Cuando Truman Capote publicó en 1966 su no-novela (así la llamó él porque de ficción, nada) A sangre Fría, fundadora del género Nuevo periodismo que hoy llamaríamos true crime, yo tenía apenas tres años. Fue recién terminando el secundario, cuando anuncié que iba a estudiar periodismo, que alguien me recomendó este libro. No dudé y lo compré en una librería de la calle Corrientes. Encontré uno editado en 1980 por Bruguera. Y acá está todavía, luego de tres mudanzas, dos hijos y una larga carrera. Sobrevivió, amarillo y con algo de aroma a humedad, al deshoje de las malas encuadernaciones de las ediciones más baratas de la época.
Su tapa de barrotes, en tonos de blanco y negro y rojo, la tuve siempre estampada en mi retina así que encontrarlo en mi biblioteca hoy fue fácil y, sacarlo de su enclaustramiento, me arrancó una sonrisa. Tenerlo entre mis manos me otorgó, una vez más, la certeza de haber sido muy bien acompañada en la vocación por los policiales.
A sangre fría
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Pero vayamos al pasado. Cuando la leí tenía 17 años. Todavía no había descubierto mi vocación por los sucesos, nadie hablaba del true crime y andaba con los Corín Tellado arruinando mi cabeza. No recuerdo nada de nada de esa primera lectura. Lo que me viene a la memoria son mis sucesivas búsquedas muy posteriores para descubrir eso tan fundacional de su estilo y cuando ya trabajaba en Editorial Atlántida, rodeada de plumas y periodistas de verdad. Esos mismos que cada tarde ponían sobre la mesa del Café Colón, a la vuelta de las redacciones más importantes de la época, temas de discusión literarios y políticos.
Tenía 19 años y la cabeza con más rulos de permanente -era la moda del momento- que ideas. No podía seguir con seriedad esas conversaciones sesudas. Menos atreverme a abrir mi boca. Poco entendía todavía de actualidad, de casos conmocionantes, de marginalidad, de personajes famosos y demás yerbas. Pero enseguida me dispuse a aprender. Quería ser parte de esas eternas charlas antes del cierre de madrugada. Moría por progresar.
Fue leyendo y observando esos mundos no vividos, que encontré la posibilidad de comprender mi profesión. Cómo se busca una nota, cómo se relata una historia, dónde empieza o dónde termina. Aprendí a prestar atención a las “perlitas” de las entrevistas y, también, de lo fatal que suenan los diminutivos. Me enteré del desdén de algunos colegas por los gerundios y de la importancia vital de mantener a flote la atención del que lee. Después de decenas hojas pautadas rotas y al cesto, de miradas compasivas e impaciencia de los avezados con los principiantes, empecé a vislumbrar algo.
Ahí entró Capote en escena, con su narrativa directa, sin golpes bajos, que te mantiene alerta y atrapada. Los Corín, los Nippur, los Patoruzito quedaron en el pasado y empecé a leer de verdad, con ojos ojos bien redondos, a García Márquez, a Dostoyevski, a Camus, a Poe, a Chéjov y a tantos otros que se fueron sumando a mis estantes casi vacíos. Descubrí el periodismo que se asoma a la literatura y el que se mete en los intestinos de la realidad más truculenta. Capote me ayudó a entender que contar un suceso puede ser mucho más que una crónica y que una historia puede escribirse de manera que resulte imposible detener la lectura. Después de todo de eso se trata nuestra profesión: conseguir que el lector no nos abandone y llegue con nosotros hasta el final. En A sangre fría él consigue la máxima atención sin que, en ningún instante, decaiga el deseo de seguir leyendo.
Capote se tomó tres veranos en Cataluña para terminar de escribir este libro y para ello se recluyó en una casa blanca, tan blanca como el escenario del cuádruple crimen de los Clutter. Lo que iba a ser un artículo para The New Yorker terminó siendo un libro bisagra de la “no ficción”. Y esa masacre ocurrida el domingo 15 de noviembre de 1959, en Kansas, donde dos sujetos desconocidos asesinaron salvajemente a un rico granjero, a su mujer y a dos de sus hijos menores de edad, terminó construyendo su obra cumbre cuando los detenidos fueron colgados en 1965.
La misma obra cumbre a la que el autor culpó de todas sus miserias y adicciones: “Nadie sabrá nunca lo que A sangre fría se llevó de mí. Creo que, en cierto modo, acabó conmigo”. Como los hijos se llevan pedazos nuestros en cada parto, los libros pueden arrancar del interior de su escritor hasta el corazón, para que luego sea devorado por el público caníbal.
Quizá eso le haya pasado al pobre Capote. Porque también estaba la autoexigencia a la que se sometía. Eso es evidente en el prólogo de su libro Música para Camaleones: “La escritura dejó de ser divertida para mí cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y escribir mal. Más adelante haría un descubrimiento mucho más alarmante todavía: la de escribir muy bien y el verdadero arte; es una diferencia sutil, pero salvaje”. No menospreció Capote el poder de las palabras ni el orden en que se usan sino que las llevó a su máxima expresión.
Las efemérides pueden ser un poco sensibleras y un poco tontas. Después de todo, el tiempo no es más que una convención que utilizamos para distraernos de nuestra mortalidad. Las fechas cada 365 días podrían tomarse como una burla repetida, pero en el periodismo solemos abusar de ellas. Siempre salen de paseo, más cuando el número es redondo, para acechar a los que tenemos memoria todavía. Por eso es que no puedo evitar recordar que un día como hoy, hace cuatro décadas, Truman Capote murió por causas naturales como consecuencia de todos sus excesos cometidos durante sus 59 años.
Música para camaleones
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Si lo encontrara por aquí, cruzando la frías y húmedas calles de Buenos Aires con su cigarrillo entre los dedos y sus anteojos empañados por el vapor de su propia respiración agitada, le diría tímidamente, como una fan porteña y atrevida que llega desde el futuro al que él no llegó: “¡Tremendo todo lo que podrías haber escrito viviendo un poco más!”.