Alrededor de las once de la mañana pedí una carroza para dirigirme a la periferia de París Neuilly-sur-Seine, una comuna francesa que se ubica en el distrito de Nanterre. Ahí, en los Altos del Sena, era donde vivía ahora mi coterráneo, y llevé una vianda de macarrones a la carbonara y una botella de vino de mesa para convidar al amigo taciturno. Esa zona es todavía atrasada para la modernidad porque en ella el lodo reina y no hay un índice de desarrollo. Es increíble que un hombre como él haya terminado en un suburbio, ¡qué ingrata es la vida con algunos seres humanos!, y sobre todo con los héroes, con los tipos que buscan una sociedad más justa.
El viaje duró tres horas
Cuando llegué a la pequeña casa agreste, vi a madame Claudine, que meneando su cuerpo regordete, barría con un rastrillo los despojos de nevisca de la tormenta de la noche anterior. El invierno ya tenía que irse en ese periodo del año, sin embargo, había llegado sin tregua. Imaginé que mi amigo debía estar en su cuba tomando un baño de agua caliente, porque era lo único que calmaba los dolores de su cuerpo. Comunico al lector que Alberdi llegó de Argentina en un barco llamado Galicia, y frente a la costa de Senegal la neurastenia se apoderó de él y le provocó un ataque, sus extremidades derechas quedaron afectadas. Cuando desembarcó en Burdeos, ya no podía valerse por sí mismo ni caminar sin ayuda. Pienso que ahí comenzó el agotamiento de su mente y las ganas de seguir luchando por los ideales patrióticos. Saludé a la dueña de la estancia donde se albergaba mi amigo, ella también lo atendía con cuidados y comida, sobre todo cuando recaía en su depresión.
Cuando entré a la diminuta morada, ahí estaba en la tina el que había construido las bases de la Constitución de la República Argentina. El cabello grisáceo mojado y el rostro pálido y barbudo acompañaban el blanco de la bañera, el agua estaba turbia, pero imaginé que se debía a las yerbas verdosas medicinales que ayudaban a soportar el dolor a ese hombre sagaz, otrora el Figarillo que escribía en la revista Moda. La mirada había perdido realce después de tanta deslealtad y conspiración, ahí percibí que el tipo que había trabajado en el libro sagrado de mi patria ya no existía. Estaba ojeroso y delgado, y sus patillas bien delineadas ya pertenecían al ayer. En el instante que registró mi presencia, algo de esplendor ganaron sus ojos, sonrió como ebrio, pero en realidad estaba sumido en la tristeza. Entonces lo saludé y entablé un pequeño diálogo. Ahí pude observar que la vida regresaba para él.
Coloqué los macarrones en la mesa y fui a buscar el abridor y las copas a la despensa, una consola vetusta y roída por el tiempo, que tenía más cicatrices que un exsoldado de Napoleón. Dejé la vianda, y con el vino en mano, me acerqué al aparador que estaba igual de deteriorado que todo lo que existía en la casa. Saqué los cálices y sujeté el abridor en la mesa, destapé el vino tinto y lo vertí en las pequeñas cráteras. De mi bolso agarré mi cuaderno, y estaba listo para anotar la conversación. Alberdi, quien sabía que yo llevaba un diario, no puso reparo. En otra ocasión en que había estado con él, también me había dejado que apuntara nuestra charla, tal vez pensaba que iba a escribir una biografía sobre él. En ese diálogo había dicho que siempre había admirado a las personas que llevaban un diario, una disciplina espiritual que calificó como: “alma y cuerpo, ni la soledad se interpone a la experiencia”.
Con tristeza, estimados lectores, Alberdi sonriente me ha dicho que se transformó en una especie de Marat, por la cuba y el agua caliente, y se veía que no tenía ganas de escribir. Eso sí, observé que debajo de la bañera y en una mesita de luz cercana a la tina tenía una pila de libros. Todavía con lucidez me hablaba de Marat, decía que el periodista de la Revolución francesa no paraba nunca de redactar esos panfletos cargados de violencia que más parecían bayonetas que diarios informativos. Después agarró su bowl y se lo llevó a la boca. Absorbió y tragó. Los ojos ya no estaban desorbitados sino centrados.
Creo que fue una introducción para hablar de Sarmiento, ahí dijo que el cronista suizo que luego devino francés era verborrágico. Y afirmó que el pasquín, como se lo conoce en la actualidad, fue invento de él, y a su parecer “El Gran Terror” se produjo también gracias a esos periódicos, o a los que pregonaban el desorden, la ira y la insensatez. Esos panfletos, para Alberdi, después se convirtieron en ideas pragmáticas y sirvieron de base para el Comité formado por Robespierre, Danton, Hébert, Saint-Just y Couthon, entre otros. Según el creador de las bases de la Constitución de la República Argentina, esa injuria derramada en la tinta por Marat fue el sostén de la muerte que vivió Francia después de liberarse de esa inmundicia que era la monarquía. Ahí se vino lo que estaba precediendo, Alberdi dijo que Marat le recordaba un poco a Sarmiento ya que cuando este último escribía en El Granizo y El Pampero todos sus escritos eran panfletos de ira y verborragia. Según él estos textos iracundos no llegaban ni a buena sátira, todo era puro ardor patriótico y pueril. Para Alberdi en las epístolas de Sarmiento la amenaza se imponía antes que la razón, el sentido y el bien común, y cada vez que sumergía su cuerpo en ese tonel miserable para calmar el dolor, revisaba toda su vida y creía que era del tiempo presente y podía sentenciar que nunca lo había sido.
