“Nos hacen vibrar las palabras de los que han muerto”: el prólogo que Gabriela Cabezón Cámara escribió para “Tumba de jaguares”

La novela de Angélica Gorodischer es una y tres, dice la autora. Que repasa el costado político de esta obra aparecida en 2005 y afirma: “No es liviana”

Gabriela Cabezón Cámara y Angélica Gorodischer

Una mujer decide entregar su existencia a la escritura para escribir sobre una mujer que escribe sobre una mujer que escribe. ¿Sí? Sí. Una novela dentro de otra y otra, así es Tumba de jaguares, el libro que Angélica Gorodischer publicó en 2005 y que, en definitiva, explora las complejidades de la memoria, la identidad y el paso del tiempo.

“Así como Jorge Luis Borges inventó El Aleph, un punto en un sótano del sur de Buenos Aires que podía albergar la totalidad del universo, Angélica Gorodischer crea en Tumba de jaguares un fractal literario: novela que novela que novela”, dice la presentación.

Gorodischer, reconocida por su habilidad para mezclar lo fantástico con lo real, explora la vida y la muerte de mujeres y hombres acosados por el pasado que vuelve.

Gabriela Cabezón Cámara, la consagrada autora de La virgen cabeza, Las aventuras de la China Iron y Las niñas del naranjel, prologa esta novela que supo innovar y conmover.

Prólogo, por Gabriela Cabezón Cámara

Pero cuando obedecía a esa ansia, ah, entonces era, ¿qué era?, ya no se hacía esa pregunta porque ahora sabía la respuesta. Alguna vez había llamado felicidad a eso y ahora sabía, sabía como había sabido siempre comprendiéndolo sin pensarlo, que era mucho menos y mucho más; sabía porque lo había visto, que era poder entrar en el paisaje dorado de sol que aparecía todas las noches lejano sobre la pared llana y manchada de día, ensoberbecida de luz por las noches. Ya no tendría tiempo pero casi no le importaba porque había vuelto a sentir el ansia de escribir una historia y había redescubierto lo que era la felicidad: de esto se trata esta novela magnífica. Del ansia de escribir y de la felicidad.

Esta novela es una y es tres, y la que reencuentra el ansia de escribir —esa felicidad— es la protagonista de la última, una escritora que muere en un hospital. Muere sintiendo este deseo, el de escribir, recordando su propia vida y la de sus personajes —los protagonistas de las otras dos— inmersa en una luz dorada y mirando a una araña. El animalito no es casual: casi ningún otro sería capaz de la arquitectura fractal de este libro. Felicidad la de la escritora, claro. Y la nuestra, la de sus lectores: qué maestra Angélica Gorodischer.

Angélica Gorodischer, pionera y maestra de la ciencia ficción. (Télam)

Ahí, en el centro puntual de la maraña, la autora, la araña. La que sabe cuánto puede costarle a una vida, a una mujer, el oficio de escribir cuando la vida misma se le pone en contra. Y qué es capaz de hacer para lograrlo. Qué dolores va a usar —casi obscena, dice— para transformarlos en un cuento, una novela, en esa música que le «fluye y pasa sin que una le impida el paso», eso que suena en el cuerpo hermoso como un «canto infantil».

Esto pasa acá: se siente esa música atravesando el cuerpo, la autora nos pone a vibrar la carne, los huesos. Y no porque sea un libro liviano, al contrario: hay un escritor desgarrado por la desaparición —se la llevan los milicos— de su hija muy joven y también escritora. Una mujer cuya hermana es asesinada y como no puede soportar ese duelo arregla su matrimonio por correspondencia y cuando llega a la selva para casarse se encuentra con él, un patrón de estancia, y los pueblos originarios que él oprime. Ella escribe. Su mayor ambición es que la dejen en paz y tener un escritorio. Pero cuando le toca se hace cargo y se entiende con la tierra y con la gente, y en ese entendimiento hay una pequeña revolución. Y al final, la que todo lo trama, la escritora que se muere de vieja. También con su duelo: su marido ha desaparecido en un accidente aéreo. Nunca encuentran su cuerpo.

La escritora Gabriela Cabezón Cámara.

Las desaparicionesGorodischer escribió donde vivió, en Rosario, Argentina— portan la tragedia de la más criminal de las dictaduras que sufrió nuestro país. La novela la porta. No es una novela liviana.

Y, sin embargo, una historia se abre en otra que se abre en otra y las tres se refieren entre sí. Un poco a la manera del Decamerón. O de Las mil noches y una noches. Con la delicia de lo que fluye aunque duela. Con esas ganas de vivir que da el ansia de escribir cuando se escribe. O el ansia de leer cuando se lee. Porque en las novelas —en las que valen la pena, que son las que dan felicidad— hay esa historia que se cuenta, pero también hay el contar y el canto. Lo sabemos quienes escribimos. Y también quienes leemos. Hay esa música que nos trama. Ese poner el cuerpo en contacto con otros cuerpos. Casi sobrenatural: nos hacen vibrar las palabras de gente que ha muerto. Solamente lo logran los escritores más grandes. Como Angélica Gorodischer.