Uno de los motivos por los cuales la Academia Sueca le otorgó el Premio Nobel de Literatura a Annie Ernaux fue su coraje. “Por el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos y las trabas colectivas de la memoria personal”, se lee en la justificación del máximo galardón de las letras. Fue en el año 2022. Hasta ese momento, 15 franceses lo habían ganado: todos hombres. Su obra es fundamentalmente autobiográfica.
Ese coraje la hizo escribir El acontecimiento (2000), donde habla del aborto ilegal que tuvo en 1963, cuando era una estudiante universitaria en Ruan, o La vergüenza (1998), donde cuenta cómo su padre casi mata a su madre después de una visceral pelea. Hace unos días, volvió a mostrar sus dientes literarios con un viejo texto que publicó The New Yorker. Es emotivo, soberbio y brillante, se titula “Sobre el cáncer y el deseo”, y empieza así:
Vi por primera vez el sexo de M. la noche del 22 de enero de 2003, en la entrada de mi casa, al pie de la escalera que lleva a los dormitorios. Hay algo extraordinario en la primera visión del sexo del otro, el descubrimiento de lo que hasta entonces era desconocido. Así que eso es con lo que vamos a vivir, con lo que vamos a vivir nuestro amor. O no.
La detección del cáncer de mama fue el 3 de octubre de 2002. Aquella mañana Annie Ernaux ingresó al Instituto Curie intuyendo la noticia (”era algo que estaba destinado a sucederme, como todas las cosas que les suceden principalmente a las mujeres, aunque ni mi madre ni mi abuela lo habían tenido, ni ninguna de mis tías o primas”). Lo extraño es que octubre es el mes del cáncer de mama. “Así que, al menos de esa manera, me mantenía al día con la moda”, escribe.
El relato es sobre aquella enfermedad, pero también sobre el amor de M. Juntos escribieron un libro que está plagado de fotografías que él mismo sacó, porque es un destacado fotógrafo. Ahora lo sabemos: se llama Marc Marie. Y el libro: L’Usage de la photo, publicado en Francia en el año 2005 por el sello Gallimard. Como indica el título del texto, cáncer y deseo, pero también esa enorme zona silenciada que se forma en la conjunción de ambas cosas.
Habíamos cenado juntos en un restaurante que él conocía bien en la calle Servandoni, cerca del Jardín del Luxemburgo. Acababa de dejar a la mujer con la que vivía desde hacía varios meses. Durante la comida, le dije: «Me gustaría llevarte a Venecia», y añadí inmediatamente: «Pero ahora no puedo porque tengo cáncer de mama y me operarán la semana que viene en el Instituto Curie». No mostró ninguno de los signos —la retracción casi imperceptible, la rigidez repentina— con los que incluso las personas más educadas y serenas dejan traslucir su horror, a su pesar, cuando les digo que tengo cáncer. La única vez que pareció perturbarse fue cuando le conté que mi nuevo peinado, que me había elogiado muchas veces, era una peluca, y que había perdido el pelo a consecuencia de la quimioterapia.
Ernaux y Marie se conocieron a principios de 2003. Para ese momento, tal como lo cuenta, ella estaba en pleno tratamiento. Esa noche, luego de la cena, fueron a un bar que estaba prácticamente vacío y continuaron charlando. En un momento dado, él la sorprende: “Tengo una propuesta sincera para ti: ven a pasar la noche conmigo en mi hotel”. Tuvo que rechazar la oferta: la mañana siguiente tenía cita con un anestesista. Pero lo invitó otro día a su casa.
La noche en que por fin estuvieron solos y desnudos en una cama ella no se sacó la peluca. Otro rasgo extraño mostraba su cuerpo: el catéter, “parecía una tapa de botella de cerveza”. Simplemente se dejó llevar, así lo decidió.
Más tarde admitió que se había sorprendido al ver mi pubis, tan desnudo como el de una niña. Nunca había oído hablar de esta consecuencia de la quimioterapia, pero ¿quién habla de ello? Yo tampoco lo sabía hasta que me pasó.
En un momento dado, mirándome el pecho, me preguntó si el cáncer estaba en el pecho izquierdo. Me sorprendí. El derecho estaba visiblemente más hinchado que el izquierdo a causa del tumor. Probablemente no podía imaginar que el más bonito de los dos era el canceroso.
L’Usage de la photo (que se tradujo al inglés como The use of photography) es la crónica de esos días. El cuerpo de Ernaux se vuelve un “teatro de operaciones violentas”: le extrajeron un tumor y ganglios linfáticos, le implantaron un catéter en el hombro, le administraron quimioterapia y radioterapia, perdió el pelo. A la vez, la apasionada aventura del amor. Las mañanas posteriores a sus noches con M., se despertaba con “el paisaje devastado que queda después de hacer el amor”.
Ese paisaje se compone de ropa y zapatos tirados al azar en el pasillo, papeles al suelo, platos desordenados. La belleza y el misterio del desorden se ven en las fotografías y Ernaux las potencia con su escritura al describirlas, al darles contexto, al dotarlos del sentido poético y emotivo que merecen.
Ahora bien, me parece que siempre he querido conservar imágenes del paisaje devastado que queda después de hacer el amor. Me pregunto por qué no se me ocurrió antes la idea de fotografiarlo, o por qué nunca se lo sugerí a ningún otro hombre. Tal vez pensé que había algo vagamente vergonzoso o indigno en la idea. En cierto modo, me pareció menos obsceno —o ahora me parece más aceptable— fotografiar el sexo de M.
Quizás también era algo que sólo podía hacer con ese hombre y sólo en ese momento de mi vida.
“Él me hace vivir por encima del cáncer”, escribe en un momento. También: “Por mi cuerpo totalmente liso, M. me llamaba su mujer sirena”. El grado de intimidad que Ernaux construye en el texto es altísimo, y nos hace a todos nosotros, los lectores, partícipes silenciosos de esa historia. Ella lo ha hecho en más de una ocasión: reivindicar la dimensión política de la intimidad. Para Ernaux, lo biográfico es más que una “terapia”, es un forma de mostrar lo silenciado.
Admirada por Emmanuel Carrère, Virginie Despentes, Édouard Louis, Didier Eribon y millones de lectores, Annie Ernaux es una referencia ineludible sobre la potencia que puede adquirir la literatura, sobre las oscuridades que es capaz de iluminar.
Hoy tiene 83 años, vive en la nueva ciudad francesa Cergy-Pontoise —en sus propias palabras: “una urbe sin pasado”—, a 25 kilómetros de París. Ojalá siga escribiendo; ojalá nunca se detenga.