Alberdi no comprendió la ideología del fusil y la cuchilla y afirmaba con devoción que escribir para atacar sólo producía fisuras y la grieta se hacía inevitable y no servía para la construcción de un estado equilibrado. En Quillota él respondía de forma solemne al creador de Las ciento y una, según él, a Sarmiento el carácter siempre lo traicionó. Para el tucumano fundar un texto era cuestión del intelecto, no del fervor de la sangre. Alberdi solicitó más vino, y con gusto volví a llenar su copa. Después dijo que a pesar de todo Sarmiento había sido importante para la política de la Argentina, pero luego se refirió a esos pasquines incendiarios de los que él formaba parte, sobre todo en contra de Urquiza, ese periodismo activista que había promulgado y que sólo había estimulado la división. La injuria en el suelo patrio y el silencio en el conflicto también son un crimen. Tal como lo dijo en su ensayo sobre la guerra contra el Paraguay, esa acción bélica fue un error fatídico de la mayoría de los políticos argentinos y de esos comunicadores iracundos.
Para Alberdi, la guerra es y fue una falacia, ella elude cuestiones y no las resuelve; es una solución bestial que nada tiene que ver con lo humano, con el progreso, la instrucción, el trabajo, y en su ensayo la comparó con el azar que nació para los seres humanos que no se educaron, porque esos creen que tienen buena suerte cuando les sale todo lo que se proponen, y cuando viene una mala racha, piensan lo peor, o sea, estos sujetos tienden a los extremos por la falta de capacitación. Y ahí discrepaba nuevamente con Sarmiento: la educación, según Alberdi, no fue hecha para todos, para él entonces venía del adiestramiento del sentido común para las personas que no pueden estudiar, para el otrora Figarillo, el interés y la pasión tapaban los ojos. Y daba el ejemplo de los franceses con el comité por Robespierre, que cayó en un pragmatismo fanático: al que no concuerda con la Revolución le cortamos la cabeza.
¿Qué significó decapitar? En la Revolución francesa se cuestionaba todo el tiempo, para esa junta no sólo fue un acto de imposición física. La fórmula perfecta para estos hambrientos de poder era guillotinar las testas, gran metáfora del siglo XVIII. Alberdi estaba convencido de que era para eliminar las ideas que no seguían la causa de la Revolución, pero reconocía que había sido la transformación filosófica de la política más importante en Occidente hasta nuestros días. De repente Alberdi me estaba dictando una clase magistral de historia de este país que nos albergaba y que para mí era maravilloso. El ensayista argentino explicó que los franceses tras la revolución formaron los primeros partidos políticos en Europa, primero con el nombre de los clubes, como los obreros, y la aristocracia se dividió en dos: alta y baja, y en estas se juntaron los jacobinos de Robespierre que creían que asesinando a las personas de poca virtud se alejarían las ideas irracionales. Por otro lado, los girondinos que venían de Gironda (por eso su nombre) eran en realidad los empresarios que defendían sus propiedades. Alberdi explicó que Jaques Pierre Brissot tenía sus exabruptos, como cuando hizo caso a los cuáqueros y devino enseguida en la aristocracia y olvidó al pueblo. También estaban los cordeleros dirigidos por Georges Jaques Danton, quienes por ambiciosos terminaron en la cuchilla. Las seis publicaciones que produjo su director, Camille Desmoulins, quisieron persuadir al pueblo indicando que Robespierre era un rey invisible, un lobo vestido de cordero, y que se había transformado en lo que había destruido, pero ni eso los salvó de la muerte.
Para él en nuestro país, en cambio, los caudillos siempre habían querido ser emperadores, ellos eran la ley suprema en persona. Cuando Rosas ya era dueño y señor de Buenos Aires, denostó a los intelectuales que comenzaron a interrogar su posición y la política sobre nuestro pueblo. Además, Alberdi aclaró que Rosas había sido sincero con los gauchos y los campesinos, no estaba ahí escondiendo su jerarquía para engañar, “en eso tengo que ser justo, él fue siempre un caudillo”, expresó. Incluso su esposa, Encarnación Ezcurra, lo había ayudado a formar ese grupo de chismosos, espías y asesinos llamado La Mazorca. Mientras que Robespierre fue otra cosa, el poder era “la guillotine”, no él, y lo aprovechó de forma eficaz, ese aparato simbolizó nada más ni nada menos que la interrupción de lo nuevo, el concepto de reforma tenía que ser aniquilado, es y punto, se transformó en una doctrina religiosa. En las cartas que escribió a Sarmiento planteó eso y lo expuso para que reflexionara, pero sus respuestas siempre fueron cargadas de improperios y escasas de razón. Para Alberdi, la pluma tenía que ser un emblema de conciliación y no de espada, la prensa tenía que narrar e invitar a la reflexión, así también se cambiaba la idiosincrasia de cada ciudadano.