ser “malo”, sólo por ser obediente.

Por estas cosas, además de por lo mal que se puede sentir cada uno, es que vale la pena parar la pelota y pensar si hay que obedecer o no hay que obedecer.

Claro que —me parece que Didi-Huberman lo olvida, quizás porque está hablando con chicos— hay otros motivos para obedecer aunque no se esté de acuerdo. Tener que sobrevivir, tener que ganarse la vida, el terror a la miseria y al desamparo, la realidad de la miseria y el desamparo, por ejemplo. O que culturas enteras hayan señalado durante años que había gente más apta que iba a tomar las decisiones (los varones frente a las mujeres, ¿no?) O que una desobediencia te cueste la vida. O que tengas miedo.

Georges Didi-Huberman en Buenos Aires,
Georges Didi-Huberman en Buenos Aires, en 2017. (Federico Kaplun)

Hay muchas razones por las que no podemos desobedecer, pero eso no quita que, en muchas ocasiones, sí podemos hacerlo. Podemos decidir, decir “no” y evitar que el mal ocurra a nuestro lado como si nada.

Muchas veces pienso en una persona muy amada que estuvo a mi lado cuando yo estaba enferma. Se acostó conmigo en la camilla de la quimioterapia. Cuando la enfermera le dijo que tenía que salir respondió “bueno” y se quedó. “No recibo órdenes”; me explicó. Porque las órdenes te la pueden dar, pero recibirlas es cuestión de cada uno.

¿Qué harías si fuera libre? Uf…

Mis subrayados

1. “El paroxismo afectivo de los discursos encendidos de Hitler y las aclamaciones entusiastas de su público conduce a un paroxismo efectivo, que lleva a las personas a obedecer a una violencia total, masacrando a poblaciones enteras, incluyendo a mujeres y niños”.

2. “Eichmann era un hombre banal, un hombre que obedece, que ejecuta. Y los horrores que organizaba fríamente desde su oficina de tecnócrata provenían de una paradoja que Arendt llamó banalidad del mal. ¿Qué quiere decir esto? Que este hombre hacía el mal sin necesidad de mostrarse particularmente ‘malo’. Simplemente, obedecía: le decían que había que asesinar poblaciones enteras, y él no hacía más que obedecer las órdenes de sus superiores”.

3. “Ni siquiera tuvo que entusiasmarse con los discursos seductores de un líder: bastó decirse a sí mismo que, si un psicólogo universitario le pide hacer una descarga de 450 voltios sobre alguien que no conoce, es porque ese profesor –con su autoridad, su legitimidad, su carisma científico– sabe lo que hace y debe tener razón, aunque contradiga los valores morales y la empatía más elementales”.

Una imagen del experimento de
Una imagen del experimento de Milgram.

4. “Ya sea bajo un régimen liberal –como se dice–, o bajo un régimen dictatorial, la sumisión ciega a la autoridad conduce a las peores cosas”.

5. “El gran economista Friedrich Hayek, que recibió el premio Nobel en 1974, es conocido por haber sido un gran teórico de lo que se llama ‘liberalismo’: una doctrina basada en la idea de que la libertad económica –junto con lo que se llama ‘ley del mercado’– es la condición misma de la libertad y, por consiguiente, de la felicidad humana. Pero cuando Pinochet, el dictador militar de Chile, lo llamó en 1981 para ‘liberar la economía’ en un momento en que miles de personas estaban siendo encarceladas, torturadas o asesinadas (a veces por consejo de antiguos nazis alemanes refugiados en Chile), no dudó en decir públicamente: ‘Prefiero un dictador liberal a un gobierno democrático sin liberalismo económico’”.

6. “Simplemente quiero decir que no hay que obedecer ciegamente. Que tenemos que abrir los ojos, juzgar por nosotros mismos, analizar y discernir acerca de lo que es bueno o malo obedecer”.

7. “Es que guardo el recuerdo de un episodio, mínimo pero crucial, del libro de Primo Levi, titulado Si esto es un hombre, en el que cuenta su experiencia en el campo de Auschwitz: una mañana de invierno, tenía tanta sed que sacó un poco de hielo de la ventana, pero un guardia se lo arrebató de inmediato. Primo Levi simplemente le preguntó: ‘¿ Por qué?’ Y el guardia le respondió: ‘Aquí no hay por qué’. Es así entonces como voy a terminar esta conferencia: en cuanto alguien les diga ‘no hay por qué’, huyan o rebélense de alguna forma”.

* Este artículo reproduce el newsletter “Leer por leer”. Ediciones anteriores de este newsletter están recogidas en este enlace.

* Si querés contarme algo de lo que estás leyendo, escribime a pkolesnicov@infobae.com. Leo todo, contesto a medida que puedo.

Hasta la próxima,

Patricia

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